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Domingo, 9 de noviembre de 2003

CINE

Negocios de familia

Son gomeros y chatarreros. Viven a orillas de una ruta, entre desechos y animales salvajes, traficando autopartes como otros ganado y practicando deportes heterodoxos como el barropatín o el balanceo sobre fogata encendida. Son los Muchinsci, el clan de excéntricos liderado por el patriarca Bonanza. El cineasta Ulises Rosell –que los descubrió hace casi diez años– vuelve a retratarlos en Bonanza, un documental sin desperdicios, premiado en Mannheim y La Habana, que se estrena esta semana.

Por Horacio Bernades

“El camión venía de allá, y nosotros lo esperábamos por acá”, señala el hombre. El pelo hirsuto, el vientre prominente y esa larga barba blanca le dan un aspecto como de viejo marinero en tierra. Viste musculosa, un jogging medio sucio y unas zapatillas rotosas. Está parado en medio de la ruta, y es como si se paseara y viera lo que está contando. Habla de un camión, de una carga de dinamita, de varios sacos de caudales. Algo es claro: si alguna vez Bonanza Muchinsci cometió en verdad el robo del que habla, seguro que no invirtió el dinero del botín en joyas, lujos ni propiedades. A la hora de robar, Bonanza no sigue -definitivamente– la escuela clásica. Ni la menemista ni ninguna otra.
Bonanza es también el título del documental que Ulises Rosell comenzó a filmar hace ya unos cuantos años, tomando de protagonista a la familia Muchinsci. Veterano de las primeras Historias breves (las de 1994, de las que surgieron también Lucrecia Martel, Adrián Caetano y Daniel Burman) y correalizador de El descanso, el treintañero Rosell filmó Bonanza más o menos a los saltos, aprovechando el apoyo que le dieron fundaciones locales e internacionales, desde Antorchas hasta la hiperactiva y holandesa Hubert Bals. Finalizada en 2001 gracias a un crédito otorgado por el Incaa para la posproducción, y presentada ese mismo año en el Bafici, la de Rosell es una de esas pequeñas películas argentinas que, para disgusto de algunos, ganan premios en festivales internacionales.
Premiada en Mannheim y La Habana –como suele suceder con las películas cuya factura casera ofende a los defensores del cine industrial–, Bonanza, cuyo subtítulo es “En vías de extinción”, debió esperar un buen rato para su estreno local, que tendrá lugar la semana que viene e inaugurará un combo exhibidor interesante para el cine argentino: las salas del Malba y el Gaumont - Km. 0.

Canguros
Tan reacia a las estructuras académicas como sus protagonistas y la propia música de Kevin Johansen, que se deja oír en la banda sonora, Bonanza prescinde de todo lo que prescriben los manuales de cine documental. No tiene el más mínimo relato-off ni personajes hablando a cámara, y su único hilo narrativo es la curiosidad por registrar unos personajes y un ambiente. Pero qué personajes y qué ambiente. Los Muchinsci son una familia de gomeros y chatarreros que, más que al costado de la ruta, parecen vivir al costado de la sociedad, entre desperdicios y animales más o menos salvajes, practicando deportes tan poco tradicionales como el barropatín y el balanceo a cuerda sobre una fogata encendida.
No es la primera vez que Bonanza y su hijo Norberto (alias Cabeza) aparecen en cine. Ya lo habían hecho en el corto de Historias breves que Rosell filmó a comienzos de los ‘90 con sus cómplices Andrés Tambornino y Rodrigo Moreno, la misma tríada de El descanso. Verdadero miniclásico de la anomalía cinematográfica nacional, en Dónde y cómo Oliveira perdió a Achala, los Muchinsci hacían de sí mismos en esa gomería-aguantaderodesarmadero casero adonde iban a parar los desvencijados Martín Adjemian y Oscar Alegre cuando el auto se les descomponía. Encandilado por las luces del Gordo Viejo y el Gordo Joven, Rosell comenzó a visitarlos con regularidad. Hasta que perdió los pruritos y empezó a llevar una cámara de 16 mm.
“Había algo en los tipos que me fascinaba”, dice Rosell. Viene de pasar unos meses en París, desarrollando un nuevo guión con el patrocinio del Festival de Cannes. “A cada rato pelaban una cosa nueva y sorprendente. El viejo te cuenta las historias más increíbles al descuido, como quien no quiere la cosa, y nunca sabés qué es verdad y qué un invento. Un día me dijo, por ejemplo, que tenía cincuenta canguros en el fondo de la casa. Yo me reí y fui a ver. Al fondo, detrás de unos matorrales y más allá de la chatarra, vi que en unas jaulitas había algo. Eran unas ratitas que se paraban en dos patas. Y eso para él eran canguros.” La corte de los milagros “Nosotros les hacemos un favor a ellos y ellos a nosotros”, comenta en la película un distendido Bonanza, sin precisar demasiado de quiénes habla. Tratándose de un habitante del conurbano bonaerense (en tiempos en que el gobernador no era todavía Felipe Solá), tampoco hacen falta mayores precisiones. “Si ellos tienen un problema con alguien que se puso medio pesado, yo les digo ‘Dejá que te mando a los muchachos’, y a cambio de eso les pido que me larguen a alguno que está adentro.”
Vecino de una villa asentada sobre el camino que lleva a La Plata, Muchinsci tiene toda la apariencia de un patriarca y se comporta como tal. “El tipo es medio como un rey en el exilio”, dice Rosell. “Mientras cocina algo o toma mate, tiene gente alrededor que trabaja para él. Están los hijos, un sobrino y después una corte de secundarios que nunca terminás de saber bien quiénes son y qué función cumplen. Unos trabajan de gomeros, otros salen a vender chatarra o pescar mojarritas. Hasta tiene bufones que lo hacen reír, como los reyes.”
Cuando algún miembro de la corte pone los pies fuera del plato, Bonanza hace tronar el escarmiento. Eso sucede en la película cuando a uno de sus sobrinos se le va la mano y le roba unas sillas y unas bandejas para venderlas a un peso unos metros más allá. “Estos pibes están locos”, se queja el viejo monarca, apelando a una ética de otros tiempos. “Hacen cualquier cosa: son capaces de meterle una trompada a una nena o una viejita para afanarles una bici. En mis tiempos no pasaba.” Después da una chupada al mate y se lamenta con amargura profesional: “Yo nunca afané nada que no fuera plata”.

Los Cartwright
Los negocios de Bonanza no consisten sólo en robar, algo que, por otra parte, nunca es del todo seguro que el hombre haga o haya hecho. Tan diversificado como un consorcio multinacional en versión rasca, tan sabio para los business como un Corleone en alpargatas, el patriarca de los Muchinsci vende chatarra, pone un criadero de mojarritas pescadas ahí nomás, atrapa cotorras con un sistema casero, caza serpientes a pelo, aparece luciendo una boa constrictor sobre los hombros, tiene un zorrito que hace pis como los perros y se la pasa juntando cosas y reciclándolas.
De repente, el Viejo dice: “Me voy a ir a Uruguay a cazar unos pájaros y después vengo y pongo una feria”. Unas escenas más adelante, la feria está instalada y llena de clientes, a unos metros de la casa-gomería-tallerdesarmadero. Una vez que vendió todos los pájaros, la feria desaparece y a otra cosa. Pero no es cuestión de pasarse el día trabajando: también están los ratos de esparcimiento, tan heterodoxos como el resto. En cuanto se larga a llover, el Cabeza, su hermana la Vero y los amigos se van al charquito de las inmediaciones a practicar barropatín, tirándose con una cuerda sobre el lodo, como héroes de una versión neobarrosa de El pirata hidalgo. Y si no, a la noche encienden una fogata con neumáticos y se balancean sobre la cuerda, jugando a que son faquires sobrealimentados.
“¡No me dejás jugar al fútbol, boxear ni agarrarme a trompadas!”, se rebela en un momento la Vero, que andará por los once o doce años. Variante argentina de esas familias disfuncionales que pueblan el cine independiente estadounidense, los Muchinsci son también como el reflejo deformante de los Cartwright: trafican partes de autos en lugar de ganado. De allí el título de la película: Bonanza. Y si pasa una diligencia (un camión, para el caso) van y la afanan.

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