radar

Domingo, 30 de noviembre de 2003

NOTA DE TAPA

Pablo en nuestra piel

Muerto Pablo Escobar y desdibujadas las razones ideológicas que alimentaron la violencia popular de las
guerrillas, Medellín se ha convertido en una ciudad envuelta en los hilos de su propia violencia. Los chicos saben reconocer calibres por el estruendo que resuena en la oscuridad y aprenden a usar armas apenas pueden levantarlas.
Las pandillas de sicarios, huérfanas de patrón, se reparten el territorio. Los enfrentamientos se relatan como si fueran
partidos de fútbol y los muertos, goles. Con los jóvenes que murieron violentamente en la última década podría fundarse
un pueblo: 22 mil. Y la convivencia de guardias armados, paramilitares, guerrilleros, policías y pandilleros parece regulada por reglas que siempre parecen encontrar un motivo para matar. Radar estuvo allá y volvió para contarlo.

Por Alfredo Srur
José me hizo la advertencia como si necesitara cumplir con una obligación molesta. Él mismo, periodista del diario El Colombiano, había tenido que renunciar a su investigación sobre las pandillas de jóvenes armados que se dividen el territorio de las comunas de Medellín porque lo habían amenazado de muerte. Sí, podía ofrecerme un contacto con una de esas pandillas, o combos, como se las llama en Colombia, pero lo mejor sería que abandonara ya mismo la idea de pasarme una temporada en esos barrios populares que amanecen todos los días sembrados de cadáveres. Tanto, que hasta hay una cuadrilla del Poder Judicial que se dedica a cosecharlos y llevar la cuenta de los asesinatos. Con los jóvenes que murieron violentamente en la última década en Medellín podría fundarse un pueblo: 22 mil. Ninguno había cumplido los 30. En el primer semestre de 2002, sin ir más lejos, habían muerto unas tres mil personas; 27 tenían menos de dos años cuando los alcanzó una bala perdida.
José no quería hacerse responsable por lo que pudiera pasarme. No le auguraba ninguna suerte a un fotógrafo argentino decidido a retratar la vida cotidiana de esos jóvenes que aprenden a manejar armas en cuanto tienen la fuerza suficiente para levantarlas.
Entendí su consejo, pero no cambié de idea. Quería conocer a un sicario. Era eso, quería saber quiénes eran los que salían a matar por encargo. ¿De qué se trata el miedo en un lugar en el que hasta los niños reconocen el calibre de las balas de sólo escuchar su eco en la noche?
Los hilos de la violencia, en Medellín, están sueltos. Desde la caída del cartel de Pablo Escobar, los jóvenes entrenados para servirlo en los trabajos sucios ya no tienen a quién deberle lealtad. Aprendieron el lenguaje de la muerte y ése es el que siguen hablando, asesinando por encargo de quien pueda pagarlo o conquistando territorios según el poder de las armas o la cantidad de sicarios que se organicen en un mismo combo. Cuando se ha matado una vez, se encuentran fácilmente razones para volver a hacerlo. Así se cobran las cuentas en las comunas, esos barrios populares excluidos de cualquier acuerdo, cuanto más altos en la montaña más librados a su suerte. A veces ni siquiera se recuerda cómo empezó un conflicto, una muerte se cobra con otra y la espiral es infinita. Hasta las razones ideológicas que alimentaron la violencia popular de las guerrillas están desdibujadas. Bajo los techos que tapizan las laderas se hacinan los campesinos desplazados por los narcos, paramilitares o guerrilleros. En esa zona de Medellín no parece importar. Sólo se respeta el poder de fuego.

Uno de los puntos más lejanos a los que llega un bus desde el centro de la ciudad hacia el corazón de la comuna nororiental es Los Balsos, una terminal de ómnibus similar a un puesto de frontera en el que conviven distintas soberanías: guardias armados, paramilitares, guerrilleros, policías, pandilleros. Un poco más arriba en la cuesta comienza el Sector Popular Uno, un coto cerrado de violencia que controlaban los Triana, más de trescientos adolescentes y jóvenes armados que respondían a los paramilitares. Allí fue donde fotografié una cabeza humana separada por quince cuadras de su cuerpo.
A pocos metros de Los Balsos estaba la cuadra de influencia de Giovanni, el contacto que me facilitó el periodista de El Colombiano, un tipo agradable de 26, un año más que yo, aunque él ya se sentía viejo. Y es que era un veterano entre sus compañeros del combo Los Rambos; o de cualquier otro combo. No es fácil llegar a esa edad cuando se ha quemado la adolescencia entre ajustes de cuentas y asesinatos por encargo. Por eso se quiere retirar, conseguir un subsidio para montar un taller y vivir tranquilamente con su mujer y sus hijas gemelas. Giovanni es zapatero, un auténtico artesano del calzado femenino.
Nos hicimos amigos. Pasamos largas noches en la terraza de su casa de hormigón y tejas, una casa bastante alta desde la que se podía dominar la ladera, detectar los peligros a distancia y hasta las pequeñas noticias de la vida en los barrios. Para mí, esa sucesión de techos era un mismo magma, para Giovanni, para su hermano Sandro, un mapa perfecto. Ellos podían señalar como vigías el lugar exacto dónde sucedió cada acontecimiento: la bala que silbó sobre la sien de aquel amigo, el tiroteo que se relata como si las balas fueran pelotas número cinco y los goles, enemigos muertos sobre el asfalto. Los enfrentamientos tienen casi tanta emoción como los partidos de fútbol. Y se los ve ahí, muy cerca.
Los primeros días, los que necesité para habituarme a caminar solo por la cuadra que dominaban los Rambos y hacia la derecha, doblando la esquina, donde se acomodaban las tiendas de pan, verduras, carne, volvía cada noche a mi hotel cinco estrellas. Después, Giovanni me hizo un lugar en su casa, con su hermana, su mujer, sus hijas y su abuelita. De los padres ni siquiera se hablaba, los habían perdido en alguno de los desplazamientos de pueblo en pueblo, antes de vivir en un circo, antes de llegar a las comunas.
Calle de por medio, en una casa que, como todas, parecía cariada por los disparos, vivía Sandro, el hermano menor de Giovanni. Era quien se vestía de payaso para divertir a los chicos de la cuadra el día de Halloween o en cualquier otra celebración más propia del calendario colombiano; cuando la muerte respira tan cerca no se desprecia ningún motivo para festejar. Sandro había aprendido los trucos del clown en aquel circo; tenía un humor ácido y negro, como si todo fuera lo mismo. La muerte no le merecía ningún tipo de solemnidad. La vida tampoco. Cuando lo conocí, recordé la idea previa que tenía sobre los sicarios. Me los imaginaba similares a robots, muy lejos de la emoción humana. Sandro no era un robot, pero algo se había perdido irremediablemente de sus ojos. Todo lo que se veía en esa mirada era lo que se reflejaba en ella, esos ojos eran como espejos inanimados; por eso mismo, sin ninguna maldad. Sin rastros de miedo.
Empecé a caminar solo después de haberme instalado en lo de Giovanni. A veces lo acompañaba hasta la terminal, donde los Rambos se dedicaban a lavar los micros que traían y llevaban pasajeros del centro. Era una manera de legitimar el cobro de peaje: ningún bus puede atravesar los caminos que surcan las laderas de las comunas sin arreglar un pago con las pandillas. Giovanni se quería retirar de la arbitrariedad del código de los combos, por eso insistía en dar algo a cambio del peaje. A diferencia de su hermano, a él sí le importaba seguir vivo, le importaba ver crecer a sus hijas, salvarlas de las balas que, aunque sea de rebote, hasta su hermana menor había recibido. Tenía una noción del peligro que Sandro no conocía. Para evitar el miedo hay que saber que uno puede morir cada día, y que no hay mucho que hacer para evitarlo. Era así para Sandro, la muerte para él era una presencia física a su costado, no podía estar cambiando todos los días sus actos para alejarla. Giovanni en cambio estaba contaminado por la duda: ¿y si es posible? ¿Y si en verdad se puede modificar un par de cosas y asegurarse una larga vida? El miedo aparece cuando hay algo que perder.

Casi todos los vecinos de la cuadra de los Rambos estaban unidos por lazos de parentesco, de sangre o políticos. Unos quince eran miembros del combo que protegía la cuadra y que perdía su influencia hacia la esquina izquierda. En ese límite había un bar en el que se reunían los integrantes de un combo enfrentado a los Rambos, “los enemigos” para Sandro y Giovanni. Las jurisdicciones son tan pequeñas como el número de integrantes de un combo. Si eran diez o quince la seguridad no se extiende más allá de los cien, a lo sumo doscientos metros. Los de la esquina izquierda, entonces, eran eso, los dueños del territorio de al lado y el código mudo de las comunas dice que no se deben cruzar límites ajenos. Nunca supe si fueron ellos quienes habían matado a Rambo, el joven que bautizó el combo. Pero sí que la pandilla de Giovanni –y Giovanni mismo– había perdido el esplendor que disfrutó mientras vivía su líder. Habían tenido todo un arsenal, con granadas de guerra incluidas. En el momento en que los conocí, discutían entre ellos cuál había sido el destino de esas armas. Giovanni mismo era mirado con desconfianza, la viuda de Rambo lo acusaba de tener unas cuantas escondidas, pero él lo negaba. Sólo le quedaba una carabina y un .38, para su defensa personal y la de su familia.
Los de al lado no podían pasar por la cuadra de los Rambos y los Rambos no podían pisar el bar. Para los jóvenes de las comunas de Medellín, pertenezcan o no a algún combo, es fácil quedar estancados en la geografía de la sierra, cercados por las amenazas de unos acreedores sin intenciones de negociar. ¿De qué se tratan esas cuentas pendientes? Hay tantas razones para convertirse en deudor como conflictos: haber robado en una zona no permitida, haber invadido el territorio, tener armas que otro desea, o mujeres. Haber puesto en peligro a esas mismas mujeres, o a los niños. En algunos casos ya se ha olvidado cómo empezó la larga cadena de venganzas que hace que un combo se la tenga jurada a otro. En todo caso, ¿qué sentido tiene remontarse en el pasado cuando la amenaza de muerte obliga a un presente continuo que se consume siempre en el instante? Yo estaba con los Rambos y tenía que cuidarme de pisar el territorio de al lado, eso era todo lo que tenía que saber y hacer para mantenerme a salvo. “No involucrarse con nadie tampoco es suficiente –me había dicho en Cartagena un colega al que conocí en la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que me había becado para llegar a Colombia–, a veces uno queda atrapado en los conflictos de otros, como en una telaraña invisible de la que no se puede despegar. La única manera de salir entero –concluyó el colega– es saber retirarse a tiempo.” Tuve muy presente la última parte de su advertencia; lo de no involucrarse, ya se sabe, es imposible. De hecho ahí estaba yo, cercado en la cuadra de los Rambos como si fuera uno de ellos.
En todo el tiempo que pasé en lo de Giovanni, no logré acostumbrarme al sonido de las balas. Desde que me despertaba y hasta que caía rendido de sueño se escuchaba su estruendo como la banda de sonido de una mala película de acción. Pero aquí no había actores. Giovanni y su familia se reían de mis sobresaltos, ellos podían diferenciar las balas de los petardos de la noche de brujas, calcular la distancia de los disparos, el tipo de arma, y según esos datos, hacia quién estaban dirigidas. Sólo se asustaban si había necesidad. Es difícil acostumbrarse, sobre todo cuando se ven cada noche los cuerpos que alojaron esas balas.
Pude ver a las personas que latían antes de engrosar las estadísticas de muertos diarios cuando fotografié el trabajo del comando CTI. Con este grupo que dependía del Departamento de Justicia y que acompañaba a un fiscal armado para intervenir inmediatamente en cualquier escena que implicara un muerto, me quedaba hasta la madrugada. Alternando conversaciones increíbles con acciones desesperadas para levantar cuerpos en escenarios tan calientes que todavía podía olerse la pólvora recién percutada. Esos hombres que se protegían con ametralladoras para hacer su tarea hacían chistes tan negros que Sandro los envidiaría.
La primera noche que pasé con ellos me dijeron que traía suerte. Esa vez no hubo en toda la ciudad más que muertos por causas naturales. Otras, aseguraron, se llenaba la morgue con más de una docena de cuerpos, cortados por navajas, acribillados de balas. Y ni siquiera esa cifra les parecía demasiado: durante la época en que Pablo Escobar mandaba en Medellín los muertos se contaban por veintenas. Me lo decían mientras esperábamos en su cuartel que la muerte llamara, los obligara a subir a las camionetas y a serpentear por las pendientes de las comunas en busca de eso que un cadáver tendría para decir al fiscal. No estaba permitido llevar a un extranjero a esas rondas, al menos eso suponían. Pero como la ley no estaba escrita, me subía a la camioneta con ellos. A las cuatro de la mañana volvía en taxi a lo de Giovanni sabiendo perfectamente de qué estaban sembradas las laderas de las comunas.
Hasta el momento en que decidí irme, puedo decir que tuve miedo una sola vez. Fue una noche en la que no iba a salir con los del Departamento de Justicia. Ibamos a comer un pollo en la terraza de Giovanni, Sandro me invitó a acompañarlo en busca de uno, ya cocido, para no hacer trabajar a la abuelita. El único lugar en el que se podía comprar un pollo a esa hora era en el bar donde se juntaban los enemigos. Ir ahí parecía una manera inútil de tentar al destino. Aunque lo intentó, Giovanni no pudo evitar que fuéramos. Sandro se reía tanto, era tan provocadora su seguridad que yo también quise tener un gesto de valentía a su lado.
La noche se hizo tan espesa como un jarabe en cuanto entramos al bar. Caminé junto a Sandro hasta el mostrador, sin mirar a los lados, buscando con los ojos un punto fijo delante, más allá de cualquier otra mirada. No hubo ni un solo comentario sobre la mesa de pool, el calor agobiaba como siempre. Atravesé el silencio como a una cortina para insectos colgada justo sobre la puerta. Sandro me hablaba sin detenerse, como si camináramos inocentemente por un paseo de compras. Me vieron, pensé, son más de veinte en este bar, ahora saben quién soy, con quién estoy, entré en el mapa de parentescos de la comuna. Sentí el peligro como un chorro de agua helada dentro de mi columna.
Sandro volvió solo a buscar el pollo un rato después. Era evidente que las fichas se habían movido. Mientras comíamos, implorando por un poco de fresco en el balcón que da a la calle, dos de los que mandaban en la esquina de la izquierda pasaron lentamente por la cuadra, desafiando las fronteras de este territorio, mirándome a los ojos sólo a mí desde una moto demasiado plateada para rodar por las comunas. Esa noche me costó dormir. Tuve miedo. Ya no me protegía el anonimato y me sentía culpable por haber violado las reglas. Yo sabía que no tenía que pisar el bar. Sin darme cuenta, había entrado en esa lógica en la que cualquier cosa parece un buen motivo para matar.
¿Sería este el momento de retirarme a tiempo? ¿Era el miedo un alerta? Al día siguiente ya me parecía que no, que todavía quería ver algo más, no sabía qué, pero recién empezaba a entender cómo era que se vivía en una lugar donde la vida y la muerte eran tan abundantes, tan escandalosas en su contraste. Se puede temer, se puede sentir el calor de la adrenalina latiendo en las sienes, pero con la luz se vuelve a las cosas de todos los días: preparar la comida, ocuparse de los chicos, cambiar de peinado o de ropa. Lo que todos hacemos a diario.
El final no estaba lejos, de todos modos. Lo supe la noche en que subí en la camioneta del CTI para acompañarlos a buscar un cuerpo aparecido en el límite del sector popular 1. Treinta puñaladas lo surcaban, sus órganos se derramaban en una esquina, a tres cuadras de la casa de Giovanni. Mientras la camioneta subía la cuesta, hiriendo la noche con la luz de los faros sobre los muros roídos de balazos, fui reconociendo el camino. Podría haber sido en cualquier otro lugar, pero el muerto estaba ahí, en la comuna nororiental, a metros del lugar al que debería volver a dormir. La lluvia había lavado el cuerpo, sobre el asfalto corría un agua sucia con estrías de sangre. Llovía con tal persistencia que parecía que los techos iban a hundirse bajo la corrosión de las gotas. No había nadie más en la calle que el operativo policial que acompañaba al grupo del CTI, y el cuerpo inerte. Sabía que íbamos a buscar a un decapitado pero fue una sorpresa ver cuánto pesaba esa ausencia a la altura del cuello.
La cabeza estaba en la parte más alta de la ladera. La había recibido la madre del asesinado, en una bolsa, de manos del chofer de un bus. Los Triana, la pandilla que sostenían los paramilitares, había ajusticiado a su hijo porque en un tiroteo de esos que se relatan como partidos de fútbol había matado una nena. Los errores en esta geografía se pagan caro. Hasta la casa de la mujer no se podía llegar con ningún tipo de vehículo. Es una cuestión de respeto, me dijeron, entramos caminando, hacemos lo que tenemos que hacer y salimos, sin mirar al costado, sin dudar. Trotamos cinco cuadras cuesta arriba, desplazando el agua acumulada en el pavimento. El chapotear de los pasos nos guiaba, cada foco de la calle había sido convenientemente destrozado, es una medida de seguridad para los pandilleros que, todos sabían, nos apuntaban desde las terrazas.
La mujer había dejado caer la cabeza en el lugar mismo en que se la habían entregado, y ahí estaba todavía, sobre un callejón, cubierta amorosamente con un paraguas para protegerla de la lluvia, para devolverle la dignidad amputada de un solo machetazo. ¿Qué más podría ver después de eso? ¿Quería ver algo más? Fotografié la cabeza un instante antes de que la recogieran. Los del CTI se preguntaban en sorna si bastaría con labrar media acta. Teníamos que irnos rápido, quedarnos podía interpretarse como una provocación. Desandamos las curvas del camino empujados por la pendiente que bajaba. Subimos a la camioneta, el que manejaba y el acompañante llevaban sus armas empuñadas fuera de la ventanillas. Ese gesto dejaba claro que el peligro no había pasado. Cerré los vidrios de la parte trasera y me agaché un poco, no quería que descubrieran el temor que vibraba en mi pulso. El conductor me miró por el espejo retrovisor, no Alfredo, me dijo, las ventanillas tienen que estar bajas. En los combos se desprecian los gestos del miedo y así podían interpretarse los vidrios cerrados.
Cuando volví a lo de Giovanni, empapado de lluvia y transpiración, recordé la advertencia de mi colega de Cartagena. Esa noche había llegado tan lejos como podía. Entendí que era el tiempo de irme.
Tal vez un solo día más hubiera empeorado las cosas, los hilos de la violencia habían empezado a tejerse también en torno de mí. Giovanni tuvo que acompañarme a partir para protegerme: en la cuadra ya había quien decía que había que robarme, quitarme las cámaras, obligarme a dejar todo como diezmo en ese barrio que me había permitido ver lo que yo quería. Mi amigo se opuso, se peleó con quien creyó necesario, consiguió, de una o de otra manera, que yo saliera de la comuna con lo mismo que había llegado, y con los rollos en los que me llevaba lo que había vivido.

Meses después de haber dejado Medellín supe por Giovanni que cuatro de las personas que había conocido fueron asesinadas. Cada tanto hablamos por teléfono, como viejos amigos separados por la distancia. Él no ha visto ninguna de las fotos que le tomé. Cada tanto, las pocas veces que algún trabajo extra me lo permite, le envío una parte del dinero que gano. Giovanni es un verdadero artesano del calzado femenino y todavía sueña con montar su propio taller.

Testimonio recogido por Marta Dillon.

Compartir: 

Twitter

 

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.