Domingo, 17 de abril de 2005 | Hoy
VIDEO > SOME KIND OF MONSTER: EL HEAVY METAL VA AL PSICóLOGO
Fama, dinero, mujeres, fans... y terapeuta. Metallica, la banda de heavy metal más importante del mundo, se sometió a una terapia grupal para recuperar la mística. Por suerte había una cámara para registrarlo en un reality show involuntario que no tiene nada que envidiarle al Woody Allen más neurótico.
Por Mariana Enriquez
En enero de 2001, los documentalistas Joe Berlinger y Bruce Sinofsky comenzaron a rodar un documental sobre St Anger, el último disco de Metallica, la banda de heavy metal más exitosa de todos los tiempos. Quién sabe qué esperaban. Lo que encontraron, lo que quedó como testimonio en Some Kind Of Monster es un This is Spinal Tap involuntariamente gracioso, un excelente reality show de dos horas y la película que Woody Allen filmaría si se le ocurriera escribir un guión sobre rockeros neuróticos de mediana edad. De parte de Metallica es un ejercicio de megalomanía, exposición y desvergüenza en iguales cantidades. Para el universo del heavy metal es un material insólito: aquí no hay mística, épica, ni siquiera exceso. Apenas tres cuarentones que no se soportan, pero contienen el insulto y la violencia en su fútil esfuerzo por recuperar un poco de la potencia, rabia y originalidad que los llevó a revitalizar el heavy metal. Frustrados, contratan a un terapeuta y consejero llamado Phil Towle para ayudarlos a “analizar y aliviar las tensiones en la banda” producidas después de que el bajista, Jason Newstead, anunciara que dejaba el grupo para siempre. Y las sesiones van de la candidez al patetismo, con momentos de absurdo dignos de una sitcom genial.
Metallica fue importante. Es fácil para quien nada sabe del cerrado universo del rock pesado burlarse de esa música orgullosamente viril y adolescente; pero todos los escépticos que la consideran un chiste estarían obligados a cerrar la boca si mañana, por ejemplo, Metallica tocara en River y vieran una legión de sesenta mil personas acercarse al estadio como si se tratara de un ejército secreto. El heavy metal es popular pero no es masivo, resulta difícil –sobre todo en una época dominada por el pop– escucharlo en radio salvo en programas especializados; pero sus fans son de los más fieles, obsesivos y sentimentales. Y los shows de bandas como Metallica son experiencias extremas de volumen y bestialidad, sólo comparables a recibir una descarga de ametralladora virtual o salir ilesos del embate de una locomotora. Metallica, con sus cuatro primeros discos de los años 80 (Kill ‘Em All, Ride The Lightning, Master of Puppets y ...And Justice for All) revolucionó el género al crear una nueva categoría, el thrash metal: más velocidad, menos solos, menos teatralidad, énfasis en la integridad y la credibilidad, y una lírica enraizada en la agresividad de la juventud y el imaginario de la guerra, ineludible en aquella década tensa. Metallica fue una gran banda, ideológicamente compleja pero indiscutible. Hasta que empezaron a vender millones de discos con The Black Album, el primero que logró meter su estilo –suavizado– en las radios y en MTV con clásicos como “Enter Sandman” o “Nothing Else Matters”. Y después perdieron el rumbo con discos menores, fallidos intentos de hacer más accesible su sonido, covers redundantes, en fin, pura decadencia creativa. Esta es la banda asustada y confundida que aparece en Some Kind of Monster.
Las sesiones con Phil Towle son antológicas. El doctor dice cosas como: “Cuando nos enfrentamos a un miedo lo mejor es atravesarlo” o “La tensión produce resultados”. ¡Y Metallica le paga 40.000 dólares por mes durante 684 días por tales verdades de perogrullo! El cantante James Hetfield –un hombre peculiar, como mínimo– entra en rehabilitación durante el rodaje y deja al grupo y el equipo de filmación varados durante casi un año. El Dr. Phil sigue adelante y convoca, entre otros, a Dave Mustaine, primer guitarrista de Metallica echado por borracho en 1983, y después exitoso con su propio grupo, Megadeth. Como sucede con la entrevista a Jason Newstead, el bajista recién echado, su intervención resulta lúcida y sincera. “Fue difícil ver que todo lo que ustedes tocaban se convertía en oro y todo lo que yo hacía fracasaba. ¿Estoy contento de ser el segundo? ¡No!” le dice al inquieto baterista Lars Ulrich, el otro líder, la cabeza verborrágica del monstruo de dos cabezas que se completa con el lacónicoHetfield –Kirk Hammet, el guitarrista, apenas interviene–. Newstead y Mustaine quedaron fuera de Metallica, pero ganaron salud mental.
Cuando Hetfield vuelve de la rehabilitación un año después del comienzo del rodaje, Some Kind of Monster llega a los picos más altos de ridículo. Ahora Hetfield habla de sí mismo con todos los lugares comunes del converso: “Necesito control”; “Tengo miedo de salir de gira”; “Estoy en un lugar diferente”; “No sé diferenciar la tristeza de la depresión”; “Quiero sentirme involucrado en el grupo”. Ulrich rezonga, camina por el estudio como un animal enjaulado, grita “¡Fuck!”, reprocha, se pregunta si Metallica es un “colectivo” o “tres individualidades”. Por momentos, parece que quiere matar a Hetfield. Es comprensible: cuando el cantante, limpio, convertido en hombre de familia y con anteojos de marco negro anuncia que sólo puede trabajar desde el mediodía hasta las cuatro de la tarde, Ulrich explota y grita: “¡Esas reglas no tienen nada que ver con una banda de rock!”. ¿Tiene razón? Quién sabe. Some Kind of Monster no va al fondo, a pesar de tanta psicología barata, sobre qué sucede cuando un grupo se convierte en una megaempresa. En un momento, Lars Ulrich vende un Basquiat –colecciona arte– por 5 millones de dólares en Christie’s. Entonces, ¿por qué inició una batalla legal extrema contra Napster, aullando que nadie iba a robarle su dinero bien ganado? Ulrich llegó a dar nombres de los usuarios del servicio y habló ante un comité del Senado en una cruzada autodestructiva que alejó a los fans y lo convirtió en el buchón más odiado del rock. A ese episodio Some Kind of Monster le dedica, cobardemente, apenas cinco minutos.
Esta involuntaria parodia, comiquísima por momentos (“Demostramos que se puede hacer música agresiva sin energía negativa”, anuncia Ulrich, ¡y lo dice en serio!), representa la peor pesadilla del rockero: la aceptación de que se trata de un negocio, la alienación de la fama (¡Es música! ¿Por qué no pueden relajarse y divertirse?), el peligro de tomarse demasiado en serio, el interrogante abierto sobre si, en definitiva, el rock es cosa de pendejos. Metallica tuvo su gloria y su tragedia, sobre todo cuando su primer bajista Cliff Burton murió en un accidente a los 24 años. Pero, se sabe, la historia se repite como farsa. Y si ya no pueden ser la banda más potente del mundo, deberían ser estrellas de reality. A Ozzy Osbourne le fue muy, pero muy bien.
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