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El túnel
del tiempo
El internacional The Coral saca un disco que parece de
1968. Y está a la altura de los mejores de aquel entonces.
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POR MARIANA
ENRIQUEZ ¿Qué
escucharon estos chicos? ¿Y cuándo? Los integrantes de The
Coral, un sexteto de Merseyside –norte de Inglaterra-, todavía
no cumplieron los veinticinco años, pero suenan como 1968. Lo de
The Coral no es retro: es el túnel del tiempo. Pasan los temas
de Magic & Medicine, su segundo disco (editado en la Argentina), y
se extraña el ruido a vinilo; la limpieza del sonido digital le
molesta a esta música vieja.
Desde el título, Magic & Medicine viaja cuatro décadas
atrás: la magia y la medicina remiten al chamanismo, a los brujos
sabios que fascinaban a los hippies en su búsqueda de regreso a
la naturaleza. El ambiente de Magic & Medicine es el bosque; un disco
misterioso y ocre, más acústico y menos psicodélico
que su álbum debut. Así, el primer tema sólo puede
llamarse “In the Forest” (“En el bosque”), y abre
con un órgano temible que refiere a The Doors, sólo que
la voz de James Skelly se parece (muchísimo) a la de Ian McCulloch
de Echo & The Bunnymen. Skelly habla de una mujer hermosa que encuentra
en un bosque mágico, durante un sueño, un espejismo celta.
Hay otra mujer en “Liezah”, tan irreal y lejana como la soñada:
anda con un libro de Aleister Crowley bajo el brazo, destrozando corazones;
a los hombres que conoce “les deja su plata/ pero se queda con el
oro” y “desea sólo una cosa/ caminar sola por las calles/
con rumbo hacia cualquier lugar, menos de vuelta a casa”. Liezah
es una musa psicodélica-folkie, como la de “Just Like a Woman”
de Bob Dylan o la errante “Ruby Tuesday” de los Rolling Stones;
podría ser alguien como Marianne Faithfull o la Pam de Jim Morrison.
Las mujeres mágicas vuelven en “Secret Kiss”, otra
canción muy Doors, que cambia de tiempo, agrega coros y algo de
vaudeville: “Esta es la roca que me estás desafiando a cruzar/
en el río, hacia los muelles/ allí nos encontraremos, donde
la pálida luz acecha en su majestad”.
El vagabundeo es otro tema central en Magic & Medicine: como los folkies
británicos de los setenta, The Coral recupera a los gitanos insulares,
los travelers (“viajeros”): “Talking Gypsy Market Blues”
es un homenaje a la gitanería y también al nervioso blues
de garage de Bob Dylan circa Blonde on Blonde. El viaje continúa
en “Milkwood Blues”, un blues circense-siniestro que recuerda
a Nick Cave & The Bad Seeds, con pianos, violines y un jam jazzero
que filtra extrañas voces en la mezcla.
Pero hay más: cowboy-songs como la historia del suicida “Bill
McCai” o la tristeza folkie infinita de “Eskimo Lament”,
que recuerda a ¡Kansas!, hasta que entran vientos de vaudeville
y la tragedia se convierte en farsa. Y hay canciones pop que definen lo
que The Coral sabe hacer: melodías inolvidables. La primera perla
es “Don’t Think you’re the First”, una canción
de amor y desengaño, en un galope psicodélico a media marcha;
la otra es “Pass it on”, una cita a Gram Parsons que si se
hubiera escrito hace cuarenta años, sería un clásico.
Magic & Medicine es un disco de puras influencias: Love, Bob Dylan,
la psicodelia sixties de San Francisco y, por extensión, la psicodelia
ochenta del norte de Inglaterra –Teardrop Explodes, Echo & The
Bunnymen-, el folk británico de los setenta. Y también es
un trabajo de puro amor. Da ganas de investigar esa colección de
vinilos que la banda se jacta de tener, y sería bueno poder escucharlos
junto a ellos, para ver cómo disfrutan del redescubrimiento de
viejas glorias. Abrazan el anacronismo con tanta seriedad y placer que,
durante Magic & Medicine, ese pasado parece mejor.
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Por las nubes
El importado Rufus Wainwright quiere convertirse en uno de los
grandes compositores gays como Cole Porter, Noel Coward y Peter Allen. Y
está cada vez más cerca. |
Por M.
E. Si el tercer disco
de Rufus Wainwright fuera una película, sería un melodrama
musical en Cinemascope. Sólo eso podría contener el gigantismo
y la emoción desbordada de Want One. El primer tema, “Oh
What a World”, empieza con un murmullo delicado y explota en una
orquestación pavorosa que incluye fragmentos de “Bolero”
de Ravel y “Rapsodia en azul” de Gerswhin, y se burla de los
tímidos cantautores que, a su lado, parecen todos unos constipados.
La tapa es una declaración de principios. Inspirada en las pinturas
artúricas de Edward Burne-Jones, Wainwright aparece como un caballero
andante –o quizás como una Juana de Arco– enmarcado
en plumas de pavo real y elegantes tramas celtas que recuerdan a las ilustraciones
de Aubrey Beardsley. “Aspiro a ser parte de los grandes compositores
putos como Cole Porter, Noel Coward y Peter Allen”, dice Rufus y
abraza esa tradición con el espíritu de los musicales de
Broadway, el cabaret y la opereta. Pero sus letras son totalmente contemporáneas:
Wainwright se instala en la tradición realista de narradores gays
como David Leavitt y Michael Cunningham, y trabaja con el melodrama familiar,
las relaciones humanas, las juergas interminables en las que se pierde
el alma, la soledad frente a un teléfono que no suena, el amor
esquivo, la arrogancia de los jovencitos. Con una inteligencia notable,
Want One es una enciclopedia gay que abarca todo menos la cultura de la
disco y la diversión, que aparece como fachada de glamour barato
que esconde corazones rotos.
En “14th Street”, Wainwright es puro Broadway, ópera
rock exaltada y confesión de amor desesperado en medio de un coro
de niños. Imposible dejar de tararearla. “¿Por qué
tuviste que romperme todo el corazón?/ ¿No podrías
haber conservado un pedacito?/ Lo hubiera guardado y plantado en el jardín”.
“Vibrate” recuerda al Caetano Veloso de Fina estampa: su voz
hermosa, mejorada por una leve ronquera que lo aleja del cielo de los
querubines, le canta a un amante díscolo: “Llamame, llamame
a la noche, llamame a la mañana, llamame cuando quieras”.
La mano del productor Marius deVries (Björk, Massive Attack) se nota
en la cristalina y triste “Natasha”, sobre cuerdas y teclados,
una canción para una amiga que lo ama sin esperanzas. El melodrama
familiar alcanza la exposición brutal en “Dinner at Eight”,
que podría ser el tema central de una comedia musical de los años
cuarenta. Dedicada a su padre, el cantautor folk Loudon Wainwright III,
dice: “Voy a derribarte con una piedra pequeña, voy a destrozarte
para comprobar si significás algo para mí. Dios eligió
un lugar para nosotros cerca del fin del mundo, al final de nuestra vidas.
Pero hasta entonces, papá, no te sorprendas si quiero ver lágrimas
en tus ojos”.
Y hay muchos más excesos barrocos: los coros celestiales de la
montaña rusa emocional “Go or Go Ahead”, standards
de jazz en falsete (“Harvester of Hearts”), algo de rock (“Movies
of myself”), pop Beatles (“I don’t know what it is”)
y hasta himnos optimistas (“11:11”). Wainwright escribió
este disco después de una larga desintoxicación: “Transpiraba
constantemente. Cada vez que me cepillaba los dientes, escupía
sangre. No podía pasar más de una hora sin llorar. Era patético”.
Después le dio una larga entrevista al New York Times, y habló
del “infierno gay”, término que indignó a la
comunidad. A él no le importa la corrección política:
“Hay una parte de nuestra vida relacionada con la cultura de las
drogas que es muy peligrosa y promiscua. Negarlo sería olvidar
lo que pasó hace veinte años”. Como divo, se expone
y busca la polémica; como artista inclasificable, desorienta al
público. Pueden pasar años hasta que el mundo se dé
cuentade que es el compositor más importante del nuevo siglo. No
da un paso en falso, y merece todas las coronas que su enorme ambición
desea.
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El otro rock
El nacional 1 Medusa debuta para que no todo sea rock chabón
y pop vacuo.
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Por M.
E. “Fue como
hacer un disco de Queen con dos pesos”, dice Marcelo Montolivo acerca
de la grabación de A dos pasos del cielo, el álbum debut
de su banda Medusa, que él mismo produjo. Y recuerda entre carcajadas
el “diálogo artístico” con Daniel Melero, que
masterizó algunas canciones y sufrió junto a la banda. “Daniel
me llamaba, desesperado, y decía: ‘No lo puedo comprimir
más. ¡Mirá cómo suena! ¡Es ominoso! ¡Me
corre frío por la espalda!’.” Por fin, después
de dos años, le pusieron punto final. Y consiguieron lo que querían:
un disco que suena épico, teatral, enorme, pero también
rockero y directo.
A dos pasos del cielo es una rareza en el panorama del rock nacional,
porque no se parece a nada, pero refiere a todo. “Anocheciendo”
es una canción muy Suede, muy glam elegante, pero enseguida pueden
pasar al glam vulgar de Gary Glitter en “Calor”. O cerrar
con “Piel caracol”, una épica con coros y orquesta
que sube y sube citando a “Hey Jude” de los Beatles. “Esperar”
cita a The Supremes, “Prefiero soñar” tiene un solo
a la Steve Jones (Sex Pistols) y “Cambia si te vas” es puro
Phil Spector, pared de sonido incluida. Otras influencias claras son Mick
Ronson –el mítico guitarrista de David Bowie– y ¡el
pop italiano de los setenta! Montolivo y el cantante de Medusa, Bruno
Maccari, se confiesan fans de Raphael y Mina, pero fans serios, sin que
la burla se cuele en la devoción. “Somos serios”, dice
Bruno. “En la foto del disco no quisimos sonreír, no hay
nada de qué reírse. Si en algo coincidimos con Marcelo es
en que nos molestan mucho los grupos divertidos. Estamos inmersos en la
realidad de este país, pero nuestra respuesta no es literal, no
es un reflejo ingenuo, sino una propuesta que motiva y abre.”
A dos pasos del cielo carece de chistes, arengas y canchereadas diversas.
Es, eso sí, un disco terriblemente ambicioso. “Nos planteamos
una empresa imposible”, explica Montolivo. “Que fuera un disco
épico y un experimento maximalista. El rock últimamente
es minimalista, y nosotros queríamos ir hacia el lado opuesto.”
También quisieron hacer un disco revolucionario, pero desde la
estética. “Lo que hoy se considera rock -dice Montolivo–
no es rock, en mi opinión. El rock chabón es de derecha,
es funcional. No ayuda, revuelve las heridas, habla de lo que la gente
ya sabe, es paternalista y demagógico; no piensa. En los setenta,
con Pescado Rabioso o Almendra, había sutileza, no se buscaba que
la gente fuera cada día más bruta. Y después está
el pop estilo Leo García o Miranda!, pura estética que no
valoriza, es de ghetto, es banal, demasiado superficial. Lo que hacemos
con Medusa es teatral, pero no es tonto.”
A dos pasos del cielo tuvo ayuda de amigos que regalaron su tiempo desinteresadamente;
un disco como éste sólo se hace con mucha plata o con mucho
tiempo, y Medusa tuvo que priorizar lo segundo. Klauss –Ernesto
Romeo y Alejandro Vázquez– pusieron las orquestaciones, la
Liga Flower Power ofreció el coro devocional en “Piel caracol”,
y Melero casi trabajó gratis. La banda la completan Gustavo Riposati
(bajo) y Dany Palmeri (batería y programación). “Creo
que todos se engancharon porque creyeron en nuestra propuesta, que es
simple: queremos que el rock vuelva a ser importante”, se entusiasma
Montolivo. “Buscamos un lugar de ensueño, cultura y revolución.
Lograr lo imposible: muy Manic Street Preachers.” A dos pasos del
cielo es un disco accesible y complejo, un placer para los especialistas
en cultura rock, y también apto para oídos menos entrenados.
La producción milimétrica no le resta emoción; ese
trabajo arduo yenloquecido de estudio se nota en cada rincón intimista
y en cada fanfarria. Una rara mezcla de crudeza y racionalidad que asume
riesgos y se atreve, toda una proeza en tiempos conservadores.
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Otro mundo
posible
El nacional 2 En Completo, el trío Entre Ríos compila
sus EPs anteriores, hoy inhallables, y vuelve a hipnotizar con un ciberpop
de oscura ingenuidad. |
POR
CECILIA SOSA Cuando
a fin de mes Indice Virgen presente Completo, el LP que compila las canciones
de Entre Ríos, un extraño circuito se habrá cerrado.
El disco reunirá los dos primeros EPs (Litoral, de 2000, y Temporal,
de 2001), dos pequeñas miniaturas enigmáticas del pop cibernético,
hoy agotadas, con las canciones inéditas de Idioma suave, el primer
LP editado en España por Elefant Records. También incluirá
dos remixes inéditos de “Tuve” y “Si te alejaste”.
Si hay discos que construyen otros mundos posibles, Completo presenta
uno suave y delicado, plagado de ríos de amores frágiles
siempre al punto de deslizarse por un abismo. Los 17 temas del disco llegarán
a la canción electropop local como el producto de una dialéctica
iluminada de opuestos.
Es que nada en un principio parecía anunciar confluencia entre
las trayectorias disímiles de Sebastián Carreras, Isol y
Gabriel Lucena: un productor que compone a solas con su guitarra en su
casa de San Telmo (y mentor, además, del sello Indice Virgen en
1998), una voz lírica, sensual y aniñada, nacida en una
familia consagrada al canto medieval, y un chico del Oeste que desde un
cuarto en una terraza aprendió a desarmar y transformar toda huella
instrumental en una especie de concierto ciberpop. “Decime bien
cómo se llaman las cosas que tocás y se transforman y se
deforman”, dice uno de los temas que le podría estar dedicado.
La reunión –si puede llamársela así–
respondió a un azar ajeno a toda afinidad electiva. Hace nueve
años, Carreras debutaba como productor y compositor del sello Plop!
y, poco antes de Tus Hermosos Perdedores (luego reducida a Tus Hermosos),
presentaba un compacto de título sugestivo y anticipatorio: Anatomía
de la melancolía (1998). Por entonces, Carreras comenzaba a frecuentar
esa casa dominada por la música medieval donde Federico Zypce,
hermano de Isol, tenía un estudio de grabación. Y la vocecita
con diez años de entrenamiento en canto lírico fue convocada
para agregar un registro soprano a las composiciones en guitarra. Mientras,
justo antes de la General Paz, Lucena se sumaba al asunto sin conocer
a Isol más que por una voz grabada en una cinta y en su mónada
electrónica, con clics de mouse casi quirúrgicos, desarmaba
todo sonido reconocible. De allí, y casi por default, surgió
“Dame” (2000), primer tema de alquimia entrerriana.
De ese equilibrio indiferente a toda compulsión homogeneizadora
surgieron Litoral, Temporal y un LP, Sal (2002). Se dijo que eran “las
mejores canciones pop para enamorar”, que “parecían
brotar de la caja de música de una nena en el momento mismo que
pierde la inocencia”. En diciembre del 2000, Gustavo Cerati eligió
a Entre Ríos como banda revelación del año.
Hace tiempo que la tríada, casi a modo de festejo de la comunión
a distancia, mitificó su propia concepción y se complace
en afirmar que lo que la reúne, más que gustos musicales,
son las películas de David Lynch. O esa extraña fusión
de “lo más ingenuo y lo más oscuro”. Entre Ríos
logró tomar para sí algo de ese efecto de “realidad
torcida” a la que inducen Mulholland Drive y su ya mítica
declaración: “Silencio... No hay banda”.
Ahora, en sus episódicas apariciones, es posible presenciar ese
efecto de no-banda en escena, cuando la tríada, sin tocarse, parece
actuar casi por sintonía planetaria. Más que recitales,
las presentaciones son conciertos diminutos donde el trío parece
suspendido en el universo etéreo del visitante que llega a dictar
su confesión para desvanecerse sin dejar huellas. En abril de este
año, en un concierto en el Centro Cultural Rojas, el efecto fue
casi literal: las figuras se recortaron lejanas, apenas por contraluz,
en un escenario cubierto por sábanas blancas, una especie de escudo
que los alejaba de cualquier exceso de la escena rockera y cualquier euforia
electrónica: sólo el hipnotismo de seres semirreales abocados
a generar un clima de ensueño. En el breve manifiesto de amor y
temblor de “Rimas” (inédita en la Argentina), la poesía
de Rubén Darío parece buscar la melodía perfecta,
y en la danzarina “Si te alejaste” (también inédita),
los días son el espacio confuso de un encuentro siempre malogrado.
Completo resulta un encantador compilado de canciones que siempre dudan
de si hay decisiones acertadas y suena a un cáliz de atardeceres
lánguidos para melancólicos recuperables.
El disco tendrá
precio promocional para quienes lo reserven en www.indicevirgen.com antes
del 20 de noviembre. |