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Domingo, 1 de agosto de 2010

EVENTOS > LA BIENAL DE ESCULTURA EN CHACO

La Resistencia de la escultura

Cada dos años, Resistencia se entrega a disfrutar la llegada de escultores dispuestos a participar del evento que la convirtió en una ciudad con un número notable de obras de arte en sus calles. Desde orientales hasta porteños, veinte participantes munidos de motosierras, moladoras y compresores de aire se entregan a moldear su trabajo mientras dan forma a una fiesta en que la ciudad sale a la calle para mirar, tocar, sentir y pensar el arte.

 Por Leopoldo Estol

Un amontonamiento de autos chocados, oxidados, numerados con aerosol, vistos desde un bus de dos pisos. Como instalación podría estar en alguna muestra de arte que quiera conmover a un público difícil, pero aquí es una parte más del paisaje. Estamos a punto de llegar a la terminal de ómnibus de Resistencia. Las calles se abren a un cielo amplio, algunas casas muy cuidadas exhiben ornamentos que datan de más de un siglo atrás y cuando se examina más detenidamente aparecen esculturas distribuidas en jardines, rincones y veredas. Es algo insólito. Resistencia está poblada por alrededor de 400.000 habitantes que conviven en sus calles con 529 esculturas (la número 530 acaba de ser inaugurada) y esto sin contar las obras que hay puertas adentro. Pero, ¿a qué se debe este despliegue? Cada dos años se organiza la bienal de escultura que empezó tímidamente en 1988 en la plaza principal de la ciudad, llevada adelante por un grupo de escultores que ya habían experimentado la intensidad de encuentros de escultura a cielo abierto en otras partes del mundo. Gracias al incentivo de un empresario mago, la simpatía del gobierno provincial y el calor del público (que, en los días más fríos que el Chaco conoce, es vital) esta última semana en las afueras de la ciudad, Fabriciano Gómez, Mimo Eidman y un grupo de entusiastas inauguraron una nueva edición de la Bienal que sigue creciendo auspiciando la labor de artistas de todo el país y también venidos de las latitudes más lejanas del globo.

Nacional, internacional, desafío. Hay varias secciones en competencia que a lo largo del predio tienen repartidos a los escultores trabajando en sus bloques de mármol o troncos de madera. El espectáculo principal son los veinte escultores equipados con motosierras, moladoras, compresores de aire con los que emprenden un diálogo físico con los materiales. Más tarde aparecen las gubias, martillos y cinceles, el constante golpeteo sobre los bloques elegidos. Verlos trabajar apasiona, el suyo es el ritmo de un obrero afiebrado cuyo deseo orienta la forma. Altas dosis de energía en jornadas de trabajo que empiezan a las ocho y media de la mañana y se extienden hasta la caída del sol, con sólo una pausa para el almuerzo.

Los primeros días de la Bienal la lluvia no dio tregua, lo que restringió algo la llegada del público, pero no detuvo a los artistas, que a pura intemperie y protegidos sólo por las graciosas sombrillas de gaseosa auspiciante depuraban sus bloques transformándolos en formas más suaves, más cercanas al dibujo que cada uno presentó ante la fundación y por el cual fue elegido para este encuentro. La sección de competencia internacional trabajó principalmente con mármol; la sección nacional, en madera. La novedad de este año fueron equipos de profesores y alumnos provenientes de distintas universidades del país, reunidos con el objetivo de convertir un tronco en un algo nuevo que ponga en escena aquello que este año ha sobrevolado todas las casas del país bajo el nombre de Bicentenario.

Mauro Musante es un joven de Rosario que visita por tercera vez la Bienal. Hace dos años presentó una maquinaria construida con maderas y herrajes que hacía accesibles a los chaqueños los proyectos de aeronaves con los que Leonardo Da Vinci le ganó en imaginación a la tecnología de su tiempo. El rosarino logró mediante unas poleas accionar las alas del complejo aparato, que si bien no se separó en ningún momento del piso, despertó en los paseantes la sensación de que la escultura no es algo estable ni quieto. Este año participa del certamen nacional trabajando en urunday –la madera característica del Chaco– un volumen esférico atravesado por cuatro orificios por los cuales se puede espiar una semilla tallada en su centro. A medida que uno le da la vuelta, la semilla se va abriendo y de ella surge un brote enseñando, de una manera simple y poética, que una escultura existe también en la mirada del espectador que rodea y reconstruye el volumen. Si nuestro cuerpo atento sigue al de la escultura, descubre así sus secretos.

Trin Kittikanampol no sabe bien por qué, pero festeja que la mayoría de sus compatriotas al encontrarse sonrían. Nacido en Tailandia, recomienda, además de las hermosas playas y la tranquilidad de las islas, la cocina en la que el wok cruza océanos para ofrecer su particular mixtura de sabores. Siempre se fija por Internet qué anda pasando en el Chaco y esta vez se siente dichoso de haber sido seleccionado para participar. Cree en Buda y en la reencarnación, y señalando un pequeño hoyuelo que tiene próximo a la oreja cuenta que, según su madre, ése es el signo de que antes fue guerrero. Siempre quiso ser artista y se tomó su tiempo para llegar a serlo: haciendo una maestría, desempeñándose como profesor, pero –sobre todo– no imprimiéndole apuro a sus obras. Se encuentra trabajando en palo santo que además de propiedades curativas tiene un olor muy especial. “Es un material fabuloso”, comenta sorprendido del modo en que la tonalidad verde de la madera vira, de repente, hacia el amarillo.

Levon Tokmajyan es un robusto armenio de 75 años que recién llegado a Ezeiza no se bancó ni un día de turismo en Buenos Aires y partió hacia Chaco en el primer bus que salía de Retiro. El viaje se transformó en epopeya ya que el ómnibus paraba en todos los pueblitos dejándolo en plena madrugada de Resistencia. Charlando sobre el tema que le toca representar, teme que con la globalización todos perdamos nuestros tesoros nacionales y terminemos hablando un único idioma. No sabe si la globalización está bien o mal, pero con afecto narra los mitos y rumores sobre el nacimiento de Armenia. Dios le dijo a su amigo Noé que juntara un ejemplar hembra y otro macho de todos los animales y junto a su familia se montara en un barco, Armenia fue la primera nación en proclamarse cristiana y, desde entonces, Noé es abuelo de todos. Estos días, despojando un gran bloque de mármol, el escultor del monte Ararat hace aparecer un par de caballos que llevan una pesada carga. “Hay que sacar la canción de la piedra”, dice recordando sus años en un coro. Su hijo también escultor forma parte de la competencia internacional y ha tenido familia hace poco. El reciente abuelo insiste: “Me gustaría que alguno me salga cantante”, y agrega con naturalidad: “Pero la escultura pesa más”.

Por las mañanas trabaja en una biblioteca y dejó de dar clases para tener más tiempo para sus obras; el misionero Eduardo Ledantes cuenta que el urunday es apenas más blando que el quebracho. Hablando con Matías, un escultor unos cuantos años más joven que vino especialmente desde la Capital para ver la muestra, notan el movimiento de distintas direcciones que aparece en los planos de la pieza de madera y la presencia de dos agujeros en su centro que la atraviesan, integrando el espacio alrededor a la obra, que ahora pasa a formar parte de la figura. Ledantes se confiesa muy afortunado por las distintas vetas que ofrece la madera que le tocó, así que su trabajo ha sido seguir las vetas, remarcar los contrastes explotando la riqueza del material.

Comparadas con las obras recientemente expuestas en ArteBA, las de la Bienal chaqueña son de un tono más... tradicional. Es un lenguaje formal que no ha cambiado mucho: tomar el material en bruto y despojarlo hasta que aparezca un cuerpo nuevo. Una pregunta aparece como inevitable: ¿es saludable o necesario para nuestro inestable arte precipitar siempre algún cambio? Hay una cuestión de equilibrio que vale la pena esbozar: esta Bienal realiza una labor de difusión social con impacto extenso y duradero en la zona, genera una red de alcance internacional y al mismo tiempo, asegura una próspera recepción de los trabajos que presenta, un esfuerzo admirable en una tierra en donde el reconocimiento de los valores aborígenes aún permanece como una tarea pendiente.

La Bienal cumple el rol de interrumpir la rutina de los chaqueños, de pedirles que se animen a tocar, hacer preguntas, pensar acerca de lo que implica la actividad del arte, una producción de objetos que no cumple ninguna función pragmática. Como todo ejercicio de pensamiento, es una manera de intensificar la participación en un tejido democrático. Sin embargo hay ciertas características propias al contexto de esta Bienal de Chaco que sería interesante que los organizadores del evento tomen en cuenta de manera más explícita en una próxima edición. ¿Cuál es la relación de este fenómeno cultural contemporáneo con las tradiciones escultóricas y artesanales de los aborígenes de la región?

El desafío de la Bienal es trabajar en diferentes niveles: interiorizar al público acerca del arte que se produce hoy, incluidos aquellos que no quieren dejar atrás sus lenguas ni sus saberes autóctonos y abrir un diálogo que permita la influencia entre las culturas (y por influencia llamemos a todas las formas y maneras que permiten a la gente más momentos de disfrute). Si una cultura es una serie de fuerzas difíciles de reconciliar entre sí, una bienal es un bailecito que se organiza cada dos años y su programa, un guión o idea a ser puesta a prueba. En este sentido, se percibe el esfuerzo que posibilita un encuentro rico en matices. El trabajo de los escultores es ante todo el sonido de corte y pulido de los materiales, un evento que auspicia un cruce de mochileros que llegan a dedo a ver qué pasa, vecinos que se animan a romper el hielo y el jurado que luego de los días de trabajo da su parecer.

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