Sábado, 11 de octubre de 2014 | Hoy
CINE En la tradición de los films que recrean los orígenes de la filmación desde el rodaje, El escarabajo de oro unió a dos directores, el argentino Alejo Moguillansky y la sueca Fia-Stina Sandlund, bajo los auspicios del festival danés CPH:DOX y la consigna un tanto peregrina de que uno de los directores debe ser europeo y el otro “no europeo”. Como sea, el resultado es muy estimulante: en el juego de cine en el cine, lo que en principio iba a ser una película sobre el suicidio de una escritora feminista se termina por convertir en la búsqueda de un tesoro de la Corona portuguesa en Misiones, lo que desata la ambición desenfrenada del equipo de filmación y una lúcida sátira sobre la corrección política.
Por Mercedes Halfon
La última película de Alejo Moguillansky posee no uno sino una serie de títulos superpuestos. El más preponderante, El escarabajo de oro –con el que se la vio y ganó el primer premio en el último Bafici–, es a su vez el nombre de un célebre cuento de Edgard Allan Poe, en el que está inspirada lejanamente la película. El segundo título, Victoria’s Hämnd, es la denominación con la que se conoció en el país de la codirectora del film, Fia-Stina Sandlund. Victoria es Victoria Benedictsson, una escritora protofeminista sueca del siglo XIX que es, digamos, el segundo disparador del relato. Pero no queda ahí la cosa. En los mismos créditos aparece un tercer y último título, La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, ya no como nombre, sino como origen de la historia, con la aclaración “adaptada a la pantalla desde el punto de vista de los piratas”. Todos estos nombres aparecen en cursiva, entrecomillados y sobre un fondo en la gama de los marrones, en una secuencia inicial que parece todo un homenaje al cine clásico. Son muchas las referencias, pero no hay que marearse, todas se incorporan como capas de colores y líneas punteadas en el hermoso mapa de la película. Poniendo atención y a veces apenas nublando la vista se puede ver todo el singular dibujo que la gracia y astucia de este director argentino ha sabido trazar.
La historia de El escarabajo de oro comienza con un casting en una enloquecida productora de cine. Como La película del rey de Carlos Sorín o como La noche americana de Truffaut, se muestra un rodaje desde su inicio, con toda la ansiedad, la tensión y la cantidad de voluntades eufóricas que se cruzan en una realización de estas características. El proyecto que van a filmar, según se cuenta rápidamente, se inició a instancias de una fundación sueca. Estos datos son estrictamente reales y en eso radica gran parte de la gracia: El escarabajo de oro es una ficción sobre la filmación de El escarabajo de oro. Es por eso que se funden en el film personajes y personas: Mariano Llinás hace de Mariano Llinás –en una versión mucho más moderada de sí mismo, pero respetando su rol de productor y mentor–. Rafael Spregelburd hace de Rafael Spregelburd –en una versión ajustada en cuanto a su oratoria descollante, pero falsa en cuanto a los fines para los que usará esa capacidad–. Walter Jakob también, las bailarinas Luciana Acuña y Agustina Sario también hacen de sí mismas y muchos cameos más. Alejo Moguillansky cuenta: “El escarabajo nace de una iniciativa del festival danés CPH:DOX de juntar a dos directores en algo a mitad de camino entre la experimentación artística y la caridad al tercer mundo. La única regla, tan políticamente correcta como esotérica, era que uno de los directores debía ser un europeo y el otro un habitante de la periferia, o en sus palabras, un “non-European”. La europea resultó ser Fia-Stina Sandlund, una ultrafeminista que viene del arte conceptual, el activismo y que supo liderar hace una década un afamado grupo de acciones autoproclamado “Unfucked-pussy”. El otro pobre diablo resulté ser yo”. Este conflicto de intereses, estas concepciones puestas a dialogar y sentir la barrera idiomática, estructuran El escarabajo de oro.
En esta loca productora, donde actores y técnicos se deslizan como pasajeros del 60 en hora pico, se pasan bebés de brazo en brazo, mates de mano en mano, se espera la llegada de “los productores europeos”. En principio, el tema del film a rodarse es el suicidio de la escritora feminista Victoria Benedictsson, ocurrido en Copenhague a fines del siglo XIX. Pero todo el proyecto va a tambalearse con la aparición de Spregelburd con un dato extravagante: hay un tesoro de la Corona portuguesa escondido en la provincia de Misiones con el que podrían quedarse, si logran descifrar un mapa que él mismo porta. Lo único que necesita es una buena coartada para buscar el tesoro sin levantar sospechas y es ahí cuando la filmación se convierte en la excusa perfecta. Como el tesoro parece estar escondido muy cerca de un pueblito llamado Leandro N. Alem, los realizadores argentinos del film deciden reemplazar a un suicida por otro y, en vez de Victoria Benedictsson, la película será sobre Alem, el político argentino pionero del radicalismo que también se suicidó. De nada sirven los insultos de la feminista Fia-Stina en el teléfono, que pregunta irritada: “¿Era el movimiento radical de Alem feminista?”. Con un clásico chamuyo argentino, estos artistas embaucan a los productores foráneos –uno francés y uno alemán– y los convencen de dirigirse hacia Misiones.
A partir de allí la película se vuelve una mezcla de road movie con Slapstick comedy: los actores juegan a la pelota sobre playas litoraleñas, comen asaditos, descifran mapas, hablan por teléfono desde la ruta, filman escenas ridículas con tal de contentar a los productores y seguir fantaseando a escondidas con el tesoro enterrado. Todo esto pasa en El escarabajo de oro, que es también una película reflexiva y política sobre el colonialismo histórico, el neocolonialismo y algo así como el colonialismo culposo, o el supuesto progresismo que empuja a Europa a financiar artistas del Tercer Mundo en base a sus propias ideas de lo que el Tercer Mundo es y debería representar acerca de sí mismo. Pero lejos de mostrarse duramente acusadores, estos realizadores locales esbozan la crítica a la vez que muestran su peor costado. Se convierten en una versión degradada y mucho menos temeraria de los piratas de Stevenson: sólo unos chantas que intentan dar el batacazo, apropiarse de una improbable fortuna aprovechando su cultura, su refinada oratoria, y la inocencia y corrección que vienen de Europa. El continente que, en última instancia, empezó con el saqueo.
Como decíamos en un comienzo, El escarabajo de oro tiene tantas referencias como un mapa. Es una película docta, como todas las de la productora independiente El Pampero. Hay un coro de espíritus que asedian el relato, fundamentalmente dos, que son a su vez dos modos de la literatura: Edgard Alan Poe –un escritor para el que todo puede ser explicado desde su sombrío cuarto en compañía de un pájaro negro– y Robert Louis Stevenson, un escritor del afuera, arrojado a la aventura y lo extraordinario.
A su vez, hay personajes históricos que son tomados literalmente y recreados en el film: Leandro N. Alem, de quien se leen en off –por la bella y cavernosa voz de Hugo Santiago– fragmentos de sus discursos, sin duda fundantes de la Argentina de fines del siglo XIX. Un ideario tan puro que como fondo torna cualquier proyecto artístico o político actual en un asunto opaco de una manga de rufianes. Por otra parte, aparece Victoria Benedictsson –una fugaz aparición de la gran Andrea Garrote–, la feminista suicida, personaje responsable de que la cuestión de género aparezca en la historia. El feminismo aparece un poco burlonamente al principio –un problema de los países que tienen las necesidades básicas satisfechas–, pero luego tiene su propia vuelta de tuerca final.
Por último, la música de Gabriel Chwojnik, el compositor que trabaja habitualmente en el Pampero Cine, es una capa fundamental, la que imprime más color. Cada aparición de sus orquestaciones trae una alegría loca que recuerda a Mozart y funciona como un hilo conductor de la historia, que vuelve a esos leitmotiv, apropiándose de su ritmo y exquisitez.
Todo esto resume y despliega El escarabajo de oro. Sin dejar por eso de ser una comedia rítmica, atolondrada, que fuga hacia adelante, que basa su encanto en la melancólica simpatía de sus protagonistas. Y que tiene como faro una búsqueda improbable de un objeto imposible. ¿Y no es ese el germen y el destino de cualquier objeto artístico?
El escarabajo de oro se puede ver los sábados 18 y 25 de octubre, y 1 y 8 de noviembre a las 20 en el Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415. Y los domingos 19 y 26 de octubre; 2 y 9 de noviembre, a las 19 en BAMA, Roque Sáenz Peña 1150.
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