Domingo, 26 de julio de 2015 | Hoy
ENTREVISTA ERNESTO JODOS
Minimalista y austero, Ernesto Jodos es uno de los más notables pianistas de jazz del momento, figura fundamental en la escena de la improvisación argentina de los últimos veinte años. Ahora acaba de editar Actividades constructivas, su nuevo cd de piano solo, donde explora ritmos, texturas y dinámicas emanados de improvisaciones que remiten al atonalismo –aunque se permite ciertos recreos– en once temas intensos y sorprendentes, editado por el sello rosarino Blue Art de Horacio Vargas
Por Sergio Pujol
Ernesto Jodos vive en un departamento austero, escasamente arreglado, salvo que uno piense que un viejo Hammond y un pequeño teclado eléctrico –al piano Ernesto le reserva otra habitación, la de los ensayos– bastan para amueblar un espacio devenido en living o quizá comedor al paso, quién sabe. Una gata se pasea, impertinente, alrededor de la pava y el mate. De vez en cuando Ernesto la reprende, aunque sabe que su andar sigiloso forma parte necesaria del ambiente.
Perfectamente consciente del estilo casual de su vivienda del barrio de Colegiales, este notable pianista, figura fundamental en la escena de la improvisación argentina de los últimos 15 o 20 años, descubrirá no bien nos pongamos a conversar sobre pianistas de jazz que resulta lógico que su manera medular de tratar la música se corresponda con el estilo un tanto minimalista del lugar en el que vive. Por supuesto, sabe disfrutar de pianistas adeptos a los ornatos –“son rasgos de una hermosa tradición de interpretación del piano”, asegura, pensando en Oscar Peterson y tantos otros–, pero lo suyo va por otro lado. “No me gustan los adornos, y los que tengo son feos”, se ríe al observar a su alrededor que el despojo del sitio en que vive pareciera corresponderse con el carácter de su propia música. ¿Una metáfora extrema?
Pero ahí tenés una lámina de Kandinsky.
–Sí, pero no sabés el tiempo que tardé en decidirme a colgarla. A mí la música me sale así, no es sólo una decisión. No me gustan los adornos y tampoco Adorno –remata con cierta gracia, en alusiva devolución al célebre filósofo alemán que detestaba el jazz y la música popular en general.
Actividades constructivas, su nuevo CD de piano solo –el segundo en su especie bajo su nombre; ya había tocado de esta manera en Solo de 2004, aunque aquella vez sobre algunos clásicos del jazz–, es una exploración en ritmos, texturas y dinámicas emanados de la improvisación. Editado por el sello rosarino Blue Art de Horacio Vargas y con producción artística del guitarrista Carlos Casazza, el conjunto de 11 temas remite al atonalismo pero sin comulgar con su doxa más estricta: si por ahí al pianista se le ocurre una tríada, una octava o un motivo que suena familiar, nadie irá preso por ello. Por supuesto, no estamos ante un disco de melodías entradoras, pero aun así los temas no son áridos ni insondables. En todos ellos hay una expresión perfectamente delineada, una organicidad muy musical y una intensidad que los vuelve por momentos irresistibles. En general no son temas extensos, lo que concentra mejor la energía y alienta cierto suspense –¿hacia dónde va esta música?– del que nunca carece un pianista tan exquisito como Ernesto.
En algunos tracks del disco, como “El nadador” (inspirado en el cuento homónimo de John Cheever), “Actividades constructivas”, “Trato de explicarme” y “Manos como personas”, Jodos se dejó llevar por el gesto repentista. “Desde luego, siempre tenés algún motivo en la cabeza”, confiesa, “nunca improvisás de la nada, sólo que a veces surge la idea instantes antes de bajar la mano sobre las teclas y en ocasiones todo sucede al mismo tiempo”. (Obviamente le pregunto por Keith Jarrett, que en su célebre Köln Concert hizo de esta forma de explorar su propia mente musical una suerte de género en sí mismo. “Me gusta Jarrett, pero hasta los tríos”, responde Ernesto con actitud un poco desafiante).
En general, la soledad pianística de Jodos avanza sobre composiciones propias como la enigmática y levemente impresa de swing “Ll#7” –”un código secreto, alude a una línea simple”–, la oscuramente lírica “Baúles mundos”, el insinuante ritmo de vals de “Perspectivas” –el tema más “tonal” del disco– o “Láminas”, un ostinato disonante pero no caprichoso. Mientras otros pianistas encuadrados en la creación libre suelen imponer un cierto desdén por las expectativas del oyente, la música de Jodos nunca se vuelve solipsismo. Atrapa en la medida que uno le dedique su tiempo, que es el tiempo de la música concebida como un delicioso juego de construcciones imaginarias, como claramente alude el título del álbum.
Después de “experimental” o “libre”, la palabra que más fácilmente brota frente a Actividades constructivas es “abstracción”. Pero, ¿acaso no toda la música es abstracta, por más dirección melódica que pueda tener? Este parece ser un punto central en el pensamiento musical de Jodos, que también sabe interpretar standards de jazz, como quedó bien demostrado en su anterior Blue light, junto al baterista Pepi Taveira y el contrabajista Jerónimo Caroma. “Creo que la mitad de la gente que va a un recital no siente que Charlie Parker sea más sencillo que Ornette Coleman”, sentencia Ernesto. “Muchos prejuicios vienen de leer libros berretas sobre grandes músicos. Incluso te diría que Coleman es más cantable que Parker, salvo algunos pasajes.”
El lugar de Coleman en la historia del jazz está fuera de discusión, la enorme repercusión mediática de su reciente muerte lo corrobora. Pero aun así su música sigue resultando difícil o caótica para la mayoría de los aficionados al jazz, por más que haya transcurrido más de medio siglo de sus primeros discos. Con Parker, en cambio, se construyó una tradición.
–Es posible, pero con el estilo libre o atonal sucede algo extraño. Muchas veces en un boliche estoy tocando un standard, con toda su armonía, y la gente aplaude hasta ahí nomás. En cambio, toco un tema completamente “out” y el público se vuelve loco, tanto si es muy energético como si no lo es. Creo que el límite es el pulso, el swing feeling del jazz. Si eso se corta, entonces la música se vuelve incomprensible y la gente dice “eso no es jazz”. De cualquier manera, no importa mucho si algo es o no es jazz.
No será imprescindible saberlo, pero vos nunca te saliste del género.
–Es cierto. Desde que lo descubrí nunca lo dejé. Alguna vez quise ser compositor en serio. Pero me di cuenta de que no tengo paciencia, lo mío es la improvisación pianística. Compongo bastante, desde antes de mi disco Cambio de celda, pero la idea de sentarme frente al piano como en un escritorio a ver qué se me ocurre duró sólo dos años de mi vida. Con Gerardo Gandini entendí que la composición requería un ejercicio más sistemático. Yo escribo plataformas y situaciones para tocar en distintos formatos: a veces más canción, otras veces estructuras o lo que sea, pero siempre para ser terminadas en el momento de tocar. Realmente es ahí cuando los temas terminan de componerse.
Nombraste a Gerardo Gandini, con quién tocaste a dos pianos y grabaste el disco en vivo De/ Generación. A Gandini le gustaba mucho el jazz, incluso lo había tocado antes con el saxofonista Hugo Pierre. ¿Crees que lo consideraba en pie de igualdad con la música académica?
–No lo creo. Venía de una generación donde esa igualdad no era concebible, si bien él se abrió quizá más que ningún otro de su época y con su formación. Pero se seguía parando en el lugar de la composición escrita. Para él era fundamental el momento de reflexión que requiere la composición. Había una verdad en eso; trataba de no transformarlo en un juicio moral, pero... su ambición era la del compositor, no la del intérprete, si bien era muy buen pianista y aprendí mucho a su lado. Del piano, de lo que se puede hacer y no hacer. Le gustaban mucho Bill Evans, Keith Jarrett y Monk. Y Miles Davis con el quinteto con Coltrane.
Ernesto dice esto último y, sin soltar el mate, busca con la mirada en su discoteca el lomo de aquella caja –la integral– del quinteto de Miles. “Me la regaló Gerardo”, cuenta, y se le escapa el mohín de un recuerdo entrañable. En su momento, aquel encuentro fue notición en la vida cultural argentina. Jodos ya era conocido y respetado entre seguidores del jazz; sin duda uno de los dos pianistas más relevantes del momento (el otro era –es– Adrián Iaies). Había egresado de Berklee con los más altos honores y su discografía lo presentaba, de modo irrefutable, como un músico imaginativo y audaz. Por su parte, Gandini venía de grabar el segundo volumen de sus Post-tangos; era muy libre, todo lo libre que se puede ser en el tramo último de la vida. Como escribió Edward Said a propósito de los estilos tardíos de los grandes artistas, Gandini se había vuelto una especie de exiliado dentro de su propia obra. Salieron de gira juntos, cada uno haciendo su número, y fue entonces que decidieron, a partir de una sugerencia de Vargas y un ocasional toque a cuatro manos, ver qué pasaba si sumaban sus pianos en un ejercicio de improvisación total.
“No era fácil tocar con Gerardo”, recuerda Ernesto. “Venía de una tradición de piano solo, mientras que yo, como buen músico de jazz que soy, me formé tocando en grupo, preferentemente en trío. Es cierto que Gerardo había tocado con Piazzolla, pero incluso ahí sus partes solistas iban por su cuenta, Astor le daba mucha libertad. Pero con el tiempo nos fuimos acomodando cada uno al estilo del otro. Jamás ensayamos, Gerardo no quería. Lo único que hacíamos como previa era escuchar el concierto del otro. Compartimos muchas horas juntos, sobre todo en los viajes. No hablábamos de nuestra música, sí de la música de otros. Y de libros, de literatura. Gracias a él descubrí los cuentos de Cheever.”
Ernesto Jodos nació en Buenos Aires el año que salió a la calle Artaud de Spinetta. Su primer contacto con el piano, que sus padres tocaban esporádicamente, se produjo a los 8 o 9 años – “no fui muy precoz”, afirma Ernesto sin darse cuenta del despropósito de lo que está diciendo -, y por un tiempo las teclas convivieron con las cuerdas. Fue justamente a través de las clases de guitarra que despuntó el vicio rockero, a la vez que empezó a entender el movimiento de los acordes y la ubicuidad de las escalas. Finalmente decantó por el piano. Después de estudiarlo con Gustavo Moretto (“me sentía en la Baticueva, con los discos de Alas”) y Edgardo Beilin, se fue a Boston, como becario de Berklee, la Meca de una generación que, entre otras cosas, resaltaría por su excelente formación. Volvió a Buenos Aires en 1993 y rápidamente salió a tocar con sus pares y también con músicos mayores, algunos legendarios del jazz en la Argentina –Chivo Borraro, Norberto Minichilo, Eduardo Casalla– y otros que habían tenido su epifanía artística bajo los chispazos de la fusión. “Cuando me preguntan por mi generación digo que siempre sentí como propia la de Hernán Merlo, Enrique Norris, Carlos Lastra o Pepi Taveira. Ellos son más grandes que yo, pero cuando empecé a tocar me recibieron como a uno más.”
Entre su primer disco, A pesar del diablo (1997), y Actividades constructivas se sucede una discografía que testimonia de modo bastante exacto la evolución de Jodos, un músico que siempre evita aquello que le sale de taquito. Pocos músicos de su camada, si acaso alguno, se ha internado por caminos tan pocos transitados –por ejemplo, en 2007 encaró con su trío la música del gran Lennie Tristano– para llegar a resultados tan interesantes.
Tanto en su rol de intérprete como en el de docente –dirige la carrera de jazz del Conservatorio Manuel de Falla–, Ernesto ocupa un lugar protagónico en la actualidad del jazz en la Argentina. Sin embargo, su estética no parece empalmar del todo con la de varios de sus compañeros. A la pregunta por un jazz de identidad local, recientemente formulada con rigor teórico por Berenice Corti en el libro Jazz Argentino: la música “negra” del país “blanco”, Jodos evita desechar el planteo de modo drástico, y asimismo no quiere sonar crítico de lo que otros hacen. Queda claro que su perspectiva musical no contempla, al menos de modo sistemático, un trabajo con ritmos y melodías argentinos, y menos aún con la coloratura del instrumental nacional.
“No escucho mucha música argentina –declara sin pudor–. En mi imaginario ‘literario’ la música es abstracta, no es de ningún lado, salvo la étnica. No creo que lo ‘nacional’ pase por un repertorio ni por un ritmo. Recuerdo haberle escuchado decir a Manolo Juárez que no hubo músico más francés que Ravel, que no empleó prácticamente nada de la música tradicional francesa. ¿Dirías que, más allá del idioma que hablan los actores, una película como Solaris de Tarkovsky es rusa? Yo creo que no. En el arte, la identidad nacional es una cuestión menos evidente.”
En tu disco Perspectivas (2005) hay versiones jazzísticas de dos canciones de Spinetta, “Contra todos los males de este mundo” y “Ella también”.
–Me pareció atractivo usar algo que escuché en mi infancia, llevarlo a un plano más sentimental. Pero también lo hice con “La Colombe” de Olivier Messiaen. Me gustan muchas cosas del rock argentino. Reconozco el nivel de composición de canciones de Fito Páez o de Charly García. Cómo pudieron hacer rock con el idioma español y que la letra tenga musicalidad. A Spinetta siempre lo sentí distinto, un poco más abstracto. Pero no me gusta intervenir esas canciones, no podría hacer nada lógico con ellas. Por ejemplo, me encanta Nelly Omar, pero jamás haría jazz con temas de su repertorio. Le tengo tanto respeto a la canción que me cuesta mucho... No me gusta hacerlo, y en general cuando lo escucho no me atrae.
Sin embargo, los standards americanos también fueron canciones en su origen.
–Pero esas canciones tienen muchos años y ya fueron modificadas por los músicos de jazz. De entrada, la más “in” que hemos escuchado nos llegó de alguna cantante del género, jamás de la versión original. Los standards son un vehículo como cualquier otro. Los tocás, conocés bien su estructura y entonces, como los tenés internalizados, ya no tenés que pensar nada. En realidad, es casi como tocar free, no hay mucha diferencia entre la manera en que improviso sobre “All the things you are” al modo en que lo hago con una de mis composiciones.
Buena parte de la vida de Jodos transcurre entre 88 teclas, pero él sabe que allí, sobre ese tapiz en blanco y negro vulgarmente llamado piano, las combinaciones son inextinguibles, el juego no se acaba nunca. Racional en sus respuestas, las que siempre vierte con un final de frase risueño, Jodos es un entrevistado generoso, no escatima detalles ni observaciones sobre su arte. Pero en ningún momento se lo ve expectante o ansioso por esta ni por ninguna otra nota periodística. Prefiere que su música le hable al mundo sin intermediarios, y sin demasiadas explicaciones. Quizá de Spinetta no sólo le hayan quedado recuerdos sonoros de su infancia y adolescencia. Quizá también haya hecho suya la bandera de que mañana será mejor: “No escucho mucho mis discos, salvo cuando voy a la casa de mi mamá y ella puso alguno. No niego que tal vez en mis discos esté parte de mi autobiografía, pero prefiero leer las biografías de otros. Me interesa más avanzar. En cada nuevo disco, siento que subí un escalón”.
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