Domingo, 17 de abril de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
Judío nacido en Canadá, criado con el idish como lengua materna y contrabandeado a Estados Unidos durante su infancia, Saul Bellow decidió desde muy joven apoderarse de dos derechos que no le estaban destinados: ser norteamericano y escribir en inglés. Cincuenta años después había ganado tres National Book Awards, un Pulitzer y el Nobel de Literatura (en 1976). Y –lo más importante– cada una de sus novelas fue recibida con la gratitud y la polémica que sólo se les depara a los libros que cambian el mapa literario para siempre. Philip Roth considera que Bellow hizo por los inmigrantes lo mismo que Colón por los europeos; Ian McEwan cree que amplió para todos la percepción del universo; Arthur Miller, que su obra es un rugido ante el silencio; Martin Amis, que poseía la sabiduría de una tortuga omnisciente. A una semana de su muerte, a los 89 años, Radar rinde homenaje a uno de los grandes escritores del siglo XX.
Por Rodrigo Fresán
En la mayoría de sus fotos, Saul Bellow solía aparecer bajo un sombrero, rostro arrugado desde siempre (Bellow, como Fred Astaire, nació con cara de viejo) y con una sonrisa llena de dientes. Pero mi foto favorita de Bellow es muy distinta. En la foto no hay sonrisa ni sombrero. (Existe, también, una variación “feliz” de esta foto con Bellow riendo y una flamante bebé plácidamente acomodada en el hueco de uno de sus brazos; pero no es una foto interesante.) En la foto que a mí me gusta –mismo día, 15 de junio del 2000, tomada por Jill Krementz, fotógrafa de escritores y esposa de Kurt Vonnegut– hay, sí, un auténtico anciano de ochenta y cinco años que no hacía mucho tiempo había sido padre de una hija junto a su quinta esposa. Pero no es una foto alegre. Es una foto sombría. En esta foto, Bellow aparece solo y acostado en una cama, la cabeza sobre un almohadón, descalzo, con un gato sentado a sus pies y, sobre el pecho, las gafas descansando sobre un libro abierto y boca abajo. En la foto, Bellow mira a cámara resignado y –seguro– con ganas de que lo dejen solo para poder seguir leyendo, pensando, escribiendo. Porque si algo distinguió a Bellow, creo, es que podía hacer las tres cosas al mismo tiempo.
¿Y de qué tratan los relatos y novelas de Bellow? Difícil decirlo; casi imposible reducirlas a historias o sintetizar sus tramas que nunca se caracterizaron por su contención o sencillez. Digamos –a falta de una respuesta mejor– que la obra de Bellow trata de nombres. Pocos escritores desde Dickens pusieron más nombres en las portadas de sus libros; y aquí vienen Augie March, Henderson, Herzog, Mosby, Mr. Sammler, Humboldt, Ravelstein. Y cuando los nombres no están en el título están a lo largo y ancho de las páginas y pueden llamarse Joseph (The Victim), Asa Leventhal (Dangling Man), Tommy Wilhelm (Seize the Day), Albert Corde (The Dean’s December), Kenneth Trachtenberg & Benn Crader (More Die of a Heartbreak), Harry Trellman (The Actual) y –en cuentos y textos breves– Zetland, Harry Foster, Billy Rose, Wilder Velde, Rob Rexler... Todos ellos siempre acompañados y casi siempre torturados por mujeres bellísimas de astucia casi criminal y –nada es casual– alguna de ellas hasta es argentina.
Y tal vez sea conveniente que me explique mejor: cuando digo que los libros de Bellow tratan de nombres en realidad quiero decir que tratan de lo que viven y sienten esos nombres. Las vidas no suelen tener reflejos automáticos o modales prolijos y no acostumbran ordenarse a la hora de ser narradas; y esa fue la misión que se impuso y que cumplió Bellow: contar el desorden de las vidas de esos nombres desde adentro de las mentes de esas personas que, por lo general, eran transparentes alter-egos suyos. Digámoslo así: jamás hubo un escritor más literal y literariamente cerebral que Saul Bellow.
Y algunas cosas que dijo Bellow en 1967 en su entrevista para The Paris Review: “Yo creo que la literatura realista, desde un principio, ha hablado de las víctimas. Del individuo común y corriente –y la literatura realista siempre se ocupa de individuos comunes y corrientes– en lucha contra el mundo externo que, naturalmente, acaba por vencerlo... La corriente realista tiende a poner en tela de juicio el significado humano de los sucesos y de las cosas. La medida de nuestro realismo es la medida de nuestra propia amenaza contra el arte que practicamos. El realismo ha aceptado y rechazado invariablemente las circunstancias de la vida diaria. Aceptó escribir sobre la vida diaria, pero intentó hacerlo recurriendo a procedimientos extraordinarios. Este es el caso de Flaubert. El asunto puede ser ordinario, ruin, degradante, pero redimido por el arte. El ambiente sugiere la forma, el estilo en que debe ser presentado. Yo trabajo apoyado en ese fundamento... Cuando escribo, pienso en algún ser humano que pueda comprenderme. Esto lo tomo muy en cuenta. Pero no pienso en ningún lector ideal. Permítame añadir esto: cuando escribo me acepto a ojos cerrados, como ese excéntrico que no puede concebir que alguien no comprenda con absoluta claridad todas sus excentricidades”.
Bellow, hijo de inmigrantes, nació en una barriada judía de Lachine, Canadá, en 1915; pero su familia cruzó el lago y la frontera cuando él tenía nueve años y desde entonces se consideró un “hijo de Chicago”. Los especialistas lo responsabilizan –a partir de la publicación en 1953 de la desaforada y explosiva The Adventures of Augie March, novela a la que su auto-adoptado hijo de tinta Martin Amis y Christopher Hitchens no vacilan en considerar la Gran Novela Americana– de haber liberado a las letras norteamericanas de las cadenas del pasado y haberlas lanzado hasta este presente (“Intentando inventar una nueva forma de oración en inglés”, según su propio autor) donde Bellow reinó hasta la noche de su muerte.
En 1987 y en 1989, la revista Esquire –a la hora de sus hoy extinguidos y tan añorados Fiction Issues– no había dudado en colocarlo en el centro flamígero de un hipotético mapa cósmico o en la cima de una pirámide secreta hecha con post-its donde se extinguían como estrellas muertas o se despegaban desde las alturas los nombres del establishment ficcionalista de los Estados Unidos que en ocasiones lo acusó, siempre en voz baja, de varias cosas. Elitista, vengativo, misógino, soberbio, machista, cruel, invento de la intelectualidad judía necesitada de un “Gran Escritor” y demasiado indiscreto a la hora de utilizar episodios lamentables de las vidas de amigos y conocidos, solían ser los cargos más frecuentes. Y ya saben: Von Humboldt Fleischer es el retrato apenas velado del poeta Delmore Schwartz, Abe Ravelstein no intenta siquiera esconder al polémico Allan Bloom, y Jehová proteja a las ex esposas de Bellow.
Y la demorada y obsesiva biografía que James Atlas le dedicó a finales del 2000 puso en evidencia lo que cualquiera de sus admirados lectores sospechaban: la persona Bellow no era lo que se dice alguien perfecto y mucho menos simpático. Esa persona era, sí, alguien exactamente igual a cualquiera de sus personajes. Especialmente el cornudo y al borde del más ilustrado y epistolar de los brotes psicóticos Moses Herzog, protagonista del fácilmente decodificable roman à clef de 1964 donde Bellow cuenta el estruendoso Apocalipsis de uno de sus tantos matrimonios. Para algo sirven los divorcios después de todo, descubrió enseguida Bellow, quien solía definirse como “marido serial”, agregando con generoso egoísmo: “He dedicado una enorme cantidad de tiempo a las mujeres, y si pudiera volver a empezar lo haría de una manera completamente diferente... Me casé varias veces, y tenía perfectamente en claro cuáles serían mis fines para cada una de esas parejas; pero nunca pensé en los fines de ellas. Y así, de pronto, me descubrí una y otra vez arrastrado lejos de mis profundas prioridades”.
Y ya lo dijo él: literatura realista = víctimas.
Y de haber reincidido Esquire cualquier día de éstos con la maniobra estilo hit-parade, la situación no habría cambiado: Bellow –ganador de todos los premios importantes incluyendo el Nobel de 1976– continuaría en la cúspide y en el sol. Y Philip Roth (a quien, no está de más recordarlo, Bellow le robó una novia que no demoró en convertirse en Mrs. Bellow Nº 3), John Updike y Norman Mailer orbitando a su alrededor –felices, humildes o a regañadientes, según el caso– con la cabeza gacha.
Lo que es comprensible pero, al mismo tiempo, misterioso: está claro que las ficciones de Bellow –y su feroz e hiperreflexivo realismo sin trucos formales y rebosante de detalles sobrenaturales en su epifánica precisión– parecen por momento no haber envejecido del todo bien, quizá porque cada uno de sus libros se ocupa de momentos muy puntuales y pasajeros de la zeitgeist norteamericana. Es decir: Bellow no es ni aspira a la universalidad a partir de lo íntimo, pero sí consigue ser un novelista “histórico” en todos los sentidos de la palabra. Bellow no es Faulkner ni Fitzgerald ni el Hemingway de los cuentos, aunque sea más inteligente que todos ellos juntos. Su prosa está muy lejos de la belleza y potencia lírica de la de Cheever, pero es más afilada y aguda y muerde mejor. Bellow siempre dijo ser “poco sofisticado”, pero pocos más elegantes que él a la hora de dramatizar un pensamiento. Sus ligeros plots –en realidad bosquejos escenográficos– casi siempre sucumben al peso de sus contundentes ideas; pero aun así uno no para de preguntarse “¿Qué va a pasar ahora?”. Su lectura no es sencilla y, en ocasiones, suena a una versión high-brow de las turbulencias del reciente suicida Hunter S. Thompson; pero de pronto se congela en la más absoluta de las claridades cuando se trata de contarnos lo que se siente cuando se experimenta exactamente eso. Su “escuela” es más difusa, su “estilo” un tanto irregular y espasmódico; y –en lo que a mí respecta– Roth supo cómo superarlo casi enseguida con una aplicación mucho más sofisticada y moderna de lo metaficcional y lo sexual en los carnales Portnoy, Zuckerman y Sabbath.
Aun así Bellow llegó primero y abrió la puerta (aunque en la privacidad de sus Diarios Cheever, colega y admirador y amigo, se quejara con un “Mucho antes de que apareciera Augie March yo ya escribía en jerga en primera persona”) y se puso el sombrero. Y sonrió.
Y los “héroes” de Bellow –los nombres de Bellow– siguen ahí. Alcanza con abrir al azar cualquiera de sus libros para encontrarse con esa particular y exacta manera de posar los ojos sobre cosas y personas y, enseguida, pensarlas y, al ponerlas por escrito, dotar de un brillo entre heroico y esperpéntico a cualquiera que pase por ahí. La gloria de Bellow pasa por el modo en que combina inteligencia e ingenuidad, las inserta dentro de un hombre de papel y lo deja suelto y a ver qué pasa.
Y está claro que sin Bellow hoy no tendríamos a buena parte de Woody Allen (Hannah y sus hermanas y Crímenes y pecados y Maridos y esposas son films inequívocamente bellowianos; Allen, como Bellow, también parece fluctuar entre el drama y la comedia) y que entonces la etiqueta de gran escritor de “lo judío” habría sido aplicada a Isaac Bashevis Singer o a Bernard Malamud quien en Dubin’s Life fue casi más Bellow que Bellow. Lo que no quita que Bellow siempre se haya resistido a ser catalogado por sus orígenes religiosos y –al ser interrogado sobre el tema en una entrevista de 1973– se refirió muy claramente al asunto: “Todo eso es un invento de los periodistas, los críticos y los académicos. Soy muy consciente de que soy judío y americano y escritor. Pero también soy un fan del hockey. Y nadie habla de eso. Pareciera haber mil ictiólogos por cada pez en el océano. Y lo cierto es que no se le deben hacer preguntas del tipo ictiológico a un pez, porque éste jamás sabrá nada sobre ciencias. Yo estoy completamente seguro de no saber nada. En ocasiones asciendo a la superficie y asomo la cabeza por encima del agua y veo a todos estos tipos estudiándome, pero yo no siento la menor curiosidad o deseo de estudiarlos a ellos”.
De acuerdo, Bellow pintó su aldea como pocos y narró desde esa tensa línea que separa a la carcajada de la mueca y –nada es casual, las metáforas suelen ser boomerangs– muchos años después casi se muere al intoxicarse con un pescado traicionero. Pero también es cierto que lo suyo no tenía fronteras, que nunca demoramos en morder el anzuelo de sus libros, y que pocos como él supieron traducir a letras lo que es ser feliz, ser triste, ser inteligente, ser.
En 1997, en un programa para la BBC, Bellow fue entrevistado por su discípulo Martin Amis quien –con partes exactas de respeto y curiosidad– le preguntó qué pensaba respecto de la muerte. Bellow respondió claro y despacio: “Hay momentos a lo largo del día en que me siento como si ya estuviera contemplando mi vida pasada desde el Más Allá. A la edad que tengo ya me he familiarizado tanto con la posibilidad de una muerte inminente que es como si ya viera el mundo con los ojos de un muerto... En cuanto a la existencia de una vida después de esta vida... bueno... me resulta imposible creer en algo así; porque no hay ningún motivo ni evidencia racional de que así sea. Pero sí tengo una intuición que persiste y que no llega a ser siquiera una esperanza, porque tal vez lo mejor sería desaparecer por completo. Algo a lo que me gusta llamar ‘impulsos amorosos’. Pienso en cuán agradable sería volver a ver a mi madre y a mi padre y a mis hermanos. Ver otra vez a mis muertos. Y que ellos me cuenten todas las cosas que necesito saber y que tanto necesité que me cuenten durante todos estos años. Pero enseguida me digo: ‘¿Cuánto durarían esos momentos?’ Tenemos que imaginar a la eternidad como un alma consciente. Así que lo único que pienso es que, en la muerte, todos nos convertimos en aprendices de Dios. Y que entonces, por fin, nos son revelados los verdaderos secretos del universo”.
La muerte de Bellow ha sido una mala pero inevitable noticia –tenía 89 años de edad, después de todo–, pero algo de bueno y de inteligente trajo a estos días necrológicos y perturbados por alucinaciones vaticanas, luto monegasco y accidentadas nupcias windsorianas.
Y, suele ocurrir, obligó sin esfuerzo a la revisión apesadumbrada pero al mismo tiempo gozosa. Porque –digámoslo– Bellow es uno de esos escritores que se disfrutan todavía más en la relectura que en la primera visita. Bellow fue y es, también, uno de esos escritores cuya lectura cura y ayuda a una más pronta cicatrización. Y –no podía ser de otro modo– es Bellow quien ahora alivia la pena de saber que ya no habrá nuevos libros de Bellow; aunque, quién sabe, tal vez se publiquen los fragmentos de manuscritos abandonados como A Case of Love o All the Marbles Left.
Y, por supuesto, todos tienen su Bellow favorito y, en los últimos tiempos, el estruendo jubiloso de The Adventures of Augie March ha sido suplantado –en las simpatías de los estudiosos– por el sombrío eco de The Planet of Mr. Sammler (1970) o por esa variación temprana y kafkiana que es The Victim (1947). Y –si de novela corta se trata– existe un amplio consenso en cuanto a que Seize the Day (1956) nunca fue superada y que aguanta hasta su adaptación cinematográfica con Robin Williams en el rol protagonista.
En lo personal, a la hora de las largas distancias, me quedo con la desatada y casi alucinógena picaresca intelectual de Humboldt’s Gift (1975). Y, si se trata de ser breve, con esos dos relatos escritos casi al final –“By the St. Lawrence” y “Something to Remember Me By”– abriendo y cerrando sus Collected Stories (2001) y recordando desde el crepúsculo infancias y juventudes: esa prehistoria jamás fósil de todo escritor terráqueo y ese convencimiento inocente pero sabio al permitirse creer que “después de todo, es posible que en el universo existan verdades amigas”.
Y, claro, con esa foto: allí un Bellow horizontal –un anciano y sabio delfín– nos mira mirarlo sabiendo que, observándolo a él, nos vemos a nosotros y así, de golpe, en la portada de sus libros, creemos leer nuestro nombre.
De semejantes ilusiones ópticas está hecha la indiscutible certeza de los verdaderos clásicos.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.