PLáSTICA
La visita a los maestros
La muestra Manet del Museo El Prado de Madrid reconstruye un hito en la vida y obra del autor de Desayuno sobre la hierba: el momento en que el pintor, a los 33 años, va de visita a Madrid para encontrarse con Goya, El Greco y Velázquez –los artistas que idolatra– y recibe de ellos la fórmula secreta de la modernidad: atreverse a pintarlo todo, sin concesiones y hasta el final. Crónica de una revelación.
Por Rodrigo Fresán (Desde Madrid)
Uno de los misterios más sencillos -pero no menos apasionantes– del arte tiene que ver con el tamaño de los cuadros. El tamaño que uno imagina que tienen a lo largo de años de mirarlos en libros caros de páginas satinadas y el tamaño que realmente adquieren una vez que se los alcanza en un museo. Abundan las sorpresas: uno pensaba que los jardines e infiernos de Hyeronimus Bosch no podían sino ocupar paredes inmensas, casi inconmensurables, y al final resultan ser casi miniaturas a las que hay que acercarse con una lupa para redescubrir todo aquello que nos acostumbramos a ver ampliado. O el Mao de Andy Warhol, que se pensaba como retrato ideal para colgar sobre la chimenea y al final se nos aparece inmenso y mesiánico, más cerca del estandarte de una manifestación millonaria que de la calma minimal de una pequeña galería neoyorquina de arte moderno. Y muy de vez en cuando sucede el milagro de la excepción, donde lo que uno pensaba a la hora de las proporciones se corresponde exactamente con lo que pensó el artista a la hora de plantar el cuadro.
Me pasó días atrás en El Prado de Madrid, en la recién inaugurada y formidable retrospectiva del francés Edouard Manet. Caminaba a velocidad crucero –esa velocidad que uno toma en los museos– y di vuelta una esquina y ahí estaba: Un bar en el Folies-Bergère, la última obra maestra de Manet. Oleo sobre lienzo, 1882. Les debo las medidas exactas. Sólo puedo decirles que el cuadro tenía y tiene el tamaño perfecto. El tamaño que yo siempre imaginé que tenía.
UNO Y me pregunto si aquella mañana de septiembre de 1865, cuando Edouard Manet se detuvo frente a Las meninas de Velázquez y experimentó un estremecimiento epifánico, se habrá dicho, también, que lo imaginaba más o menos grande. Porque la muestra Manet en El Prado parte de una idea casi genial: revisitar el viaje de un genio en formación para conocer en directo a sus geniales maestros. Una exposición ordenada en la que se reconstruye la visita a Madrid que hizo Edouard Manet a sus treinta y tres años para encontrarse con sus amados Goya y El Greco y, especialmente, Velázquez. Había otros motivos, claro: Manet había sido despreciado en el último Salón de París y se había visto obligado a exponer en el polémico y alternativo Salón de los Rechazados de 1863. Nadie había entendido su Olympia ni su Desayuno sobre la hierba. Se lo consideraba un buen técnico, aunque algo vulgar a la hora de escoger sus motivos; y además estaba esa preocupante recurrencia de motivos españoles inspirados en las visitas a la Ciudad Luz de elencos gitanos y zarzuelistas varios: bailarinas, toreros, guitarristas, esas cosas un poco mamarrachescas para el parisino à la page.
Al borde de un ataque de nervios, el pincel temblándole en la mano, cargando con el estigma de ser un pintor fronterizo entre lo clásico y lo moderno, rechazado por el establishment y sospechoso para la contracultura pictórica de entonces, Manet se fue a Madrid en busca de una revelación. Se alojó por cuarenta reales diarios en el recién abierto Gran Hotel de París, en la Puerta del Sol, y después bajó corriendo la cuesta y entró y encontró por fin la revelación que buscaba en los sacros recintos de paredes rojas y piso de madera de El Prado.
El Prado de entonces nada tiene que ver con El Prado de ahora, ni con cualquier otro museo moderno. Los cuadros se amontonaban en las paredes unos encima de otros, sin ninguna pretensión y sin ninguna necesidad didáctica. Entrar a un museo del siglo XIX era perderse tratando de encontrar los cuadros favoritos para descubrir favoritos nuevos e insospechados. Manet come y duerme y vuelve a El Prado una y otra vez –el horario de invierno para “forasteros, estudiantes, extranjeros y copistas” era de diez de la mañana a dos de la tarde–, haciéndose tiempo para alguna corrida de toros, para una escapada a Toledo –donde estudia Elentierro del Conde de Orgaz– y para escribir a sus amigos cartas maravilladas con los dedos manchados de tinta y los ojos llenos de pinturas.
Manet apunta, boceta, suspira y vuelve una y otra vez a los cuadros de Velázquez. Le cuesta elegir un favorito, pero finalmente se decide por el Pablo de Valladolid. El pintor sevillano lo enloquece y, al mismo tiempo, le devuelve la cordura y la felicidad de ser pintor.
En París, de regreso, Manet es otra persona: parece transfigurado, poseído. Manet es feliz, y esta felicidad aparece claramente retratada en una carta a su esposa en la que responde a la pregunta “Pero dime, Edouard, ¿qué es lo que te pasó en España?”: “Verás, querida”, escribe Manet: “técnicamente podría decirte lo que cuento en las tertulias: que la modernidad Goya la extrajo de Velázquez, y que éste, a su vez, comprendió que en los retratos de El Greco el alma estaba impresa en el rostro; pero si quieres que te diga a ti, quien tan bien me conoces, lo que verdaderamente siento en mi fuero interno tras mi paso por el Museo del Prado, es que en realidad comprendí que ser moderno es atreverse a pintarlo todo, sin concesiones y hasta el final, y que Velázquez y Goya, que lo habían hecho, me decían: ‘Vamos, Edouard, píntalo tú también y sin miedos, a tu manera!’. Y te lo aseguro, querida: voy a hacerlo”.
Y así lo hizo –sin dudarlo y muy por encima de las dudas de sus contemporáneos– hasta su muerte en 1883.
DOS La muestra Manet en El Prado –primera gran exposición del pintor en España– pretende y consigue funcionar como una radiografía de ese entusiasmo. Se avanza por la gran central del museo donde se han ordenado algunas obras clásicas de Manet como El balcón (claro homenaje a Goya, del que admiraba especialmente La maja vestida, entonces exhibida en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid) o El pífano (motivo que sirve de póster e insignia de toda la mercadotecnia museológica ad hoc) flanqueadas por cuadros que influyeron al francés: Velázquez, Rubens, Tiziano. La exposición propiamente dicha –cómoda, funcional, del tamaño justo: se la puede ver y leer sin problemas en un máximo de un par de horas– ocupa once salas divididas en cinco secciones: Inicios/España antes de España: La vida en París (1850-65), El viaje a España (1865-67), Manet después de España y hasta la Guerra Civil (1867-71), Manet y el Impresionismo (1872-75) y La “Vida Moderna” (1876-1882).
Allí está todo: el torero muerto; la música inaudible pero evidente en ese tumultuoso paisaje de las Tullerías; el perfecto azul para el agua de En la barca; el enorme y goyesco boceto para La ejecución del emperador Maximiliano y su versión terminada, sorpresivamente pequeña; la bella Berthe Morisot; y toda esa luz que ya empieza a ser impresionista y todas esas impresiones sobre esa vida que ya empieza a ser moderna iluminadas con el pincel de un clásico en vida.
Y lo del principio: Un bar en el Folies-Bergère. El tamaño justo. La espalda de esa camarera reflejándose en el espejo detrás de la barra reflejándose en ese espejo donde se refleja Velázquez mientras pinta Las meninas.
Si es cierta esa teoría de que el sonido no se desvanece sino que continúa sonando para siempre en una frecuencia secreta, a la espera de la invención de la máquina que decodifique toda una historia de ruidos y acabe para siempre con el poco silencio que nos va quedando, entonces, por estos días, en El Prado de Madrid puede oírse la risa extática del joven Velázquez recuperando la razón de ser y recibiendo el don de “atreverse a de pintarlo todo” frente a los cuadros de sus maestros. Más grandes o más pequeños de lo que se pensaba, no importa. Lo importante nunca es el tamaño.
La exposición Manet en El Prado
puede visitarse hasta el 11 de enero del 2004.
Más información: www.museoprado.es