La universidad de las sombras
Sartre decía que nunca había sido más libre que en París bajo la ocupación alemana; al estar cercado, cada uno de sus gestos tenía el peso de un compromiso. Durante la última dictadura militar yo me sentía libre, en todo caso, porque seguía pensando y actuando con la obstinación de siempre y ni siquiera escondí mis libros comprometedores, como hicieron otros. Acaso el dramatismo de esos días me provocó una mezcla de sentimientos contradictorios: impotencia, una última tranquilidad fatalista frente a lo irremediable y cierta rara euforia porque tenía conciencia de que esta vez no se trataba de una dictadura tristemente gris y monótona, como la de Onganía, sino que, por fin, habíamos tocado fondo y el riesgo no podía ser mayor.
No sé bien de dónde saqué fuerzas para eludir el pánico; no desconocía los peligros, no hacía falta siquiera salir a la calle: por la ventana de mi cuarto había visto tropas en la azotea de la iglesia de la otra cuadra y cómo se llevaban a curas tercermundistas. En otra ocasión, vi cómo sacaban a alguien del café de la esquina de Pueyrredón y Juncal y lo metían en el baúl de un coche.
Hice vagos proyectos de irme, siempre aplazados, tal vez por un rasgo de mi carácter que tiende a la postergación o por lo que se llamó, en Alemania durante el nazismo, el síndrome del “aparador pesado”; muchos judíos no se fueron, cuando todavía podían hacerlo, por no perder sus muebles. Mi aparador era la biblioteca, los libros, sin los cuales no podía seguir trabajando y, en ese sentido, me sentía identificado con Walter Benjamin, que no abandonó París a tiempo por razones parecidas.
Si hubo, en esos años terribles, algunos momentos de alegría, fueron los transcurridos con los grupos de estudio. Estos se habían organizado en forma azarosa. Profesores expulsados de la universidad, o que nunca habían pertenecido a ella, como yo, y estudiantes insatisfechos por la enseñanza allí impartida comenzaron a formar grupos de estudio en casas particulares, en forma más o menos clandestina; después se denominó a ese movimiento “la universidad de las sombras” o “de las catacumbas”.
Un joven estudiante de historia de la Universidad de Buenos Aires –ahora periodista–, a quien conocía desde años atrás, me propuso hacer un curso sobre teoría de la historia e invitó a algunos compañeros de facultad, de la carrera de humanidades, la mayoría trotskizantes o de la llamada “nueva izquierda”. Comencé, con ellos, los cursos privados en mi casa; a través de la difusión boca a boca, se fueron formando otros grupos y, en algunos momentos, llegué a dar clases todos los días, incluso sábados y domingos. Mi departamento se había convertido, además, en una especie de refugio para conversar y cambiar ideas, algo menos arriesgado que los cafés donde había permanentes razzias policiales.
No obstante, el peligro existía; armábamos con los estudiantes coartadas verosímiles por si eran detenidos entrando o saliendo de mi domicilio, uno de los recursos fue decir que iban o volvían del Studio, un cine en Santa Fe y Pueyrredón, y eso requería saber qué película pasaban ese día.
Quiso el azar que nada ocurriera; de todos modos, estábamos vigilados; en una casa de departamentos de enfrente vivía un informante policial, una suerte de “jefe de manzana”, que se hacía pasar por sociólogo y los domingos invitaba a un asado a los encargados de los edificios de los alrededores para obtener datos útiles. Se sirvió de quien trabajaba en casa para transmitir su deseo de conocerme, invitación que logré eludir.
Encontré a algunos de los estudiantes muchos años después, y reconocieron que los cursos habían sido decisivos en su formación intelectual en esos tiempos cruciales de sus vidas, pero no sospechaban cuán útiles habían sido también para mí.
La dictadura me había privado de algunas compañías –Miguel Coronatto, asesinado; Blas Matamoro, exiliado– y me había traído otras que surgieron en el desarrollo de los cursos. De esos grupos quedaron algunos pocos amigos, ningún discípulo. No lo lamento, y hasta es mejor que así haya sucedido, pues la influencia de un intelectual es negativa cuando se cristaliza en una escuela, con el peligro de caer en la secta y el dogma; quizá sea preferible que la ascendencia perviva dispersa entre anónimos y distantes lectores a los que aliento a mantener alerta su espíritu crítico. Esa ha sido la relación que yo mismo he tenido con quienes he considerado mis maestros de pensamiento.