NOTA DE TAPA
Radiografía de un país plebeyo
De Revolución y guerra a La Argentina en el callejón, Tulio Halperín Donghi es uno de los pocos historiadores argentinos que ha recorrido todas las épocas del país. Su último libro, La Argentina y la tormenta del mundo, indaga en las ideas y las ideologías de un período fundamental: el de que va de 1930 a 1945. De visita en la Argentina invitado por la Maestría en Historia de la Universidad Nacional de Luján (donde dictó un seminario sobre Historia Argentina Contemporánea), antes de volver a su cátedra de Berkeley Halperín Donghi aceptó hablar con Radar. En la siguiente entrevista, pone en perspectiva más de un siglo de vida política y explica en qué consistió realmente la denuncia moral de Lisandro de la Torre, qué querían los nacionalistas, hasta dónde se remonta la discusión sobre los servicios públicos, cuáles son los antecedentes del antiimperialismo vernáculo, si se puede considerar a Perón un nazi y por qué al mismo tiempo la democracia avanzó y retrocedió con el peronismo.
Por Martín Granovsky
Tiene 77 años, siete menos que Eric Hobsbawm, pero no planea escribir sus memorias y, por lo visto, tampoco está dispuesto a convertirse en un historiador en retiro. Cuando la dictadura de Juan Carlos Onganía resolvió arruinar la universidad a bastonazos, Tulio Halperín Donghi comenzó a enseñar en Oxford y luego en Berkeley. En los últimos años deja California dos meses al año y se instala en la Argentina para dar clases y seguir de cerca el proceso político. Le cabe bien la anécdota del medievalista Henri Pirenne, que cuando llegaba a una ciudad pedía ver el mercado y no los archivos. “Soy historiador, no anticuario”, ironizaba ante sus amigos. La ironía también le cabe bien a Halperín Donghi, como lo demostraron sus argumentos, siempre acompañados por la mirada de un tipo que se divierte con la polémica, en la charla con Radar a raíz del libro que acaba de editar en Siglo Veintiuno, La Argentina y la tormenta del mundo. Ideas e ideologías entre 1930 y 1945.
¿Se puede contar el final de un libro de historia?
–Está permitido.
Usted dice al final que en el ‘45 todo el mundo fue vencido y convencido. Todo el mundo menos la Argentina. ¿Por qué?
–Por las razones que trato de sugerir allí mismo. Juan Perón logró redefinir la alternativa argentina de ese momento y la sacó de la temática que era la de ese momento porque en ella no estaba teniendo un papel muy satisfactorio. Eso fue una historia interrumpida. Y se mantuvo a partir de entonces.
Pero Perón podría no haber tenido éxito en su intento. ¿Por qué tuvo apoyo?
–Porque efectivamente eso muestra la ventaja de una persona que ocupa el poder y sabe usarlo. En el fondo, el peronismo había sido inventado por Ernesto Palacio en Nuevo orden. De alguna manera sus artículos describían una especie de reformulación del fascismo como movimiento de liberación nacional. Antiimperialista, etcétera. El problema de Palacio es que, naturalmente, lo publicaba en un periódico que en cada número decía que si la gente insistía en no comprarlo iba a verse obligado a cerrar. Por lo tanto no tenía impacto. Cuando esa política comenzó a desplegarse desde la Secretaría de Trabajo y Previsión haciendo cosas concretas, desde luego tuvo una eficacia distinta. Demostró que podían cambiarse ciertas cosas que tocaban muy de cerca a la gente. El voto, entonces, era más útil si se lo dedicaba a dirimir esas cosas.
¿Usted votó ese día, el 24 de febrero de 1946?
–Desde luego. Y desde luego no voté por Perón.
Votó por la Unión Democrática.
–Efectivamente.
¿Por qué?
–Porque me parecía obvio. A esta altura no tiene sentido preguntarse por qué, cuando no me lo pregunté en aquel momento.
¿Fue un voto automático?
–Voté lo que me parecía adecuado. Y lo que yo voté no me parece lo más importante que pasó ese día.
A mí tampoco.
–A pesar de todas las calamidades que siguieron, fue una decisión en cierta medida perfectamente explicable del electorado.
¿Perón aparecía para la Unión Democrática como una ambigüedad o como un peligro?
–Como un peligro. Perón era nazi, cosa que no era totalmente calumniosa.
¿Usted dice que era nazi o que era visto como nazi?
–Que era visto como nazi. Y además con Perón pasa una cosa muy curiosa. No creo que fuera nazi, en la medida en que no tenía definiciones ideológicas tan precisas. Pero sucede una cosa muy notable. Basta revisar los archivos existentes en historia oral sobre dirigentes peronistas para darse cuenta de que era visto como un líder muy poco confiable, muy pocoleal con sus seguidores. Puede ser que el único gesto generoso de toda su vida política fuese el apoyo a los criminales de guerra. Eso sugiere algo.
¿Sugiere interés, pacto, dinero...?
–No tengo la menor idea. Es un tema que me parece interesante y para el cual no tengo la respuesta.
Usted dice en el libro que el peronismo era combatido a la vez por su apego a las clases populares, a las que representaba, y por la vocación de monopolio de poder. ¿Cuál era el aspecto más importante?
–Depende de quién lo mirara. Para las clases populares, el apego a ellas era decisivo. Para buena parte de los enemigos también, y para otros era decisiva su manera de gestionar el poder.
Con Perón, ¿la democracia avanzó o retrocedió?
–¿En qué período?
Desde 1946. Hablo del primer peronismo.
–En esa etapa la democracia avanza y retrocede. Se instala una especie de régimen plebiscitario, con una visión unanimista, y eso es lo que paradójicamente destruye al régimen peronista. En el fondo el fascismo tenía una tarea mucho más fácil. No afectaba demasiado el perfil de la sociedad, y en esa medida era un movimiento percibido como conservador. Le bastaba con tener consenso. El peronismo, en cambio, no. Introducía transformaciones tan fuertes que en su caso el consenso era imposible de alcanzar. Por eso una manera más democrática de gestionar el poder hubiera sido conveniente para todos.
¿También para el peronismo?
–Sí.
¿La sociedad plebeya había comenzado con la llegada de Hipólito Yrigoyen al gobierno, en 1916?
–Desde antes. La Argentina empieza a constituirse en una sociedad más plebeya que la brasileña o la chilena desde que empezó. El yrigoyenismo refleja las consecuencias políticas de un dato previo.
¿Desde que empezó la Argentina, dice usted?
–Sí. Rosas y San Martín se quejaban de eso. San Martín decía que en Chile la gente sabe respetar a sus conductores, y que en la Argentina no. Rosas decía que a él le hubiera gustado ser unitario, pero que la Argentina era un país de una sociedad sin aristocracia, por lo cual la unidad era imposible y el federalismo aparecía como algo cantado. Esas son percepciones muy tempranas de algo que se mantiene todo el tiempo.
¿La década de 1880 intenta corregir ese proceso?
–Bueno, de nuevo aparece esa suerte de paradoja. Sarmiento decía que en la década del ‘80 gobiernan aventureros sostenidos por la hez de la sociedad. Efectivamente es una descripción muy negativa. Pero cuando piensa en la máquina de (Miguel) Juárez Celman, que era la de su hermano Marcos Juárez en Córdoba, ve que se trata de una descripción negativa de un proceso real. Lo que faltó siempre en la Argentina, me parece, es lo que podríamos llamar un régimen notabiliar. Como en Chile. Aun lo que se llama la oligarquía tenía que funcionar en contacto con las masas. Eso ya lo había percibido la generación del ‘37, que lo veía como un problema, como algo negativo, pero como un fenómeno presente.
El peronismo continúa con esa tendencia.
–Y la exasperó.
En todo caso, también en doble sentido, porque el peronismo supuso un gran
proceso de integración social y política de masas nuevas.
–Sí.
Y de dinámica de esa integración, ¿no es cierto?
–Yo lo diría así: en el peronismo, la integración debía ser controlada. Lo que había sido primero un proyecto de la corporación militar, que venía a reemplazar a la vieja elite política, se transformaba en un proyecto personal de Perón. Y ese proyecto evidentemente era muy difícil de llevar adelante.
¿Por qué usted define al fascismo como conservador y al peronismo no?
–El peronismo redistribuye cerca del 10 por ciento del producto bruto del capital al trabajo. Eso es una de las cosas más radicales que se pueden hacer en el marco del capitalismo. Estoy convencido de que en la Argentina hubo una sola revolución de veras, la revolución peronista.
Carlos Escudé sostiene que como la Argentina no apostó a los aliados en la Segunda Guerra Mundial, en lo que a su juicio fue una decisión estratégica equivocada, después los Estados Unidos invirtieron en Brasil y no aquí. ¿Comparte esa tesis?
–La decisión estratégica fue equivocada, sin duda. Apostar tan fuerte por el Eje, por el bando perdedor, no puede ser sino un error. Y eso refleja una visión equivocada del papel de la Argentina en el mundo. En lo que Escudé se equivoca es en la noción de que si la Argentina hubiera seguido la política que él preconiza hubiera recibido tantas ventajas como Brasil. No podía recibirlas porque Brasil ya tenía otros elementos que lo favorecían. Uno de ellos, efímero pero importante, era su ubicación frente a Africa, y era también su condición de país en el cual los Estados Unidos tenían más interés en consolidarse.
La economía brasileña, además, no era competitiva con la norteamericana.
–Buena parte de lo que producía la Argentina tenía cerrado el mercado norteamericano. La Argentina era un país que estaba madurando muy rápidamente. Yo diría que no sólo madurando: envejeciendo. Brasil, en cambio, ofrecía una inmensa mano de obra a ser incorporada. Brasil tenía una frontera económica capaz aún de una expansión enorme. No pasaba eso con la Argentina. En el fondo, Escudé, mientras reprochaba eso al pasado, proponía una política acerca del presente. Y lo que ocurre es que hay que admitir, por triste que sea, que la posición de la Argentina en el mundo hace que sus cambios de política no interesen tanto como en otra época.
Parece que no son tan relevantes como la propia Argentina piensa.
–Bueno, parece que no.
Halperín, ¿qué desesperaba al conservador Matías Sánchez Sorondo? ¿El espíritu plebeyo o el “peligro” de la democracia representativa?
–Él tenía una visión totalmente facciosa. Consideraba que un gobierno radical llevaría a la disolución nacional. Y lo creía sinceramente. Lo que le preocupaba era eso. Sánchez Sorondo fue uno de los que resultaron enloquecidos por Yrigoyen.
¿Cuál era el origen de la locura?
–Yrigoyen era un fenómeno para ellos incomprensible. Un señor que no se sabía por qué –y él tampoco lo explicaba– siempre les ganaba. La idea de que el radicalismo es algo que avanza constantemente, imposible de parar, ponía nervioso a cualquiera de sus enemigos. Eso es lo que estaba detrás de Sánchez Sorondo, un hombre muy curioso. Por un lado tenía esas obsesiones y por otro lado era muy inteligente. Se advierte en sus discursos en el Senado, que pasan del delirio a observaciones extremadamente agudas. Además, él vivía en los ‘30 muy intensamente el problema creado por la crisis: la idea, que se había hecho carne en muchos, de que el capitalismo podía estar en agonía. Eso también explica su ansiedad.
¿Por qué usted vuelve ahora a los años ‘30? Encuentro elementos comunes con su viejo libro sobre el revisionismo histórico.
–Para empezar, el tema. El revisionismo histórico tal como maduró en la Argentina es un fruto del clima de los ‘30. De todas maneras, el nudo del problema político argentino empieza en los ‘20 y no en los ‘30.
¿Por qué en los ‘20?
–Es el fracaso de la primera democracia argentina. Y en los ‘30 es cuando se abre el abanico de reacciones frente a ese fracaso.
–¿No fue determinante el impacto de la crisis internacional del ‘30?
–Sí.
–En su libro, sin embargo, no aparece con fuerza.
–Es determinante en la medida en que es vivida por un país que no tiene un gobierno aceptado como legítimo por todos. Eso es lo que hace que la política económica seguida en esa década, que no es tan original como sugiere Raúl Prebisch ni tan anómala como sugieren sus enemigos, sea considerada una política criminal. Lo cual es absurdo, evidentemente.
¿Criminal por los negociados o intrínsecamente criminal?
–Intrínsecamente. Es una política al servicio de un sector muy chico de la sociedad y sacrifica a todos los demás. Empiezan criticándola cuando las cosas van mal y deben seguir criticándola cuando las cosas van mejor. Por eso la crítica se hace cada vez más moral.
¿Cuál es el signo que marca el fin de la etapa más dura de la crisis del ‘30 en la Argentina?
–El cambio de clima aparece marcado por la gran huelga de la construcción de 1935. Es posible porque ha comenzado el boom de la edificación en alto.
–Hay empleo.
–Sí, y dinamismo económico. Un dinamismo que se mantendrá hasta el ‘47 o el ‘48.
–Cuando usted dice “moral”, ¿quiere decir ideológico?
–No, no, moral, moral. Se ve en el debate de las carnes. Lisandro de la Torre lo transforma en un debate sobre si el ministro (Luis) Duhau era coimero o no. El debate comienza cuando se calla De la Torre y empieza a hablar, por ejemplo, Sánchez Sorondo, y explica en dos páginas magistralmente cuál era el problema. En la oposición hay un desconcierto muy grande sobre qué se le puede reprochar a la política del gobierno. De la Torre, por ejemplo, reprocha al Banco Central ser un disimulado banco de Estado, y señala que Federico Pinedo trata de escudarse en el prestigio de sir Otto Niemeyer (el asesor británico en la creación del Banco Central de la República Argentina) cuando sir Otto había propuesto una solución totalmente diferente. Por otra parte, hay ya quienes desde luego lo acusan de lo contrario.
La denuncia del imperialismo, que usted describe en el libro, ¿también es moral o el fenómeno es real?
–Es revelador que el texto que contiene la palabra imperialismo sea un texto de los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta, que en el fondo no se ocupa del imperialismo. Ven en el tratado de Londres un ejemplo del pensamiento “ilustrado” de lo que ellos llaman “oligarquía”.
¿Centrarse en la crítica moral es una característica permanente del debate político argentino?
–Sí, en la medida en que la crítica moral es siempre la más fácil. No quiero decir que sea irrelevante. Significa que a veces no hay más argumentos y se busca lo más obvio.
Para no hablar de 1990, está el ejemplo de la década de 1890.
–Claro. Y sucede cuando los resultados de una política empiezan a mostrarse negativos, cosa que pasa luego del período de aplicación. Para tomar un ejemplo cercano –lo que hemos vivido en los dos años pasados–, uno se pregunta si no se trató de una revulsión frente a la convertibilidad o una suerte de nostalgia de la convertibilidad. A veces da la impresión de que la gente le reprocha a la convertibilidad que haya terminado. Y lo mismo ocurrió en 1890. Mientras la economía siguió adelante, en los años 1880, había un notable consenso. Se vino abajo cuando la bolsa se vino abajo.
Pero en los ‘30, según usted, habría
ocurrido lo contrario: se reforzó la crítica moral justo cuando la economía empezó a recuperarse.
–Eso hizo que la crítica moral tuviera tan poco eco. De la Torre llamaba a los hacendados argentinos a convencerse de que lo único que tenían que perder eran sus cadenas y proclamaba, de paso, porque le gustaba ese papel, que estaba más solo que nunca. Era cierto: usted no puede convencer a la gente de que está siendo arruinada cuando no lo está.
También en los nacionalistas hay una
parte de crítica moral.
–Más tarde. Pero el que enseñó cómo armar un escándalo fue De la Torre con las carnes. No estoy muy seguro de que hubiera un terrible escándaloreal, pero a partir de ahí el procedimiento fue seguido. Luego, con el escándalo de El Palomar, una alianza de los nacionalistas y el general (Agustín P.) Justo cambió el equilibrio dentro del Ejército. El ministro de Guerra que había puesto (el presidente Ricardo M.) Ortiz, Carlos Márquez, un hombre de Justo, se había convertido a la causa de la limpieza electoral, causa que fastidiaba a Justo y al partido conservador. Como por otras razones los conservadores no podían sacar la cara, la sacaron los de la extrema nacionalista: Benjamín Villafañe, senador de la Concordancia y una máscara suelta; y Sánchez Sorondo. Esa fue la primera batalla importante de José Luis Torres, la figura emblemática de ese tipo de denuncias en el nacionalismo.
Torres combina negociado y entrega.
–Sí, es el momento de la Segunda Guerra Mundial y Torres funciona con la posición neutralista que es la posición más favorable a la causa alemana que podía funcionar en la Argentina. Aquí una propuesta de apoyo activo a Alemania no hubiera encontrado apoyo popular y, por otra parte, era totalmente irreal.
¿La Argentina es un país más escandaloso que otro?
–No tengo respuesta.
¿Sensaciones?
–Tampoco.
Bien. ¿En la Argentina de los ‘30 y comienzos de los ‘40 el antiimperialismo fue un movimiento más moral y abstracto que en otros países de América latina?
–Es que no hay un movimiento antiimperialista.
¿Hay denuncia solamente?
–Y muy relacionada con un tema político: con la Segunda Guerra. Que trabaja sobre la base de denuncias anteriores, más puntuales. Denuncias contra los ferrocarriles se venían haciendo en los 50 años anteriores. Uno de los grandes escándalos fue el de la Cade. Pero era muy difícil especificar de qué imperialismo se hablaba, dado que Sofina era una auténtica multinacional.
El antiimperialismo en esa época es contra el Reino Unido. ¿No hay también un antinorteamericanismo que no es necesariamente antiimperialista?
–El antinorteamericanismo es muy viejo en la Argentina. El antiimperialismo de los años ‘20 había sido antinorteamericano, pero al mismo tiempo sabiendo que era una posición tomada en solidaridad con otros países, no referida a un problema que tuviera la Argentina misma.
La protesta de Augusto Sandino en
Nicaragua.
–Sí, con un antiimperialismo alimentado en México en la época de (Alvaro) Obregón. Y después agreguemos el influjo del APRA peruano, que también tenía el antiimperialismo en versión antinorteamericana. En la década del ‘30 el enemigo era naturalmente Gran Bretaña. Y en los ‘40 había una situación en la cual los temas antiimperialistas podían penetrar más en la Argentina.
¿Cuál era esa situación?
–El descubrimiento de la posibilidad del desarrollo autónomo. En el fondo, el desarrollismo fue inventado en los ‘40, en el período de neutralidad de la Unión Soviética. Había otro elemento, el deterioro de los servicios públicos, inevitable por la situación de guerra pero de todos modos visible porque en la Argentina chocaban el crecimiento y el estancamiento de los servicios públicos. Después de la crisis del ‘30 los ferrocarriles no volvieron a obtener ganancias y por eso no invirtieron nada. Viajar en tren era una cosa cada vez más incómoda. Y la estructura básica de los servicios públicos estaba cada vez más exigida. El transporte público urbano era cada vez más desastroso. En la Capital, finalmente apenas Ramón Castillo elimina el Concejo Deliberante también introduce la Corporación de Transporte, que estaba en la ley desde mediados de los años ‘30. Monseñor Gustavo Franceschi notaba que si en la revolución del ‘30 se metieron a devastar la casa de Yrigoyen, en la del’43 se dedicaron a quemar colectivos. Había una protesta basada en un conflicto social concreto. Eso creaba un clima no necesariamente antiimperialista pero daba un contexto en el que una prédica antiimperialista podía tener predicamento.
Todo esto trae reminiscencias.
–Sí, puede ser.
Usted viene a la Argentina dos meses por año. ¿Qué debate actual sigue con más interés?
–No hay mucho debate, ¿no? Hay una situación, no es sólo argentina, sino mundial, según la que ciertas soluciones de los ‘90 han revelado que no son soluciones, lo que no quiere decir que se hayan transformado en soluciones aquellas que habían revelado antes no ser soluciones. No es una situación demasiada cómoda para entablar un debate, porque todas las posiciones son muy débiles.
Tiene la discusión de los servicios
públicos.
–La gente quiere que funcionen. Ahora, efectivamente esto refleja un cierto escepticismo frente a las soluciones pasadas, y una búsqueda a tientas de una solución equilibrada. Por otra parte, ésa es la posición que tomó el Gobierno. Se dedica a poner cara de perro pero evidentemente como táctica de negociación. Eso hace que no pueda haber un debate interesante. Estamos asistiendo a un regateo, y un regateo nunca tiene un interés teórico.
¿Usted lo ve a Néstor Kirchner muy peronista en términos de tradición?
–No sé a qué tradición responde. El peronismo acumuló tantas experiencias... La tradición peronista ya incluye desde nacionalizaciones masivas hasta privatizaciones masivas, pasando por el uso del recurso inflacionario y la estabilidad a rajatabla. Ofrece un menú en el que cualquiera puede elegir cualquier cosa.
¿Usted cree que realmente hay un modo común de acercamiento al poder dentro del peronismo, o es un mito?
–En un país gobernado por máquinas electorales, el peronismo armó la mayoría de las máquinas, y funcionan mejor que las máquinas que conserva el radicalismo. Cuando se habla de que el peronismo se interesa por el poder, lo que se está diciendo es que sus rivales no se interesan lo suficiente por él. Que no saben abordarlo.
¿Por qué fueron esfumándose las
variantes de centroizquierda fuera del peronismo?
–En los últimos años hubo fenómenos de no más del 20 por ciento del electorado. Eso es poco y por lo tanto no puede esfumarse. Simplemente no aflora. La Alianza se debe al Pacto de Olivos y a la decisión de Carlos Menem de buscar su segunda reelección.
Pero el último intento de Menem lo cortó Eduardo Duhalde, y no la Alianza, cuando amenazó con llamar a un plebiscito en la provincia de Buenos Aires.
–Sí, efectivamente. Uno podría decir que, sin la Alianza, Duhalde no lo hubiera logrado. Pero él lo hizo. A veces se recuerda la victoria de la Alianza como un momento de gran esperanza. A mí no me pareció eso. Ganó frente a la impopularidad enorme de Menem. Fue una victoria estrecha.
¿Y la de Néstor Kirchner?
–Hubiera sido una victoria amplia. Pero tiene la ventaja de que es un hombre del peronismo. Nadie puede negarle esa credencial, aunque no pertenezca a las líneas predominantes. Y recogió el gobierno en un momento de crisis más avanzada que cuando lo tomó la Alianza. No quiero coronar a Duhalde, que en muchos aspectos no es un político admirable, pero tiene un rasgo poco común entre los políticos argentinos: es una persona sensata. En ese sentido hizo una contribución importante. Cosas como las que vivimos desde diciembre del 2001 son distintas a las que se suponían.
Las asambleas y los cacerolazos no servían para tomar el Palacio de Invierno pero sí fueron útiles para evitar un alto nivel de violencia política y social.
–Es que muy pronto quedó claro que de las asambleas no saldría la conquista del Palacio de Invierno. Esa experiencia creó la tolerancia tan extrema con un fenómeno como el de los piqueteros. Si la única respuesta son cartas a La Nación diciendo que estoy harto de no poder cruzar el Puente Pueyrredón, se trata de una manera admirablemente pacífica de resolver esa situación.
Me quedo un poco descorazonado, Halperín. Usted dice que hubo una sola gran revolución política, y que fue encabezada por un nazi.
–Perón no tuvo más remedio que encabezar esa revolución. Una vez dijo: “Vamos a hacer de este país un quilombo, pero de aquí no nos sacan”. En ese momento era su único programa. Después Perón fue sofocado por el amor excesivo que le tenía la clase obrera. Un abrazo del que trató de librarse toda su vida, sin lograrlo. Lo emblemático es el último discurso de Perón, antes de su muerte. Dice que quiere poner límites a la suba de salarios. Cuando lo anuncia, el público lo aclama. Pero no tiene la menor intención de hacerle caso. Esa fue la revolución peronista. No era la revolución que Perón tenía en su cabeza.
¿Y su presunto nazismo?
–Decir que era nazi es excesivo. Perón tenía un apego sentimental al nazismo. La experiencia decisiva para él fue la italiana. Vio un régimen que tenía un consenso del que carecía el régimen político argentino. Allí Perón descubrió una serie de mecanismos para conseguir consenso. Era un hombre de un desparpajo extremo. Había una serie de recetas, y él elegía. Me resulta difícil imaginar a Perón leyendo un libro entero, de la primera página hasta la última. No era un hombre de adhesiones teóricas. Se interesaba por las cosas que funcionaban. Cuando José López Rega publicó ese pequeño ensayo diciendo que él estaba con el socialismo nacional porque éste no era sino el nacional-socialismo que sólo había sido derrotado temporalmente, le preguntaron a Perón si el nacional-socialismo tenía alguna influencia. Su respuesta fue: “Sí, pero más influencia tuvo la socialdemocracia sueca”.