El largo adiós
Ausente de los videoclubes locales, es lanzada en copia impecable La última película, aquella joya con los casi púberes Jeff Bridges, Cybill Shepherd y Tim Bottoms filmada por Peter Bogdanovich cuando era discípulo de Orson Welles.
Sigue siendo una película tan buena que es difícil explicar su escasa circulación. Por más que figure en las listas más cinéfilas, de alguna manera es una especie de clásico secreto. Y es la obra maestra de un tipo que ama(ba) las películas, basada en la novela de un tipo que, se dice, las odiaba.
La historia de La última película (The Last Picture Show) comenzó un poco accidentalmente en la caja de un supermercado, cuando Peter Bogdanovich descubrió el libro de Larry McMurtry y, fascinado por el título, lo tomó, lo hojeó un poco y lo descartó, tan neoyorquino él y tan poco interesado en una historia ambientada en Texas. Sólo volvería a él por recomendación de su amigo (el actor) Sal Mineo. Poco después, el director de Míralos morir (su único largo de ficción hasta ese momento), ex alumno de la escuela Roger Corman, adaptaba el libro junto a su autor, quien llegó a lamentar que la novela no incluyera algunas de las escenas que surgieron durante la escritura del guión y el rodaje. La filmación en sí fue una experiencia tormentosa: el equipo no sólo pasó diez semanas trabajando en un pueblo en el que no eran bienvenidos (la novela le era más vale hostil y McMurtry no había tenido mejor idea que dedicársela, con evidente sarcasmo) sino que en ese lapso Bogdanovich rompió su matrimonio con la productora Polly Platt para irse con la estrella del film, Cybill Shepherd –hasta ese entonces tan sólo una modelito descubierta en la tapa de una revista–, tal vez enamorado de la rompecorazones Jacy que ella interpretaba en el film. La relación de Tim Bottoms (Sonny, el protagonista) con Bogdanovich (que originalmente había pensado en John Ritter para ese papel) no fue la mejor, y al día de hoy el actor sigue haciendo comentarios sarcásticos en las historias orales con las que se ha rememorado el rodaje. Tal vez asaltado por el espíritu de quien ya por entonces era su mentor, Orson Welles –que fue quien le recomendó, sabiamente, que filmara esta película en blanco y negro–, Bogdanovich vivió en The Last Picture Show un preludio de lo que sería su tormentosa vida personal y profesional desde los treinta años en adelante.
Pasaron tres décadas desde de su estreno, pero la cuestión se sigue discutiendo: no es exactamente una película sobre el cine, ni una historia de iniciación, ni una elegía texana. Sin embargo, en su relato hay una sala de cine que cierra, varias adolescencias que llegan a su fin, alguien que se va, una suerte de “patriarca” que muere, el letargo de un pueblo polvoriento. Lo que prevalece es la sensación de que algo se termina. Se dijo que es “una película de los años setenta sobre los años setenta”; y que el sexo adolescente aparecía de una manera en que no se lo hubiera podido ver ni en los cincuenta ni en los sesenta. Bogdanovich cambió la última película del título (que era un western clase B en la novela) por la más significativa Río Rojo, de su admirado Howard Hawks. “A él lo conmueven tanto como a mí las cosas que terminan –dijo McMurtry sobre el director–; la decadencia de las épocas, de las generaciones, de las parejas, de un pueblo. Yo debería haber deducido esto de sus sentimientos por Ford o Hawks, los más elegíacos de nuestros directores.”
Veinte años más tarde, novelista y director retomaron la historia y los personajes en la muy buena Texasville, que parecía escrita a la medida del único actor que retenía su status estelar (Jeff Bridges) y de Shepherd, que había resucitado gracias a la televisión. En cuanto a Bogdanovich, que hoy lleva bastante tiempo desaparecido del radar hollywoodense, entre telefilms y un relativo éxito con la reciente de The Cat’s Meow, él está convencido de que hoy La última película no encontraría distribuidores ni exhibidores siquiera en el cable. En su momento fue todo un éxito –el primero de una seguidilla de tres– y unos productores se le acercaron entonces para ofrecerle un proyecto de cierta importancia. “Tenemos una novela de Mario Puzo”, dice que le dijeron. “Ni siquiera pregunté de qué trataba el libro –recuerda–. No quiero hacer una sobre la mafia”, contestó Bogdanovich, y el resto es historia.