Sábado, 11 de octubre de 2014 | Hoy
Meyerhold y el rigor del método al servicio de la revolución. Jarry como el lúdico precursor del surrealismo y la patafísica. Brecht y la necesidad de correr el velo fantasioso del encantamiento escénico. Artaud y el teatro encarnado en el cuerpo del actor. A partir de las obras de estos cuatro directores vanguardistas de comienzos del siglo veinte, el ciclo Invocaciones se propone, convocando a cinco directores contemporáneos –Silvio Lang, Mariana Chaud, Agustín Mendilaharzu, Walter Jakob y Sergio Boris–, abordar sus legados y sus figuras para indagar qué tienen para decir hoy y de qué modo sus idearios estéticos y artísticos podrían aportar a la renovación de la escena teatral porteña.
Por Angel Berlanga
Allá a lo lejos, sobre el escenario, quince actores y actrices jóvenes y bastante en cueros dan vueltas en óvalo, al trotecito, levantan un poco las rodillas y en simultáneo lanzan como un macheteo corto y veloz con los cantos de las manos, unos tajos imaginarios con los que van machacando el aire. El grupo cada tanto frena y entonces todos ejecutan a la vez una torsión, o una postura que se desarma con el chasquido de las palmas que se chocan, un salto que los cambie de dirección, una exhalación sonora sincronizada con un brazo que se extiende hacia arriba. Son algunos de los ejercicios biomecánicos con los que un siglo y pico atrás, en la Rusia agitadísima, Vsevod Meyerhold instruía a sus actores: rigor, autoconocimiento, orden, equilibrio. La muchachada sostiene su rutina física mientras el público entra a la sala A-B del Centro Cultural San Martín y va ubicándose en el butaquerío, del otro lado; hay veinte o treinta metros entre escenario y platea, y un proscenio en principio vacío y enorme como una cancha de básquet. Cuando los espectadores terminan de acomodarse, la tropa en ejercicio progresa en un deshilache de a uno, de a dos, que bajan del tablado y enseguida van poniéndose el vestuario que los espera en dos filas de butacas, una a cada lado del proscenio. Algunos se harán cargo de la música, otros cantarán, todos serán un coro en algún momento, interpretarán varios papeles inscriptos en diversos géneros, irán cambiando y progresando los roles: un caos ordenado que irá y vendrá en el tiempo, de la revolución de octubre a los pibes fisura de hoy. “Bienvenidos al freakshow del infortunio del teatro”, proclamará un guitarrista un punto furibundo, que en su canción mentará a Stalin y a Lenin, que prenuncia que no se verá aquí “la emoción del circo cubo-futurista”, que se asistirá a “la auténtica cara del auténtico circo del mundo, extraída de un torso profundo donde ya naufragó el corazón”, mientras “sigue minando las almas el dinero que todo subvierte”, en un mundo en el que “hace tiempo que ha comenzado la tremenda descomposición”. Comienzos: así empieza la puesta de Silvio Lang para invocar a Meyerhold, la obra que se estrenó el jueves y a la que se volverá unos párrafos más adelante, porque esta obra es, a la vez, el punto de partida del flamante ciclo Invocaciones ideado por Mercedes Halfon, que tendrá su continuidad cuando el jueves 30 se estrene en la sala Alberdi del Cultural San Martín el segundo capítulo de la serie, Jarry, Ubú patagónico, con dirección de Mariana Chaud. La experiencia se complementa con debates que se realizarán al final de algunas funciones, y la proyección de películas vinculadas a los capos invocados. En la primera mitad del año que viene sobrevendrá la segunda parte del ciclo, con el trabajo de Walter Jakob y Agustín Mendilaharzu sobre Bertolt Brecht y el de Sergio Boris sobre Antonin Artaud. “Silvio es un director que viene de la teoría, y la suya es una obra docta, con referencias que exceden por mucho a Meyerhold, en un espectro en el que caben desde Nicolás Olivari hasta Eisenstein o incluso el cantante Raphael –señala Halfon–. Es una constelación con distintos niveles de lectura y un despliegue visual desbordante.”
La idea del ciclo surgió hace un par de años, cuenta Halfon. “A partir de mi trabajo como periodista y también como investigadora, tenía acceso a una cantidad de material teórico poderosísimo de directores del siglo XX –contextualiza–. Por ahí me emocionaba leyendo un discurso que Meyerhold firma antes de que lo fusilen, o leía los textos de Brecht, y no podía creer la importancia que tenía para esos directores y su época el teatro. Igual Artaud y Jarry, gente totalmente entregada a su trabajo. En un momento me pareció que sería bueno que esos materiales, tan poderosos como ignorados en su mayoría por las nuevas generaciones de directores y actores de Buenos Aires, tuvieran una apropiación escénica, que pudieran volverse algo vital, que desbordara la lectura o el estudio. Entonces me puse a trabajar con Carolina Martín Ferro, que es la productora general a pensar las posibilidades concretas de realizarlo.” La elección del cuarteto a invocar tiene que ver con varios factores en común: la impronta singular de sus legados, la incidencia en una época y la vinculación con las vanguardias. “Todos tienen que ver con esa escena iniciática del siglo XX, muy fundante –dice Halfon–. Jarry es como un vanguardista avant la lettre, un precursor en sus rupturas, que retoman los surrealistas; bueno, Artaud formó parte del surrealismo propiamente y después tiene una evolución hacia la abolición del texto, del logos, de Dios. A Brecht su relación con el comunismo lo distanciaba un poco de esas cosas más juguetonas de la vanguardia, pero igual tiene su vinculación, toma nuevas tecnologías, coquetea con el futurismo. Y Meyerhold tiene relación con el constructivismo, que era la vanguardia que estaban funcionando en Rusia el momento en que él trabaja.”
En cuanto a los invocadores, la elección inicial se centró en que fueran directores jóvenes, pero que a la vez tuvieran cierto recorrido hecho, con una poética propia y personal. “De habernos inclinado por debutantes, más que diálogo habría habido una representación –dice Halfon–. Y es gracioso, porque a todos les pasa, sobre todo a los que están más avanzados con el trabajo, que hay como una tensión por imponer lo propio, por no dejar que el invocado los arrase.” A la hora de elegir se optó, además, por el camino de la afinidad. “Para el caso de Jarry, que es como el creador de la patafísica, por ejemplo, Mariana Chaud era ideal, porque tiene una vinculación en principio biográfica: su mamá estudiaba pintura con Eva García, que es la introductora de la patafísica en la Argentina –explica Halfon–. Mariana se acuerda, de chica, de ir a la casa de Eva García, un departamento mítico, donde había un mono embalsamado. Además su obra puede pensarse como patafísica, Mariana tiene obras sobre extraterrestres, sobre plantas que hablan, sobre una tribu de indios de la Patagonia bastante disfuncional.” Cuenta: “A Silvio Lang el que más le interesaba era Meyerhold, que propone un enclave teórico complejo: por un lado tenés la vanguardia, por otro el marxismo, el cabaret, reúne muchas cosas, y Silvio se sentía muy cerca de todo eso. En cuanto a Artaud, Sergio Boris viene de hacer una obra sobre ciegos, otra sobre travestis, mundos cerrados, medio asfixiantes, y eso lo emparentaba; además trabaja sin texto previo, y ésa es la idea que aporta Artaud a la teoría teatral, el no al texto. Y Brecht fue el más resistido, porque es el más canónico, y se puede pensar que es el más serio, pero yo pienso que no, que a Brecht siempre se lo toma por el mismo lugar, por el lado del compromiso político, pero tiene cosas muy divertidas, muy agudas, obras que son comedias, y me parecía que en ese sentido Walter Jakob y Agustín Mendilaharzu, que vienen haciendo también comedias con mucha inteligencia, podían abordarlo desde un lugar nuevo”.
Mientras tanto, en Freakshow del infortunio del teatro, el abordaje que Lang hace de Meyerhold, resuena un parlamento que ambos comparten: “El actor es algo más que un material, es una dinámica de trabajo consciente de que es una máquina –dice uno de ellos, el doctor Dapertutto–. El actor debe adiestrar su propio cuerpo para que éste pueda realizar instantáneamente las órdenes recibidas del autor y el director. Puesto que la tarea del actor es la realización de una determinada idea, se le exige economía de medios expresivos, de manera que logre la precisión de movimientos que le permitan la más rápida realización de la idea”. En consonancia con esto, Lang dice que fue poco lo que surgió durante los ensayos, que tras el trabajo previo de investigación, guión y dramaturgia que armó, y del diálogo con el equipo técnico-artístico (la música de Guillermo Vega Fischer, la coreografía de Alina Folini, el vestuario de Juan Gasparini), apeló a actores que pensó como buenos ejecutantes. “Como si fueran músicos sesionistas, que ejecutan lo que se toca en la orquesta –dice Lang–. Unos movimientos, unos textos, unos usos que ya estaban preestablecidos. No se trataba de improvisar ni de que ellos investigaran: el desafío era que ejecutaran eso. Y esto me pareció importante, como cierta relación con la actuación pragmática. Va y hace. Un pensamiento centrado en la ejecución. En ese sentido, también es un cuerpo revolucionario; el cuerpo revolucionario está intrusado por una idea, pero va y hace. Alain Badiou dice algo muy lindo: en el siglo XIX se organizó la revolución, la revuelta, y el siglo XX la realiza. Estar en el hacer produce una serie de sensaciones y pensamientos que quizás en otro estado, más reflexivo, no se despliegan. Hay una inteligencia del hacer que puede vinculársela con las últimas revueltas políticas, cómo se organiza el 15M, o en el 2001. Hay por supuesto un trabajo intelectual, pero está en el hacer. Esa capacidad del hacer colectivo es para mí la gran clave de Meyerhold del siglo XX.”
En el freakshow van sucediéndose el circo, el cabaret, el music hall, la farsa, el grotesco porteño, el teatro de ideas, el clásico dramático distorsionado: “Un Edipo Rey musical, un Otelo medio puto, una Electra que con Clitemnestra se vuelve el desparpajo casi clownesco del teatro de los ’80 en Buenos Aires, Urdapilleta y Tortonese en el Parakultural”, dice Lang. Para él, Meyerhold es un acontecimiento en la práctica escénica y política. “En Meyerhold está toda esa condensación de ideas y energía de principios del siglo XX, que es fabricar al hombre nuevo –dice–. Como emprender una aventura. Hay que destruir al hombre viejo y fabricar otra cosa. Al invocarlo me parece que está esa energía, ese frenesí, esa potencia revolucionaria. No la revolución sino su potencia, esa pasión por fabricar lo real. También aparece un ejercicio de aprehender un tono, una perspectiva, un cuerpo, porque la corporalidad que va a plantear para el teatro quizá también sea la que va a plantear la revolución leninista, un cuerpo del que hoy no sabemos mucho. Pero no es el cuerpo de los mercenarios del imperio estadounidense, es otro tipo de cuerpo y de ideas, tampoco es puro físico. Y esto me parece importante para la puesta en escena, porque si bien hay toda una producción a nivel de mensajes, por decir de algún modo, hay también toda una producción a nivel de sentido desde la solicitud a los actores: hay bailarines, cantantes líricos y de comedia musical. Se les pide casi lo imposible: tienen que bailar, hacer acrobacias, piruetas de riesgo, decir textos clásicos, tocar en una orquesta contemporánea, hacer coros al modo de Stravinsky. Hay un forzamiento, ahí, y eso implica cierto estado de la materia corporal de escena.”
Lang observa que el teatro argentino trabaja desde hace décadas en espacios muy cerrados, en pehaches, en garajes, en sótanos, y que esa arquitectura sobredetermina las narrativas escénicas. “En consecuencia, trabajar en grandes espacios implica otro tipo de narrativa y otra metafísica de la actuación, también –dice–. Ver actores que por momentos están a veinte metros de distancia es insólito en el teatro porteño. También ésta fue una batalla de Meyerhold: quitar los telones pintados, los bastidores, despojar los teatros, romper un poco el esquema naturalista de su época.” El caudal de géneros, situaciones, intensidades, registros también apunta a seguir el itinerario de este fenomenal renovador del teatro ruso, los materiales que abordó en sus diferentes etapas. “Me parece importante abrir la imaginería de las narrativas escénicas del teatro argentino contemporáneo –dice Lang–. Y que también se pueda asumir cierta actitud de mezcla, de pastiche. No es posmodernismo: se trata de hacer coexistir diferencias en un lugar, cosas que estén en tensión, en litigio. En términos de Rancière, la democracia como desorden, no como consenso. Me parece que nuestra percepción tiene que entrenarse en ese desorden democrático, sin melancolía. Sin la queja melancólica.” En ese tren, en la escena coexistirán, en algún momento, un Meyerhold que alude a las torturas del estalinismo con la irrupción de lo que Lang llama “los pibes fisura”, que parecen no entender el espacio en el que están y huyen de la policía. “En esa ida y vuelta constante en el tiempo, en esa superposición, me pareció que había que construir un cuerpo fusilado: quiénes son los fusilados de hoy –cierra Lang–. Quiénes son los que hay que eliminar, qué es lo trash del Estado, sus residuos. El Estado estalinista se deshizo de estos revolucionarios permanentes; para mí, en la actualidad, el sujeto a eliminar para esta sociedad es el pibe transa, un sujeto para el que todavía no se produjeron categorías ni para pensarlo. Quizá sea muy ideológico, pero confío en que en la escena se arme una corporalidad entre lo que llamamos los fantasmas de Meyerhold y los pibes fisura, que se van como entremezclando.”
Para Mariana Chaud abordar a Alfred Jarry para invocarlo implicó un volantazo rotundo respecto de las obras con las que venía trabajando, de corte realista, aunque chirriaran en ellas ciertos lugares comunes del sentido. “Empezás a leer cosas sobre Jarry, o a imaginar, y no sabés adónde te va a llevar”, dice Chaud unos minutos después de un ensayo de Ubú patagónico, en la Sala Alberdi del Cultural San Martín. “Porque no hay registros audiovisuales, y entonces hay que reinterpretar un poco desde el espíritu que uno cree que eso tuvo, por los textos sobre el teatro o por las crónicas de la época, a fines del siglo XIX –explica–. Uno de los ejes sobre los que trabajamos es lo avanzado que fue, en su momento, en cuanto a la trasgresión, a las rupturas que exceden el contenido. La palabra mierda, por ejemplo, aparece setenta veces durante la obra. La gente se enojaba porque un actor hacía de puerta, en un tramo; el decorado era un fondo único con palmeras, una chimenea, nieve... Como que no respetaba nada. Por eso no tuvo lugar hasta mucho después, cuando recién fue retomado por los surrealistas y los dadaístas: seguía siendo vanguardia.” ¿Y cómo se sostiene hoy aquel espíritu de provocación, cómo se incomoda o se desacomoda al público? “Un poco la preocupación fue ver qué era eso hoy, en qué consiste romper, transgredir –dice Chaud–. Intentamos varias cosas: una es no respetar un código escénico, un único lenguaje. Otra es poner cosas de estudiantina, trabajar desde un lugar de ambigüedad en el que no se elabora mucho más eso que se hace, se pone así, a lo bruto. Hay algo sobre la adolescencia, el espíritu adolescente de Jarry, que me parece muy interesante. Ubú, incluso, fue escrita en el secundario, en el liceo. Y él nunca organizó eso, no se profesionalizó, mantuvo esa frescura, ese delirio adolescente, esa excitación constante. Nunca maduró, en realidad.”
Y sí: un delirio lo que acaba de verse en el ensayo. Los cinco actores de la obra (Marcos Ferrante, Santiago Gobernori, Laura Paredes, Agustín Rittano, Fernando Tur) dislocan continuamente esbozos de personajes, o de hipotética construcción de sentido, y pueden bifurcarse, rebobinar, convertirse en vacas o en gallinas, cumplir con el mandato de que Ubú liquide al rey de Polonia, en un viaje que rocía de ácido la sexualidad, la verticalidad del poder, la uniformidad, las relaciones familiares. Hacia la mitad de la puesta se produce un quiebre anunciado: “Hasta aquí, Ubú rey; desde acá, no lo sé”, articula el quinteto. A Chaud no le cerraba ceñirse específicamente a una readaptación de Ubú, y por otra parte le atraen mucho los textos no teatrales de Jarry, así que en su puesta apareció esta ruptura con una segunda mitad, con lecturas del Doctor Faustroll o Los días y las noches. Aquí parece emprenderse un viaje al pasado, con una parada a fines del siglo XIX y un discurso sobre “el embrutecimiento militar”, y un desemboque en un grupo de indios con cautiva: ¿relacionado con Los sueños de Cohanaco, aquella obra con tehuelches que Chaud montó en 2010? “Sí, un poco pensé en eso –dice ella–. Por mi madre, tengo una historia y una relación con la patafísica. Como es la ciencia de las excepciones, hay algo de los extraterrestres y de los indios que siempre está en el centro. Lo que hoy podría considerarse bizarro, pero desde otro lugar. Es un mundo que me atrae mucho, el de los indios, pensar cómo sería y cómo habrá sido, es algo también de lo irremisiblemente perdido, y deja mucho espacio para la imaginación y la creación. Hay además una cosa familiar en el sonido, la Patagonia, lo patafísico.”
“La idea de invocar es algo bastante espiritual, casi –dice Chaud–. Medio esotérico. Quiero decir: por más que uno lea, se trata de un camino muy intuitivo, también. Yo tengo una imagen mental de Jarry, de cómo sería, por los relatos: iba maquillado por la calle, armado. Abordar su obra me parece una buena oportunidad para trabajar otra cosa, para extremar otra búsqueda, salirse de los lugares habituales hacia donde uno va en el teatro, y lo que uno ve. Es una propuesta bastante extrema: es invocar algo que está lejos. Y me atrae mucho.”
“En principio, me parece que el ciclo es una apuesta a intervenir sobre la escena del teatro porteño –dice Mercedes Halfon–. Yo creo mucho en lo que pasa con los ciclos: de pronto los directores se ponen a trabajar sobre un eje distinto y esa imposición que les viene de afuera produce un efecto nuevo en sus obras. En este caso se trata de un trabajo sobre la tradición de los innovadores: pensar sobre ellos produce, a la vez, una reflexión sobre el trabajo propio, qué es la dirección para ellos, cómo es su trabajo con los actores, cuáles son sus presupuestos visuales. Silvio, por ejemplo, en su trabajo con Meyerhold decidió hacer una obra de casi veinte actores, porque Meyerhold trabajaba así, les hablaba a las masas, el actor como obrero o soldado hacía un trabajo de agitación. Esto fue un desafío enorme, visualmente, a nivel organización, etc. En el caso de Mariana también sucedió que al ponerse sobre el tapete la idea de la ‘ruptura’ o de romper del modo en que lo hizo Jarry en el estreno de Ubú, aparecieron todos los vicios del teatro de nuestra época. ¿Qué puede ser rupturista hoy? Sólo una fractura expuesta de un actor”, dice ella. “La forma que encontró de poner a prueba esos hábitos, o la idea de lo que es ‘buen teatro’ para mí es extraordinaria. Jarryesca, patafísica y muy Chaud. Eso era lo que buscábamos con Invocaciones, un homenaje en unos términos peligrosos, sacrílegos, experimentales. Lo peor que podría habernos pasado sería haber hecho obras cultas, donde regodearnos en las referencias. Pero tanto Mariana como Silvio, y también lo que ya están pensando Sergio, Walter y Agustín, hicieron lo contrario. Invocar un espíritu del teatro desde la complejidad que esas personas llevaron a su época y el choque de sentidos que produce traerlos al Buenos Aires de hoy.”
Invocación I. Meyerhold, de Silvio Lang
Funciones: Jueves, viernes y sábados,
20 horas y domingos, 18 horas.
Sala AB estreno viernes 10 de octubre,
y durante 4 semanas.
Invocación II. Jarry, de Mariana Chaud
Estreno viernes 31 de octubre, 20 horas.
Funciones: jueves, viernes y sábados,
20 horas.
Sala Alberdi. Hasta el 13 de diciembre
Proyecciones:
Constelación Meyerhold:
El hombre de la cámara, de Dziga Vértov.
Sábado 11 de octubre a las 17 horas.
La Chinoise, de Jean-Luc Godard.
Sábado 18 octubre a las 17 horas.
Constelación Jarry:
Sopa de Ganso, de Leo McCarey
(protagonizada por los Hermanos Marx).
Sábado 15 de noviembre a las 17 horas.
El, de Luis Buñuel. Sábado 22 de noviembre
a las 17 horas.
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