Domingo, 26 de septiembre de 2010 | Hoy
CINE > SANTIAGO, EL DOCUMENTAL DEL OTRO SALLES
Además de ser hermano de Walter y director como él, Joao Moreira Salles es hijo de una de las familias más ricas de Brasil. Y durante 25 años, en la espectacular casa de su infancia, tuvo como mayordomo a un argentino llamado Santiago Badariotti Merlo. Ya vacía la casa y jubilado Santiago, Salles salió en su búsqueda y encontró un personaje increíble: dueño de una memoria prodigiosa, melómano, sensible, recitador en latín, amante del arte y autor de una monumental biografía de las dinastías y noblezas de la Historia. Durante cinco días lo filmó. Pero recién años después, cuando Santiago ya había muerto, pudo montar su documental. María Moreno se cuela por las grietas de esas imágenes que hablan tanto del obediente sirviente como de los patrones, y de la delicada venganza que uno se reservaba para los otros.
Por Maria Moreno
Santiago, reflexiones sobre un material en bruto de Joao Moreira Salles es y no es un documental. Camuflado de ensayo sobre las decisiones en torno de un film abandonado durante más de diez años, no he dejado de tentar a la crítica con la eterna monserga de “película dentro de la película” y craneada sobre el sistema de representación. Santiago es el retrato indirecto de Santiago Badariotti Merlo, mayordomo de la familia Moreira Salles durante más de treinta años, cultivado en todas las artes y dueño de una gigantesca documentación sobre dinastías universales que se ha tomado el trabajo de transcribir y comentar en 30.000 páginas, cuyo acopio le llevó toda una vida y en las que incluye la nobleza de Etiopía (73 páginas) y la breve historia eclesiástica de santos, obispos y arzobispos (466 páginas). Santiago, el copista, se ha remontado en esos documentos, que guarda atados con cinta roja importada de París, a las dinastías de Ur; como Francisco Manzano, el autobiógrafo cubano que aprendió a leer en los bollos de papel desechados por sus amos, aprovechó cada viaje de negocios de los Moreira Salles para visitar bibliotecas y saquear papelería de hoteles y así emprender esa vitalicia causa perdida.
Joao Moreira Salles esboza, a través de una voz en off, en los comienzos del film, la escena-epifanía de su infancia en que, luego de que sus padres salieran, escuchó una música y, al llegar a la sala, vio a Santiago tocando el piano vestido de frac. Al preguntarle por la razón de esa gala, Santiago habría dicho: “Porque es Beethoven, hijo”. La identificación puede ser en un artista una razón, pero rara vez puede detallar su alcance. Si Santiago ama las dinastías reinantes y las intrigas eclesiásticas de altura, Joao Moreira Salles va confesando en su film las suyas, a través de citas de los nombres propios del cine. No ignora el conflicto en el hecho de que personaje y ex mayordomo, entre hijo del patrón y director, entre orden de acción y orden de servicio después de hora, se fundan: “Desde el principio había una insuperable ambigüedad que explicaba la vergüenza de Santiago. No era sólo un personaje, yo no era sólo un documentalista. Durante los cinco días de filmación nunca dejé de ser el hijo del dueño de casa y él nunca dejó de ser el mayordomo”.
La narración del realizador –a través de un off radiofónico a cargo de su hermano Fernando, de tono elegíaco pero con ese efecto Dios de toda voz acusmática– declara amor y respeto por el personaje, pero también edita sus documentos de colección, como si éstos tuvieran que ser traducidos en su sentido, adelanta explicaciones, encuadra mucho más allá del encuadre, aunque el texto, por momentos de gran belleza, sea una amorosa e inteligente lectura crítica de la figura de ese Pierre Menard que también es Bouvard y Pécuchet y el autodidacta de Sartre que pretendía leerlo todo en orden alfabético: Santiago.
La película evoca por contraste las delicadas operaciones autobiográficas de Andrés Di Tella en Fotografías, donde él queda expuesto en un juego dinástico sugestivo de trapitos al sol e incorrección política (el terrible enfant suele ser Torcuato) y en el que utiliza una deliberada posición de no prestancia. Y no basta explicar esa apuesta por el hecho de que se juegue entre los de la misma clase y sangre, aun de sus ovejas negras o impostores. Porque en Santiago todo permanece secreto, elidido o sobreescrito: quizá no sea un defecto sino una bandera. Sin duda Joao Moreira Salles quiso rehuir la efusión sentimental, los primeros planos de una cámara caníbal a la que se le haga agua la boca de la lente en espera del momento de quiebre y salid sin duelo lágrimas corriendo que une a Ricardo Fort con el neorrealismo italiano. La reflexión sobre un material en bruto que se declara en el subtítulo de Santiago paraliza la pulsión de simpatía incondicional: el fragmento heterogéneo, la toma repetida, el comentario, alejan de cualquier pretensión de estar recibiendo el documento de una verdad personal. Santiago no es una historia de vida, género que se desarrolla en transferencia, sino una autobiografía dirigida pero (¿de quién o por quién?) con ensayo previo, actuada por ese (¿el personaje , el director?) que abitrariamente, como en cualquier ficción, dice “yo”.
La distancia es literal, Santiago es tomado de lejos, las preguntas en off casi se gritan. Como si él mismo quisiera subrayar esa distancia o el azar de la sordera, Santiago se ahueca las manos alrededor de las orejas haciendo que escucha desde otro mundo y, en efecto, lo está.
Como testigo, Santiago Badariotti Merlo usa toda su picaresca en contrabandear un velado reclamo sindical en una exclamación, dicha casi en un susurro –el susurro es la voz de la conciencia crítica de la antecocina y del lavadero; suena como un chiste, una tomada de pelo autorizada por la familiaridad con el Isidoro Cañones de la cámara: luego de recitar los lujos de una fiesta en el Versalles del barrio de la Gávea en donde cenaban doscientos bajo la protección de 25 meseros –la recitación es lo contrario a la puesta en testimonio– desliza “y después yo tenía que lidiar con todo eso”. Y, también como al pasar, bajo la modesta forma de adverbio condicional, en una frase en la que el tema es de gran formato, precisa: “No diría que fui feliz en Gávea, pasé aquellos años muy contento”.
En ningún momento de la película, Santiago, por más que repite obedientemente una y otra vez determinada escena, permite que el espectador olvide que está actuando, o sea que no entrega nada a ningún miembro de esa familia acomodada de la que está jubilado. No bien hace un remate que es, para cualquier montajista, un corte cantado, él encima un gesto de revelar el proceso de producción: muecas de “¿Y que más?”, caras de hastío dirigidas a cámara, cuándo no, unos “¡¡¡C’est tout!!!” y un exabrupto de las manos –en el final llega a arrojar al piso su bastón– propios de las divas de su devocionario para dirigirse a un director de filarmónica despreciable, luego de un ensayo fastidioso.
Sería inexacto decir que Santiago habla portuñol: habla un español chapurreado aquí y allá por términos en portugués, bastante obvios por otra parte –amén de unos latines de iglesia y un francés cortesano–, como quien se dirige a los de su misma lengua por sobre la cabeza de su realizador. “Aquí estoy en mía cocina con mi máquina Remington, mía bella ametralladora donde cuarenta anhos, escribí, batí todos mis abortos mentales, abortos de barbaries, o sea sátiras. Y aquí de manhâ, cuando me levanto, tomo mi café y es cuando viene a mi memoria las lembranzas de mi infancia en el campo.”
Inopinada o no, esta manera de hablar de Santiago, subtitulada para el film, introduce en él un cierto factor copia que es la marca de su “vicio” coleccionista.
Josefina Ludmer encuentra en ciertas tradiciones argentinas una idea de colección distinta de la de enciclopedia, propia de la cultura alta europea, y lee en Walter Benjamin su condición de serie de cosas dispersas que al ponerse en contacto constituyen “un nuevo conjunto dotado de identidad propia”. La colección excluye al objeto de su antigua función para ponerlo en familia bajo la lógica de una completud siempre ilusoria.
Si la enciclopedia es totalitaria en su objetivo de contenerlo todo, en la colección siempre hay una pieza que falta. Pero la colección de Santiago parece implicar una pequeña venganza. El, mayordomo de los Moreira Salles de los bancos y la política, colecciona transcripciones propias de biografías de dinastías célebres en donde, sin duda, la pieza que falta no es la que él ya tiene, aunque haya sido a su servicio durante treinta años, sino la pieza deliberadamente excluida. Es como si Santiago, con su vicio coleccionista, les dijera a los Moreira Salles: “Ustedes no son los Borgia ni los Rímini ni los Médici, vuestra dinastía es la de los despachos con vista al mar, la City y las embajadas de Peyreffite” (autor que Santiago seguramente no ignora).
Una sola vez Santiago se sale de libreto y es, casi al final, cuando ya no queda cinta, según se oye decir en off a Joao:
–Ahora podría agregar “¡escucha, Joancinho! ¡Joancinho! Tengo todavía un soneto que es muy simpático porque pertenezco a un grupo de seres malditos”.
–No hay necesidad de entrar en eso.
Joao Moreira Salles le corta un parlamento que se adivina íntimo aunque deja toda la secuencia en el film y confiesa en off: “Y al final, cuando intentó decirme qué era lo más cercano a él, no logré encender la cámara”.
Mucho de lo que parece haber deslizado Santiago como versión propia y rebelde ha sido bajo el aval, si no con el auspicio, de Moreira Salles. Entonces Santiago es también el fruto de la complicidad histórica entre los criados y los niños ricos, capaz de alcanzar todos los grados que van desde la iniciación sexual hasta el nacimiento del arte, a través de los relatos prohibidos, los sadismos por turno, toda esa bicoca pecaminosa que se cruza a la novela edípica: sucede en la parte de atrás de los palacios y es algo así como la ropa interior de una heráldica auténtica o comprada.
La sutiliza de Santiago (reflexión sobre un material en bruto) no puede ponerse totalmente del lado del autor ni del personaje, es algo que sucede entre ellos, aun con los lugares establecidos por jerarquías superpuestas, que quedan jaqueadas en el hecho de que sea el “patrón” el que herede al mayordomo: el archivo de dinastías célebres pasó a Moreira Salles al morir Santiago.
Es un misterio si, cuando se pide a Santiago que haga memoria de su vida y él sólo cuenta del tiempo en que vivió con los Moreira Salles, su vida en servidumbre, ha sido su elección espontánea o no. Cuando la voz en off dice, siempre en primera persona, que cuando el realizador y su equipo fueron a visitar a Santiago en su modesto cuarto-archivo de Leblon, él les dio servilletas embebidas con alcohol y alcanfor, ¿era para que no lo infectaran con el pasado o para no infectarlos él a ellos (reflejo de criado higienista) de su precario presente? ¿Quién tiene más compromisos? ¿Santiago con sus ex patrones o Joao con su familia viva o muerta, a la que debe proteger de las habladurías?
Hay una escena impresionante en más de un sentido, en la que Santiago debe representar el estar diciendo una oración, y se escucha la voz de Moreira Salles ordenando “Santiago, mantenga su postura un poco, piense en su abuela, en mi madre, sólo diga requiem in pace, amén, nada más”. Y Santiago lo hace con el agregado adulador: “Que me acompañe su espíritu si pienso en ella, señor”; y así, el director, hijo del ex patrón, ha delegado en él un homenaje a su madre. Seguramente es un descargo por haberle dejado u ordenado contar a Santiago sobre el día en que la señora le impidió irse de vacaciones justo cuando era su cumpleaños porque lo necesitaba para una fiesta, pero ordenó a sus invitados que brindaran por él con champagne.
El desafío del cine documental es el de hacer algo con el objeto en lugar de dejarse extorsionar por él o simplemente dejarlo ser. El exceso de Santiago personaje exige mediaciones estéticas y de reflexión sobre el género autobiografía delegada que Moreira Salles cumple con la elegancia con que Santiago se ponía frac para tocar Beethoven y hasta se despoja como un San Francisco cuando le deja dos larguísimas “arias”: el ballet de manos y el acompañamiento de castañuelas de un clásico.
Entre la sindicalizada Fanny de Borges y las criadas de Genet, Santiago Badariotti Merlo, sin llegar al crimen, desliza su verdad mintiendo y haciendo señas desde la cocina del ensayo de Joao Moreira Salles. Aunque es fácil imaginárselo soñando con haber sido testigo directo de una dinastía reinante, como esos criados que el duque de Westminster, apodado Ben D’Or, hacía ir a la guerra para liberar compatriotas en el desierto de Libia con una flotilla de Roll Royce y, en las treguas, le lustraran los zapatos y sirvieran coctails a un ejército de niños bien (había sido un novio de Chanel).
Santiago se puede ver todos los sábados a las 19, hasta el 6 de noviembre, en la Fundación Proa (Av. Pedro de Mendoza 1923).
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