Domingo, 27 de marzo de 2005 | Hoy
ANTICIPO > LA AUTOBIOGRAFíA DE JUAN JOSé SEBRELI
Intelectual polémico casi por naturaleza, siempre en
la periferia de la Academia, formó parte de Contorno, aquella revista que en los ’50 reunió a una generación de escritores y ensayistas (los hermanos David e Ismael Viñas, Carlos Correas, Oscar Masotta) que sacudió el panorama intelectual argentino como nadie desde entonces. Autor de lúcidos libros sobre temas tan
diversos como los Anchorena, el peronismo, Mar del Plata, la vida homosexual en la Buenos Aires de antes y la historia de las ideas políticas nacionales, Juan José Sebreli publica por estos días El tiempo de una vida, una autobiografía en la que no se guarda nada. Radar reproduce algunos de sus tantos pasajes jugosos.
Otros barrios, ya no habitacionales, sino de paso, marcaron mis años juveniles: las zonas bohemias de las calles Viamonte, entre el Bajo y Maipú, desde fines de los años ‘40 hasta los últimos 60 —la “zona”, según la jerga–, y Corrientes, entre Cerrito y Callao, hasta los ‘70. Fueron verdaderos guetos frecuentados por iniciados, intelectuales y artistas que encontraban en sus recodos íntimos una topografía de la que habían carecido, a pesar de sus nombres, los grupos literarios de Florida y Boedo.
No quiero incurrir en un nuevo mito; las analogías precisan reconocer sus límites: ni la calle Viamonte ni Corrientes llegaron a ser nunca el Quartier Latin o Montparnasse o Saint-Germain, ni Bloomsbury ni el Village ni Kreuzberg. Estos fueron auténticos barrios bohemios, donde escritores y artistas no sólo circulaban sino que habitaban. En Viamonte y en Corrientes y sus alrededores, salvo excepciones, casi nadie residía, toda la gente que pululaba por las tardes en Viamonte, y por las noches en Corrientes, las abandonaba a cierta hora y se dispersaba por variados y, a veces, lejanos barrios. H. A. Murena y yo vivíamos en Constitución, a pocas cuadras de distancia uno del otro, pero jamás se nos hubiera ocurrido darnos cita allí. Lo hacíamos en Viamonte, llegábamos en tranvía, cada uno por su lado y, al anochecer, regresábamos juntos caminando. Era habitual que nos detuviéramos en almacenes con despacho de bebidas, donde Murena tomaba de pie un vaso de ginebra.
El auge de la calle Viamonte comenzó a mediados de los años ‘40 por una casual confluencia de instituciones culturales: el viejo edificio de la Facultad de Filosofía y Letras que hoy alberga el rectorado de la Universidad de Buenos Aires, la redacción de la revista Sur, en la misma esquina, la cercanía del Instituto de Arte Moderno –precursor del Instituto Di Tella– y el teatro Los Independientes, así como numerosas galerías de arte, hicieron la fama de la zona. A su alrededor se fueron instalando librerías, como Verbum, dedicada a la literatura argentina, cuyo dueño Paulino Vázquez había sido ordenanza de la facultad, exonerado por el gobierno peronista. María Rosa Vaccaro y sus amigas, en cambio, daban a Letras un aire más sofisticado. Mis primeros acopios de libros y revistas franceses los hacía en Galatea, cuyos dueños eran dos emigrados franceses, Félix Gattegno, frecuentador de los surrealistas, y Pierre Goldschmidt, militante de la Resistencia.
El principal lugar de encuentro era el café; la obstinación de amontonarse en un lugar y el retorno incesante al mismo evitaban el tedio de sentarse sin compañía en un sitio concurrido por los que estaban “fuera de ambiente”. Ibamos a todos los cafés de la zona; no obstante, cada uno tenía su modalidad propia. A la “confitería” Jockey Club de la esquina de Florida y Viamonte, los espejos y sofás de cuero le daban cierto aire montparnassiano. Fue, junto con el Richmond de Florida, el preferido por los establecidos, los highbrow; allí el cóctel habitual era el “clarito”, una mezcla de gin y vermouth. Los estudiantes de Filosofía y Letras, de Bellas Artes, los aspirantes a escritores y artistas elegían el Chambery, de San Martín y Córdoba, el Cotto de Viamonte y Maipú y sobre todo el Florida, enfrente de la facultad.
A los militantes políticos, aunque andaban más por los cafés de Corrientes, también se los veía por Viamonte, reunidos con los estudiantes reformistas y los intelectuales “comprometidos”. Había socialistas, en menor medida comunistas, muy pocos trotskistas, y a los peronistas les faltaban todavía muchos años para hacer pie en la universidad.
Por cierto, no era necesario realizar actividades tan definidas para llegar a la calle Viamonte; entre sus concurrentes algunos tenían historias convencionales, no pertenecían a ningún grupo ni les interesaban especialmente las cuestiones culturales, venían atraídos por el aire de bohemia o la posibilidad de aventuras sexuales, tan escasas entonces. Tampoco faltaron aquellos que no encontraban lugar en ninguna parte e hicieron su refugio de aquellos cafés. Entre ellos recuerdo a Renée C.,una suerte de mujer fatal, precursora en el consumo de drogas y que mantuvo unas borrascosas relaciones con Masotta.
El bello Sergio Mullet, poeta, anarquista, actor y guionista de una sola película que pocos vieron y creador de la revista Opium, pretendió resumir la visión de la bohemia de Viamonte. Alberto Greco, entonces poeta y dibujante frustrado, se alimentaba con los sandwiches del día anterior que le daban los mozos de la Jockey.
Algunos de estos personajes eran miembros marginales de las familias patricias, una especie de oligarquía bohemia: Arturo Jacinto Alvarez, que dilapidó varias herencias en fiestas extravagantes y terminó en un asilo de mendigos; Juan Bautista “Cabito” Bioy –primo de Adolfo Bioy Casares y pariente del general Lanusse–, vestido con ropa elegante, regalada por sus parientes ricos, pero sucia y ajada, que acentuaba su aspecto de clochard; Adolfo Laclau, otro pariente pobre, esnob que se burlaba del esnobismo y que terminó arrojándose de un balcón; Adolfo “el Gordo” Mitre, cuya sensibilidad exquisita contrastaba con una figura grotesca y tambaleante y a quien la turbulencia de su vida bohemia frustró el talento literario.
Una figura rara era Alicia “Lizzi” Justo, la hija de Juan B. Justo y de Alicia Moreau; por entonces mujer de Murena, con sus vestidos de tonos grisáceos y un rostro pálido casi blanco, con rasgos que recordaban a los retratos de Spilimbergo.
Fui amigo de uno de los personajes extraños de Viamonte: Iaros, un ucraniano con inconfundible y hermético rostro eslavo, ojos inquietos, pelo muy rubio y vestido casi siempre de negro, como un punk antes de tiempo. Solía andar por todas partes, presente y a la vez ajeno a lo que ocurría, con su cámara fotográfica colgada del cuello, lista para registrar los lugares insólitos de la ciudad; “fotógrafo metafísico” gustaba autodesignarse. Estragado por el alcohol y la incipiente locura, intentó ahogar a su mujer, filósofa y bailarina –un cuento de Bernardo Kordon recuerda el episodio–, en la misma bañadera que usaba como improvisado laboratorio para revelar sus fotos. Lo vi por última vez, envejecido y maltrecho, en el cuarto de un conventillo de la Boca; después supe que había sido internado en el Borda.
La calle Viamonte no era nocturna; su movimiento comenzaba a media mañana y alcanzaba su apogeo entre las seis de la tarde y las nueve de la noche. Después, los habitués de los cafés que se demoraban optaban por ir a comer a los restaurantes populares de la zona: El Farolito de la cortada Tres Sargentos, La Escalerita de Lavalle y 25 de Mayo, y algunos fondines donde almorzaban los estibadores del puerto: el Dorá, El Navegante y El Genovés. Si se disponía de más dinero se iba, fuera de la zona, a la cervecería alemana Adam’s de Retiro o al Edelweiss de Libertad y Corrientes, frecuentado por gente de teatro. Asistí impávido en este último a uno de los episodios que pasaron a los anales del folclore local de esos años: una batalla campal entre David Viñas y un grupo de poetas surrealistas acólitos de Oliverio Girondo, quien debió pagar los platos rotos.
Cuando el clima predisponía, eran habituales las caminatas hacia el río, por Viamonte hasta la Costanera. Al terminar esa calle, en una esquina que daba al puerto se levantaba The First and Last, un bar con clima de cine francés negro –Marcel Carné había puesto de moda los muelles– donde se fusionaban el bajo fondo y la bohemia en un ambiente de marineros que traían remembranzas de otros puertos y una aureola erótica. Era tal la atracción de los marineros –hoy una estirpe extinguida por el declinar del transporte marítimo– que un conocido de Viamonte, Michel, se enganchó en un barco para agregar un toque más a su seducción.
La pacatería de la época veía a los habitués de la calle Viamonte como desenfrenados, aunque en realidad no lo eran tanto. Llamaban la atención las melenas, todavía no demasiado largas, las barbas, las pipas, los pulóveres negros de cuello alto, las camisas abiertas sin corbata, los gabanes marineros comprados en Eduardo Sport, cerca de la estación Pacífico. El estudiado desaliño resultaba un saludable ataque a la solemnidad tradicional, no obstante se seguía usando saco hasta en verano. En las mujeres, la osadía estaba en fumar en público; sin embargo, pocas se arriesgaban a llevar pantalones. Algunos bebían pero no había drogas, la marihuana recién ingresó a fines de los ‘60 al bar Moderno. A las relaciones extramatrimoniales, tan novedosas, se las consideraba revolucionarias, aunque no faltaron intercambios de pareja entre los integrantes de un mismo grupo. La homosexualidad todavía permanecía secreta; el movimiento gay era impensable y el feminismo estaba lejos. Casi nadie se psicoanalizaba aunque algunos asistían a sesiones con ácido lisérgico y mescalina suministrados por los doctores Alberto Fontana y Francisco Pérez Morales. Una palabra lunfarda equivalente al spleen o al ennui, “mufa”, autodefinía a esta generación.
La dictadura de Onganía asestó el golpe final a la calle Viamonte al trasladar la Facultad de Filosofía y Letras a un barrio apartado, para evitar las manifestaciones estudiantiles en el Centro. Otros motivos puramente casuales ayudaron a la declinación de la calle: el viejo edificio de Sur fue tirado abajo para levantar una torre; la Jockey cerró por motivos comerciales, el Chambery se convirtió en pizzería; el bar Florida, en comedero de paso para oficinistas de la city y al Cotto lo despoblaron las permanentes razzias policiales. Las librerías sobrevivieron en un lugar que ya no les pertenecía. Galatea se mantuvo hasta el ‘80, cuando Gattegno decidió retornar a Francia. La calle Viamonte se desvaneció sin resistencia, los bohemios porteños eran demasiado pocos y débiles para arraigar en forma permanente en lugar alguno; habían sido huéspedes inoportunos y se los desalojó con fútiles razones en la primera ocasión.
También los cambios sociales hacían difícil mantener ciertos hábitos. En un país ya en decadencia en los años ‘50, pero todavía con las últimas estelas de prosperidad, la juventud de clase media podía tomarse el tiempo necesario para entrar en la adultez y vivir irresponsable y gratuitamente, algunos sin trabajar, mantenidos por los padres mientras estudiaban o simulaban hacerlo. Se discutía mucho de política pero se militaba poco; era posible autoproclamarse “revolucionario” sin exponerse a peligros realmente serios; la violencia política que irrumpió años después resultaba inimaginable. El peronismo fue un fascismo mediocre y blanduzco, similar al de los primeros años de Mussolini, y no se vislumbraban las sangrientas dictaduras militares y el terrorismo de Estado de los años ‘70. El antiperonismo se refugiaba en esos guetos culturales donde, de tanto en tanto, arremetía la policía o se clausuraba un local. Ese mundo permanecía al margen del oficial, como un último estertor de la brillante cultura porteña de los años ‘20 y ‘30. Se creía que nunca pasaría nada demasiado dramático y el único porvenir al que se aspiraba, inconscientemente, era a seguir viviendo como en el mediocre, pero apacible, presente.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.