Domingo, 1 de agosto de 2010 | Hoy
TEATRO > EL PROYECTO VESTUARIOS, DE JAVIER DAULTE
Apenas terminado el Mundial, el deporte desembarca en uno de sus destinos menos visitados: el teatro argentino. Con dos obras que transcurren en dos vestuarios, uno de mujeres y uno de varones, Javier Daulte desnuda las internas, las intrigas y las miserias de todo equipo que tiene que salir a ganar o morir.
Por Mercedes Halfon
Justo cuando los estertores del furor mundialista se acallaron y la palabra vuvuzela dejó de estar en el centro del campo semántico universal, Javier Daulte estrenó Vestuarios. Una obra de teatro deportiva es toda una novedad, más aun hoy, voluntariamente alejada del oportunismo del que hubiera adolecido un mes atrás. Si bien el deporte constituye un subgénero en el cine que ha llegado a los extremos de explicar la unificación de una nación vía un juego de pelota (Invictus), en el teatro local esta temática permanecía casi inexplorada. Sólo algunas menciones fugaces, tangenciales, tímidas apariciones justificadas en usar al deporte para decir “otra cosa”. Pero nunca hasta ahora una indagación profunda de lo que se pone en juego con un deporte reglado y feroz.
Nada parecido a esto entonces, que para no simplificar las cosas, a falta de un solo equipo unificador, hay dos, uno femenino y otro masculino, que no van a enfrentarse, sino a componer dos obras de teatro separadas. Porque no es lo mismo un vestuario de chicas que uno de varones, y esto queda claro al ver los dos espectáculos, uno detrás del otro (aunque, hay que decirlo, cada uno funciona por separado). Hay también puntos en común: los dos equipos son de un club de Almagro, y practican un mismo deporte: el Lacross. Hablar de fútbol en Argentina hubiera sido redundante.
Lo primero que se ve es, justamente, el vestuario vacío. Estamos en Hungría, pero eso importa poco, lo que debemos saber es que estamos ahí por un mundial. Hay unos lockers destartalados, iluminados por la fría y pareja luz que dan unos tubos fluorescentes. Luego, y de forma igual de homogénea, los actores entran y se aprontan para el esperado partido final. En ambos casos la estructura de la obra es la misma: la previa y el después de esa crucial contienda. En el medio, es complejo decir qué pasa. Ambos Vestuarios parecen no tener un centro claro, sino más bien, un territorio de pertinencia. Las dos obras trabajan con una narración constituida por un centenar de pequeñas historias: son los once jugadores igual de protagonistas, y cada uno tira de su mini hilo de acción. En el de hombres: el que se rapó la cabeza como un kiwi, el que da todo por el club, el que los nervios lo hacen ir mucho al baño. En el de las chicas: la que sufre penas de amor, la que padece un sarpullido, las hermanas que compiten, y más. Están en escena todos, muy vivos, hablando casi al mismo tiempo, demandando atención, haciendo las cosas que se hacen en un baño-vestuario con sus cuerpos demasiado cerca de los espectadores, con una crudeza hiper real.
En el caso de la obra de los hombres la situación que parecería entrelazar el devenir de las situaciones es la presencia de una “misteriosa” droga (¿cocaína?) que toman y los hace correr y jugar más y mejor. Pero que luego traerá aparejadas descompensaciones, alucinaciones, y paranoia cuando unos inesperados formularios que deben firmar sobre su no-consumo-de-drogas aparezcan en escena. En el caso de la de mujeres el núcleo es más invisible aún. Hay unas cartitas de amor que vienen y van, e involucran a algunas jugadoras con un húngaro del afuera, pero este conflicto no tiene la presencia suficiente como para convertirse en central. Hay manejos turbios sobre la formación del equipo, entre la entrenadora y las dos jugadoras que tienen más banca, pero tampoco esto es lo clave. Pero entonces, ¿qué lo es?
Podría decirse que una de las mayores apuestas de Vestuarios es que los actores aparecen, en algún momento de la pieza, tal cual vinieron al mundo. Corren moviendo el rabo de un extremo al otro del espacio y se meten –valientes– bajo los raquíticos chorros de la ducha. Más allá de lo poco que los acompaña el clima en esta tarea, la sensación que producen los cuerpos femeninos y masculinos en su aparición directa está en los antípodas de lo esperable. Lejos del célebre “desnudo cuidado” del cine, aquí hay “desnudos descuidados”. Nadie es bello bajo la luz de tubo fluorescente, y más si tiene que correr muerto de frío para meterse bajo el agua helada. Los cuerpos desnudos paseándose mueven a una sonrisa divertida que, en la tensión que crece con la competencia, mutará en una mueca de incomodidad. Como si después de tanto cuerpo desnudo saturando nuestra cultura visual, pudiéramos aquí nuevamente ver un cuerpo real.
En su carencia de conflicto centralizado y convencional, Vestuarios habla de algo colectivo. La desnudez que a todos nos iguala queda incluso por debajo de la que produce el deporte: bajo su dura luz del “ganar o perder”, todos nos vemos horribles. Esta faz es más extraña e inclasificable en el caso femenino, más violenta y resentida en el masculino, pero portadora de una misma oscuridad. Que nada tiene que ver con nacionalidades. Y mucho menos, con vuvuzelas.
Vestuario de hombres va los viernes a las 21 y sábados a las 23. Vestuarios de mujeres, los sábados a las 21 y domingos a las 20. En el Espacio Callejón Humahuaca 3759. Entrada: $ 50.
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