Sábado, 11 de octubre de 2014 | Hoy
Por Rafael Spregelburd
Al momento de rodar, las consignas de esta película nunca fueron pronunciadas con suficiente claridad. Pero ahora, a la distancia, estoy convencido de que la clave está en esa frase que Alejo Moguillansky (el personaje que oficia de director de la película de Alejo Moguillansky) escribe para que diga Rafael Spregelburd (el personaje que interpreto en la película) en las secuencias iniciales: “Finjamos estar filmando una película”. Esta frase resuena en el resto de la historia como un mantra sigiloso, una rima consonante que atrae hacia su estigma poderoso todos los radicales sueltos de esta historia infinita.
Filmar, fingir. Ser, no ser. La idea de fingimiento, de estafa, de panacea telúrica para sortearse el laberinto es tan inherente a la tragedia argentina como lo son el buen humor, el valor de la amistad, la introspección, la sospecha. El rodaje feminista será la coartada para excavar en los zanjones de un país mordisqueado por todo tipo de alimañas y desastres: del arte cinematográfico a la piratería (tal como la entendiera Robert Louis Stevenson) sólo hay un cuadro de distancia. Hay que engañar a los productores europeos en mil lenguas, hay que engañar a la codirectora escandinava que dirige por teléfono (allí donde llega la señal), hay que engañar a las actrices contratadas burdamente para encarnar el feminismo, que a nadie importa. Hay que engañar para que nos dejen entrar al Palmar de Colón, y si no se logra (no se logra), hay que fingir que unos eucaliptos al borde de la Ruta 14 son palmeras. Hay que engañar a los jesuitas con argumentos franciscanos y a los franciscanos con chismes de jesuitas y con promesas de tajadas de tesoro.
Esta es la historia de una aventura dentro de otra. “Finjamos estar filmando una película” no significa solamente hacer caso omiso de los imperativos narrativos del cine al que la industria, los festivales o el nuevo cine nos tienen acostumbrados, sino que implica –sobre todo– resolver problemas insolubles mediante el método psicótico pero eficaz de ir creando otros problemas. La idea de peripecia, tan cara a las películas de aventuras, trazó el resto del recorrido sobre las tierras de Urquiza, las escondidas ruinas de jesuitas humillados, los zaheridos bolsillos de improvisados productores. El teatro, pobre en recursos e infinito en imaginación, le achaca al cine su abrumadora dependencia del dinero y de sus entes ponedores; esta película le debe al teatro local algunas de sus lecciones más nobles pero a la vez le refriega por la cara el regalo más preciado que da el cine: el de la aventura real, no la metafórica.
Una aventura que siempre es la del hombre.
La película es apenas una travesura enorme, una visita a los motivos nostálgicos de la amistad, una insensatez colgada de una rama a punto de partirse. Esa rama es el mundo y ya estaba quebrada desde antes. Filmar con dineros inexistentes, prestar los nombres y que no nos los devuelvan, anclar el alma en cada toma y reírse después de la pretensión mordisqueando un sandwich mal armado son todas cosas que hacen de ésta una película incómoda y graciosa por donde se la mire. Sí, es imposible esbozar lo complejo sin herir las sensibilidades de unos cuantos.
En vez de argumentar sobre lo equivocado que es el mundo, El escarabajo de oro se pierde en el puro pecado, la autosimilitud, el reflejo distorsionado. No es irónica. No es asertiva. Se parece a lo real porque cuando dijimos “finjamos estar filmando” también dijimos: “Pero finjamos bien, muy bien, y que nadie pueda separar lo uno de lo otro”. Las barbaridades que enuncia ese personaje, ese Rafael Spregelburd temible y vanidoso de la película, podrían confundirse con lo que piensa en su vida real quien firma estas palabras, pero las diferencias son sensibles: no olvidemos que sólo estamos fingiendo filmar una película. La película no sería nunca así. No sería nada si fuera en serio. Curiosamente, a quienes la hicimos, a los que no vemos trampa porque siempre estuvo claro que era fingimiento, se nos estruja el alma como un trapo cada vez que suena el acordeón, más funerario que el invierno escandinavo; cada vez que esa Suecia replantada en Misiones baila ilusionada y colorinche alrededor de un falo estúpidamente clavado en tierra enrojecida de vergüenza; cada vez que Alem profetiza sobre el fin de su vida, que es el fin de muchas otras cosas.
Y si sirve para arruinarles el final, para que no esperen en vano que las cosas se ordenen como en una mercería, aquí va la única enseñanza que puedo extraer a ojos cerrados: el tesoro está siempre en otra parte. Para encontrarlo sólo hay que salir a correr de a muchos y en todas direcciones.
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