Domingo, 17 de abril de 2005 | Hoy
ARTE > DEL ESTE, LA CONMOVEDORA OBRA DE CHANTAL ACKERMAN SOBRE EUROPA ORIENTAL
La belga Chantal Ackerman (1950) es una de las visitas más celebradas del Festival de Cine Independiente que está sucediendo en este mismo momento en Buenos Aires. Debutante precoz (a los 18 años, con un corto sobre su propio suicidio) y autora de Jeanne Dielman (la “primera obra maestra femenina” del cine), la directora vino también a presentar Del Este, una obra en tres partes –película, instalación y relato en off– filmada en Alemania, Polonia y Rusia que hace del género documental un ejercicio de memoria conmovedor.
Por María Gainza
Basta recordar cómo se enfervorizó el público francés cuando descubrió que Manet pintaba un rostro exactamente de la misma manera en que pintaba un sombrero para entender que los escándalos en el arte suelen ser parte del folklore, pero nunca dejan de ser esclarecedores. Cuando una hora y media después de comenzada la función alguien en la oscuridad de la sala les gritó a los rostros mudos de la pantalla: “¡Pero digan algo de una vez!”, la reacción infantil (después de todo, lo experimental, cualquiera sea el soporte elegido, siempre supone un riesgo) terminó siendo una definición. El sujeto había pagado su entrada con la esperanza de ver un documental clásico sobre el fin del comunismo y en su lugar se encontró con Del Este, el trabajo de la directora belga Chantal Ackerman: una sucesión de imágenes morosas, de paisajes filmados como rostros y rostros filmados como paisajes, que están más cerca de la pintura que del cine en el sentido de que no calcan la realidad sino que la reinventan cuadro a cuadro.
Dividido en tres partes, una película (a falta de mejor nombre), una instalación y un relato en off, Del Este es un ejercicio de memoria rodado en Alemania, Polonia, Moscú y el campo ruso. El efecto es el de desenrollar lentamente una tira de fotos. Es una acumulación sucesiva de cosas, todo lo que, según la directora, la conmueve: “Rostros, calles que terminan; autos que pasan; estaciones y llanuras; ríos y mares; riachos y arroyos; árboles y bosques. Campos y fábricas, y de nuevo caras; comida; interiores; mujeres y hombres que pasan o que se detienen, sentados o de pie. Días y noches; lluvia y viento; nieve y primavera”. Escenas comunes y corrientes de la vida en la ex URSS que, sin embargo, bajo la cámara de Ackerman, se vuelven extrañas, tan extrañas como dentro de millones de años parecerán todas las cosas ocurridas en un planeta llamado Tierra.
En Del Este, la película, los planos secuencia, estirados como chicles, y el sonido desarticulado de bocinas y motores, transmiten mejor que cualquier documental sobre Chernobyl la sensación de catástrofe recién ocurrida o por ocurrir. Es devastador. A medida que el plano se prolonga uno se va quedando sin aire, cada vez menos. “Creo que hay un tipo de violencia en el modo en que utilizo el tiempo en mis películas”, explica Ackerman. “Una violencia sutil, no la de una explosión sino la de una implosión. Es un acto brutal ese de empujar un plano hasta lo insoportable.”
La cámara es implacable, tanto que obliga a una atención flotante. Un tipo de mirada que pueda sumergirse, pero también salir a flote, a respirar. Una fila interminable de personas espera un autobús en la nieve, el frío quema las mejillas; multitudes con sus sombreros de piel como pájaros locos esperan aburridas en una estación, y en otra y en otra, hasta que todas parecen la misma; en un interior, estrecho hasta la asfixia, una mujer con gesto neurótico corta mecánicamente el salame sobre una mesita. Como ese “Vamos” final de Beckett donde nadie se mueve, en la película de Ackerman nunca se sabe qué hace toda esa gente ahí ni hacia dónde va. Pero probablemente si a la salida del cine uno se tomara un avión, al bajarse la encontraría ahí, aún esperando.
Los rostros mudos que Ackerman filma hasta la obsesión no están ahí para ser leídos sino para hacer palpable principalmente eso que pasa sobre ellos sin detenerse: el tiempo. “Para la mayoría de las personas el mayor cumplido en una película es decir: ‘No me di cuenta del paso del tiempo’. A mí me interesa que eso se sienta. Al sentir el paso del tiempo nos sentimos a nosotros. Es el momento en que uno siente su existencia.” Los rostros de Ackerman son de una humanidad conmovedora, rostros “que en cuanto se los aísla de la masa, expresan algo todavía intacto y generalmente contrario a esa uniformidad”, pero también rostros-pared,infranqueables como edificios. “¿Cuánto tiempo debo mostrar una calle hasta que comience a ser algo más que sólo un pedazo de información? ¿Para ir de lo concreto a lo abstracto y volver a lo concreto?”
No es casual que Del Este parezca no llevar a ninguna parte. No hay plan de rodaje, ni un storyboard ni nada que se parezca a un proyecto previo de filmación. “No tenía la menor idea de lo que iba a hacer. Uno debe estar muy atento. Vas en un autobús con otra gente y debés ignorarlos, nada debe interferir entre vos y lo que ves. Tenés que estar abierto como una esponja. Creo que la mayor parte de las veces he tenido suerte. Estaba ahí en el momento justo. Pero, cuando uno edita, ocurre algo y uno sabe que debe cortar. No es intelectual, es algo que se siente. Hasta el final del rodaje nunca sé cómo van a calzar esas piezas en una película o siquiera si existe una película.”
La instalación, ocho grupos de tres monitores instalados sobre módulos a la altura de los ojos, presenta fragmentos de la película en loop. Es acá cuando el método de Ackerman (ése que ella niega, pero que intuitivamente aparece) se vuelve más evidente: las oposiciones formales. Exteriores/interiores; día/noche; multitud/individuo; verano/invierno; ruido/silencio; largo/corto; ficción/realidad. Y además es el lugar donde los fragmentos vienen a materializar el funcionamiento de la memoria, una suerte de biblioteca estallada que guarda las imágenes. Un movimiento del inconsciente que obsesivamente vuelve a repetir lo que vimos un minuto antes.
Atomizadas así, las imágenes finalmente se despegan de una narración, o de lo poco que había de ella, para evocar otra cosa: una fila de rostros congelados que esperan un colectivo no dista de una fila de prisioneros de guerra. “Nunca me interesó copiar la vida sino transformarla en cine. Así consigo diez veces más verdad que si rodara un documental clásico.” Y es recién entonces cuando el trabajo exclusivamente sobre el lenguaje visual –ése como el de Brakhage, como el de Michael Snow–, sin lo que Ackerman llama “parásitos” (emociones, narración, identificación), termina por explotar todas sus posibilidades.
En la instalación todo se desdibuja. Si antes creíamos estar en algún lugar de Europa del Este, ahora estamos perdidos en el mapa. No hay momentos concretos en el tiempo y en el espacio sino una atmósfera de dislocación general. Entonces la instalación se vuelve plegaria, un trance hecho de impresiones, de movimientos lentos, gestos suspendidos y colores lavados. De un desgaste emocional gris, tan gris como el granito erosionado por la historia.
Es difícil precisar qué es más triste, si el instante en que uno siente el dolor o el instante posterior, cuando éste se vuelve recuerdo. Pero en la instalación, en el momento “después” de la película, la angustia se profundiza. Alguna vez el director Sokurov le explicó a un periodista que se empecinaba en comparar sus películas con el concepto japonés del mono no aware (dulce tristeza): “Para Rusia, la dulce tristeza y las despedidas agradables no son posibles. Por el contrario, el sentido ruso de la elegía es un sentimiento muy hondo y vertical. Nos alcanza profundamente, agudamente, dolorosamente. Es como algo macizo”. Todo en Del Este tiene esta sensación vertical.
En Pierrot el loco, película que Ackerman cita como el despertar de su cine, Jean-Paul Belmondo dice: “No hay que describir la vida de la gente sino la vida misma, sólo la vida, eso que hay entre la gente, el espacio, el sonido y los colores”. La instalación captura eso, el invierno de nuestros cuerpos, el cansancio y la desolación no de las personas sino entre ellas.
Y es recién en la tercera y última sala, cuando el sonido, de rupturas bruscas y desbordadas, un sonido que desorienta y crispa, se tranquiliza. Un monitor colocado en el piso muestra una imagen amplificada hasta la abstracción y la voz de Ackerman que recita en hebreo el texto del Exodo del Antiguo Testamento y un segundo texto, escrito por ella, sobre un fondo de violonchelo: “Y es siempre así. Ayer, hoy y mañana, hubo, habrá, hay, en este mismo momento, personas a las que la historia –que ya no lleva H–, a las que la historia golpea, y que esperan allí, encerradas de a montones, que los maten, los golpeen o les hagan pasar hambre, o que caminan sin saber hacia dónde van, en grandes grupos o solos. No hay nada que hacer, es atormentador y eso me atormenta. A pesar del violonchelo, a pesar del cine”.
Esa es la exhalación final. Así termina Del Este y así vuelve a comenzar.
Del Este, en el Malba
(Av. Figueroa Alcorta 3415).
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