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Domingo, 19 de julio de 2015

PERSONAJES I PAUL RUDD

SÚPER BICHO

No es el primer comediante en interpretar a un superhéroe –Robert Downey Jr. como Iron Man es un ejemplo–, pero su elección es sorprendente: Paul Rudd pertenece a la generación de comediantes que en los últimos veinte años surgieron de las películas de Judd Apatow y Ben Stiller, pero incluso en esa camada era el menos estrella, el chico amable, el especialista en adultos inmaduros y guarangos pero un poco outsider. Ahora es sorpresivamente el protagonista de Ant-Man: El Hombre Hormiga y su presencia promete una especie de renovación y un poco de levedad en las reconcentradas películas de superhéroes.

 Por Mariano Kairuz

“Esto es todo un chiste para vos, ¿no?”, lo increpa Evangeline Lilly (la “Pecosa” de Lost, algunos años más, la belleza de siempre) a Paul Rudd, que no termina de tomarse en serio su flamante rol de superhéroe; el más improbable y accidental y acaso ridículo de los superhéroes que se han apoderado de Hollywood a lo largo de los últimos años, pero superhéroe al fin, disfraz, superpoderes y todo. Y Rudd no lo dice, pero la respuesta es que sí, que para él esto es un poco un chiste, y es lo mejor que podía pasar tratándose de Ant-Man: El Hombre Hormiga, la primera superproducción basada en el personaje creado por Stan Lee, Larry Lieber y Jack Kirby en 1962, con la que Marvel y Disney siguen exprimiendo hasta la última propiedad del sello de historietas: que su argumento de aventuras e inescrupulosos villanos científicos esté enteramente cruzado por un sentido del humor absurdo, cierto desparpajo, ese tono que indica que todos los involucrados están perfectamente conscientes de que nada de esto tiene mucho sentido. Paul Rudd no es el primer comediante que encarna a un superhéroe: algo de eso hubo en el pionero Batman de Michael Keaton; y más cerca, en el Iron Man de Jon Favreau con Robert Downey Jr. Rudd pertenece a la generación de comediantes que integran Favreau y Downey Jr., y que se han estado cruzando a lo largo de las últimas dos décadas en los films del director, productor y “mentor” Judd Apatow, en películas de Ben Stiller, o con Will Ferrell, Vince Vaughn, Seth Rogen, Jason Segel y otros. Pero Rudd pareció siempre, de este grupete de bufones, aquel por el que era menos probable que los estudios apostaran para una película de paladines-de-la-justicia de 200 millones de dólares.

Prácticamente desde que hizo Ni idea (donde interpretaba al hermanastro con onda de Alicia Silverstone), Rudd ha cargado con el karma de ser el tipo amigable; capaz de decir algunas barbaridades y soltar alguna apreciación políticamente incorrecta, pero desprovisto de maldad, inofensivo. “Cuando tenía 20 y pico de años llegó a resultarme un poco irritante que los directores de casting me dijeran, una y otra vez, eso de que yo era el muchachito americano sin dobleces, que no inspiraba peligro ni sensación de amenaza –dice Rudd–. Porque sabía que era verdad, que no era ni peligroso ni inquietante; ni un torbellino emocional.” A lo largo de los últimos años, mientras su posición como casi-estrella clase A se consolidaba a través del éxito de las películas de Apatow –Virgen a los 40 y Ligeramente embarazada, en las que era secundario, o Bienvenido a los 40, uno de sus principales protagónicos– y cuando en alguna entrevista le preguntaban si haría una de superhéroes, él decía que claro, por supuesto, que “cualquier trabajo es bueno”, para inmediatamente aclarar que era consciente de que nadie lo veía como el próximo Batman, y rematar con algún chiste sobre un potencial Hombre Cucaracha, o algo por el estilo. Bueno, ese chiste acaba de hacerse realidad, y por estos días se viralizó la “entrevista promocional” de Ant-Man: El Hombre Hormiga, en la que la entrevistadora se ve impedida de hacer la nota por los reitarados pedos que Rudd no se esfuerza en contener. Pedos como los que suelta con absoluta naturalidad el protagonista de Bienvenido a los 40 en la cama matrimonial, ante la desaprobación de su esposa. Pedos que se han convertido en un elemento central de la nueva comedia americana de Jim Carrey y los hermanos Farrelly para acá. “En un nivel muy básico, creo que los pedos son sencillamente graciosos –dice Rudd, que en otra escena de Bienvenidos a los 40 le pide a su esposa que le examine las hemorroides–. Es una situación que, aunque no es tradicionalmente romántica –insiste y argumenta Rudd–, yo diría que sí lo es, potencialmente, en su intimidad: la idea de que uno pueda hacer eso por el otro, es muy romántica.” Acaso Rudd pase a la historia del omnipresente cine de superhéroes como el tipo que, en la marea de gravedad y las ínfulas de significación y alegoría política de los Caballeros de la Noche y los Hombres de Acero y (hasta cierto punto también) de los Vengadores, vino a descontracturar un poco a esta pandilla de freaks con sus pedos, menos un aire pasajero y flatulento que una saludable corriente de renovación.

Y si esto es lo que vienen haciendo por la comedia Apatow y compañía –modernizarla y abrirla, ensuciarla un poco; barrer con cierta hipocresía y encontrar una sensibilidad, sinceridad y naturalidad en el retrato de las relaciones amistosas y románticas–, la contracara, no menos genuina, de este movimiento es algo que Rudd –de rasgos increíblemente juveniles a sus actuales 46–, como Ferrell y Rogen, ha convertido en su especialidad: el retrato del varón inmaduro, del tipo que pasados los 40 se resiste a crecer, a resignar sus fetiches pop, y a abordar las relaciones con esposas, hijos y trabajos como adultos responsables.

Hijo de un matrimonio inglés, nacido en Nueva Jersey en 1969 pero criado en distintas partes de EE.UU. debido al trabajo itinerante de su padre como vicepresidente de Trans World Airlines, Rudd creció, ha dicho, sintiéndose siempre el outsider en la nueva escuela y eso en lugar de resentirlo lo llevó a desarrollar su característica empatía, clave en la construcción de su personaje vulnerable y propenso ridiculizarse a sí mismo. A pesar de que hace un par de semanas ingresó al Hollywood Walk of Fame con su propia estrellita, Rudd no pierde de vista que aún no es taaan famoso, ni que hasta hace no tanto tiempo tenía que aceptar casi cualquier trabajo a riesgo de no poder mantener el departamento en el Greenwich Village neoyorquino en el que vive con su esposa y sus dos hijos. Ni que, a diferencia de muchos de sus compañeros de generación, no proviene de SNL ni de Second City ni de ninguno de esos grupos-semilleros, y que ni siquiera tuvo tan claro desde siempre que lo suyo fuera la comedia, sino que se encontró con que era la mejor arma para lidiar con sus momentos menos felices, como sus primeros años en Los Angeles, donde sobrevivió trabajando de DJ en Bar Mitzvahs.

Sin correrse del todo de su amable All American Boy, se ha asomado a cierta oscuridad (o al menos a cierta misantropía) en películas como Role Models o la por acá inédita Prince Avalanche; pero para muchos seguirá siendo el chico que fue novio de Phoebe en Friends, el protagonista del film de culto Wet Hot American Summer. Y, partir de ahora, también el tipo que encontró su lugar en el esencial absurdo sobre el que se constituye el fenómeno los superhéroes: ese Ant-Man un poco lumpen; que es un perdedor que se comió tres años en la cárcel por un delito cibernético motivado en el más puro “idealismo”; que fracasó en su matrimonio; que tiene por mejor amigo al torpe delincuente que interpreta con mucha gracia Michael Peña, y cuyo mayor superpoder consiste en miniaturizarse y poder comunicarse con bichos de jardín.

O en otras palabras, de vuelta, el tipo que le agregó humanidad, y pedos, a los superhéroes.

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