Domingo, 4 de enero de 2015 | Hoy
Por Ana María Shua
¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? es el nombre de un libro de cuentos de Raymond Carver. Tan complejos, tan variados son los sentimientos que englobamos en ese único nombre cargado de prestigio, que no es posible discurrir sobre el amor sin establecer ciertos límites, clases y tipologías que definan nuestro objeto.
Los perros aman a sus dueños. Los gatos no se sabe. Los padres aman a sus hijos (y si no, lo disimulan). Sólo el ser humano es capaz de reír, de llorar, de saber que morirá y de amar apasionadamente. A tal punto esa capacidad lo define que el amor, como la muerte, es parte de la esencia misma del arte universal. Estamos hablando del amor en primavera/verano. Cierto olor en el aire, la sensación de la brisa (aun la brisa contaminada de la ciudad) sobre la piel progresivamente al descubierto, el polvillo de polen que perturba a los asmáticos, nos confina a la forma más misteriosa del amor: el enamoramiento, la pasión, la ilusión de eternidad.
Los historiadores de la cultura ubican la entrada triunfal del amor moderno hacia fines de la Edad Media, cuando surgió en la clase noble el fenómeno del llamado “amor cortés”. Es cierto que esa compleja figura que disociaba el amor de su componente sexual prefiguró la idea del amor romántico. Es cierto que a lo largo de la historia la sanción social del amor ha ido modificándose y sigue cambiando hoy como siempre. Pero la literatura de todos los tiempos, de todas las culturas, nos muestra que el amor desaforado, la pasión entre dos seres humanos que se han elegido arbitrariamente el uno al otro y ya no pueden revocar esa elección es tan antigua como la constitución misma del hombre en su abandono de la animalidad.
Digo entre dos seres humanos y no entre hombre y mujer, porque así fue siempre. Allí están, para probarlo, los versos de Safo, la mujer que inmortalizó su amor por otra mujer hace ya tanto tiempo: Cuando tu cuerpo perfumado con aceite de nardo, delicada muchacha en flor, dejaba salir el deseo... Allí están las reflexiones de Platón, que intenta explicar en El banquete ese deseo que todo enamorado conoce, el ansia de trascender los límites de la carne para fundirse en un solo ser con la persona amada. Postula, Platón, la existencia previa al hombre de unos extraños humanoides (doble hombre, doble mujer o un doble ser mixto) a los que Júpiter, celoso, ha dividido, creando la raza humana. Cada uno de nosotros es sólo una mitad imperfecta, que busca toda su vida la parte que le falta y a veces tiene la suerte de encontrarla.
El amor es temible, arrasador, destructivo. Hermosa eres, querida mía, y llena de dulzura: bella como Jerusalem, terrible y majestuosa como un ejército en orden de batalla. Aparta de mí tus ojos, pues me han hecho salir fuera de mí, y me enloquecen, dice el Amado a la Amada en el eterno Cantar de los Cantares.
Freud, ese anatomista del alma, compara el amor apasionado con el dolor, por su capacidad para apoderarse de la conciencia. Su parecido a una enfermedad en sus efectos debe ser el motivo que convierte la pasión en un sentimiento socialmente reprobable. El estado de pasión nos idiotiza desde el punto de vista de todos aquellos que no sean nuestro objeto amado. De ahí que los adolescentes, presas fáciles de la locura de amor, sean tan poco confiables. No es que los adultos ya no puedan amar apasionadamente. Pueden y lo hacen. La experiencia hace la diferencia. Romeo tiene diecisiete años, Julieta tiene trece: pasión o muerte es su destino. Si hubieran sobrevivido, si Romeo hubiera llegado, digamos, a los treinta y siete (Julieta estaría cerca de cumplir treinta y cuatro), si se conocieran sólo entonces, su sentimiento sería quizás exactamente el mismo. Pero sabrían ya que todo pasa, que la pasión sólo es eterna mientras dura.
Apartémonos por un momento de la cultura occidental. Veremos que las literaturas orales de pueblos en verdad apartados no nos muestran un panorama muy diferente. Lastimeras quejas de amor en quechua esperaban a los españoles antes de la conquista. Historias de amor se cuentan entre las leyendas y los cuentos populares de los aborígenes australianos, y los indios iroqueses hablan de los amores prohibidos, por ejemplo, entre una mujer terrestre y un hombre-trueno.
Pero como todo exceso es reprobable, y la pasión en sí misma es un exceso, es preferible no llevarla hasta las últimas consecuencias. Como autora de ficción y a modo de advertencia a los jóvenes, permítanme una brevísima historia moral que debería inducirlos a precaverse contra la violencia de sus propios sentimientos.
“Nos amamos frenéticamente fundiendo nuestros cuerpos en uno. Sólo nuestros documentos de identidad prueban ahora que alguna vez fuimos dos y aun así enfrentamos dificultades: la planilla de impuestos, los parientes, la incómoda circunstancia de que nuestros gustos no coinciden tanto como creíamos.”
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