Domingo, 9 de junio de 2013 | Hoy
Para más de una generación, Superman no ha dejado de ser un amable muchacho de capa roja que sonríe todo el tiempo. O sea, Christopher Reeve, un defensor del estilo de vida norteamericano con antagonistas claramente identificables. El tiempo pasó y no sólo en la vida real. En la primera década del siglo veintiuno, fue la hora de revisitar Batman y de volver a sus orígenes para dotarlo de una sensibilidad actual y una renovada agenda política. Por eso no es de extrañar que el Superman de Christopher Nolan como productor y guionista y del director Zack Snyder, jamás sonría. Una vez más, y a 75 años de su primera aparición, se vuelve a contar los inicios del más súper héroe de los héroes de historieta. El resultado es El Hombre de Acero, versión tan oscura como atormentada de un alienígena que no termina de encontrar su lugar en el mundo.
Por Mariano Kairuz
“Esto no es una fantasía”, dice Marlon Brando, con una seriedad caricaturesca (valga el oxímoron), y de golpe estamos en el gélido planeta Krypton, y metidos de cabeza en un mundo nuevo: el de la cultura pop a punto de ser liderada –como en los años ’30 y ’40– por los súper héroes. Exactamente las mismas palabras de Brando dice, en su primera línea de diálogo, Jor-El, advirtiendo a sus pares sobre el inminente y anunciado final de su planeta, y advirtiéndonos a los espectadores que esta vez sí, que ahora va en serio, que a partir de este momento los protagonistas de las películas más populares de Hollywood van a ser tipos con calzas y capas de colores.
Hay que recordar que al momento del estreno de Superman: la película (diciembre de 1978) no había superproducciones sobre paladines de la justicia con superpoderes, que eran una propiedad desdeñada por los productores de los estudios, que los consideraban un material exclusivamente infantil y escasamente redituable para los costos que entrañaba llevar a la pantalla las bizarras historietas de antaño. Aquella primera Superman era producto de la iniciativa y el empeño de dos productores polacos, Alexander e Ilya Salkind (padre e hijo). El primero había trabajado con Orson Welles en Europa. Ambos venían de amasar una fortuna con dos películas sobre Los tres mosqueteros dirigidas por Richard Lester, y juntos diseñaron un plan para darle cierto “prestigio” al proyecto con el fin de recaudar el altísimo presupuesto que requería semejante empresa. Hoy, treinta y cinco años después de aquella formidable Superman, parece increíble que la Warner haya renunciado a controlar cada aspecto de la producción de un film basado en una creación tan valiosa, reservándose en un principio nada más que los derechos de distribución, pero debe recordarse que eran otros tiempos y Superman era algo así como una película independiente. Cara, pero independiente.
El éxito pionero y descomunal de Superman: la película abrió una puerta. Entre los ’70 y los ’80 el mundo cambió: afuera de las salas de cine se fue volviendo más duro y más cínico; adentro, se inició un proceso de infantilización sin retorno. En 1989, Tim Burton redefinía los conceptos de “dark” y “cine adaptado del comic” con el estreno de Batman, que tuvo tres secuelas y un “reinicio” (Batman inicia) de la mano de Christopher Nolan. Así fue como Nolan revistió de una seriedad inesperada al Caballero de la Noche, tendiendo lazos explícitos con la época –el apocalíptico comienzo del siglo XXI–, con alegorías sobre el capitalismo salvaje, el complejo industrial-militar, el terrorismo y un discurso ideológico peligrosamente al borde de la reivindicación parapolicial. Tras el descomunal éxito de la Trilogía del Caballero de la Noche, Nolan, convertido en el nuevo wonder boy de Hollywood, parecía ser el tipo indicado para resucitar a Superman en estos tiempos que corren. Darle un giro después del enorme fracaso de Superman regresa (2006), que se apegaba demasiado al imaginario de los films con Christopher Reeve. En colaboración con su coguionista David Goyer (de la saga Dark Knight) pergeñaron una nueva historia de origen para Superman y se la vendieron a la Warner. El gran problema era, para este cineasta tan preocupado por la lógica argumental, cómo darle credibilidad y, sobre todo, relevancia contemporánea a un tipo que vuela con una capa roja, y botas, y usa un jopo engominado. ¿Cómo lograr que el público se identifique con los dramas de un extraterrestre invulnerable que todo lo puede?
Superman no es Batman. Batman no tiene superpoderes, pero sí mucho dinero. Todo en su universo tiene –en la visión de Nolan– algún tipo de explicación: el murciélago que le provee su noctámbulo icono proviene de un trauma profundo anclado en la infancia. El estilizado y tan canchero Batimóvil se convierte en un aparatoso pero funcional tanque de guerra, y el batidisfraz con orejitas ahora es una armadura hecha de esos mismos materiales con los que el ejército norteamericano busca blindar a sus ejércitos. En términos ideológicos, lo esculpió como un personaje irresistiblemente peligroso: un escuadrón de la muerte de un solo hombre, un ejecutor de la justicia por mano propia. Un auténtico protofascista. Así que, ¿cómo efectuar una operación semejante para el súper tipo de la S en el pecho? En principio, un no tan ligero cambio de imagen: 1) reemplazar el viejo spandex de colores vibrantes por un tejido que en verdad es una armadura tan indestructible como el cuerpo que protege; 2) revisar el viejo truco de que si se pone un par de anteojos, ya nadie lo reconoce, y reflexionar acerca de si todavía cabe que Clark Kent, para estar cerca de los asuntos más urgentes de la realidad, se busque un laburito en una redacción bulliciosa como la que describen las crónicas del naciente periodismo moderno de los ’40; y 3) OK, la capa se la puede quedar, pero no más calzoncillos rojos.
A Nolan –autor de la premisa argumental, productor y supervisor del asunto– y Goyer, se suma, como director, Zack Snyder, un tipo con amplia experiencia en grandes producciones con dosis masivas de efectos digitales hiperrealistas. El tipo que, además de la saga espartana 300, filmó también la obra maestra de la historieta contemporánea, los Watchmen del gran Alan Moore, el libraco de viñetas considerado infilmable. Porque claro, los Watchmen –un universo en que los super héroes no pueden convivir con la podredumbre política, y han sido proscritos– fueron considerados la “deconstrucción” definitiva de la mitología súper heroica, y entonces, ¿cómo seguir haciendo, o leyendo o viendo a Superman después de Watchmen?
Una respuesta posible, y como mínimo hipnótica y potencialmente adictiva, es la que ofrece El Hombre de Acero, superproducción que, después de mil idas y vueltas, con decenas de directores, guiones y nombres propuestos y descartados, relanza a Superman en el cine para el siglo XXI, a partir del próximo jueves en la Argentina y buena parte del mundo.
Y el principal desafío a la hora de reinventar uno de los iconos más masivos de la cultura pop del siglo XX consiste en desarmar los imaginarios anteriores sólidamente instalados y acumulados por generaciones. Para muchos, Superman es Chistopher Reeve. Pero, aunque sus productores se habían propuesto no hacer una versión paródica del personaje, aquella película –y sus dos primeras secuelas, de 1981 y 1983–- estaban sostenidas en un sentido del humor y un espíritu lúdico irresistible. Lo que sí habían logrado, con un prodigio técnico que ubicaba a sus efectos especiales –hoy desactualizados, entonces de vanguardia– entre lo mejor de la época, era cumplir con la promesa que hacía el slogan en cada afiche publicitario: “Usted creerá que el hombre puede volar”. Los Salkind habían contratado a Mario Puzo (el autor de El Padrino) para ponerle una pátina de seriedad al proyecto, y Puzo les entregó un ladrillo enorme, im-presupuestable, de más de quinientas páginas, que se tomaba todo con sorna. En un principio le ofrecieron la dirección a Richard Lester –el director de los Beatles, con Anochecer de un día agitado, y algunas de las más ácidas comedias británicas de los ’60 y ’70–, pero éste declinó argumentando que solo podía imaginarse a Superman y a ese Clark Kent de las viejas redacciones como un film de época, ambientado en los primeros años de la historieta, los ’40. Y aunque la película que finalmente dirigió Richard Donner (que venía de pegarla con La profecía), transcurría en los agitados fines de los ’70 en que fue estrenada, estuvo marcada por una clara autoconciencia de principio a fin. Fue una colaboración mágica: el –en un principio– renuente Gene Hackman (estaba en el pico de su carrera y temía dañar su reputación de actor serio) hizo un Lex Luthor inolvidable, exagerado, demencial; el desconocido Christopher Reeve era como un chico al que le encantaba jugar a que volaba con los brazos extendidos y una sonrisa permanente; la Luisa Lane de Margot Kidder era la periodista estrella siempre al borde del Pulitzer. Cada vez que entraba en la redacción, Clark Kent dejaba su ¡sombrero! Mientras que su otro yo volador alternaba misiones que tenían al mundo al borde de su destrucción, con el rescate de un gatito atrapado en la copa de un árbol. Superman era actualización, homenaje, una fantasía y una reflexión sobre los mecanismos de la fantasía. Al principio de todo, unos instantes antes del “Esto no es una fantasía” de Marlon Brando, un breve prólogo nos recordaba cuáles eran los orígenes del personaje creado por Jerry Siegel y Joe Shuster, inaugurado en el número uno de la revista Action Comics, junio de 1938, hace exactamente 75 años. Una voz infantil abría la película sobre la imagen de la revista, en blanco y negro, contándonos que ni siquiera la gran ciudad de Metrópolis había zafado de los estragos de la Gran Depresión, que eran tiempos de ansiedad y temor. Nos describía un mundo en crisis, para el cual la única salvación solo puede provenir de afuera.
El Hombre de Acero abreva en varias historietas que fueron actualizando el mito del súper héroe a lo largo del tiempo. Entre ellas, una de las fuentes más notorias es Superman: Birthright, historieta en doce entregas publicada entre 2003 y 2004, para la cual el guionista Mark Waid buscó reinventar el origen del héroe. En un capítulo compilado en el libro Los superhéroes y la filosofía (edición a cargo de Tom Morris y Matt Morris, Editorial Blackie Books), titulado “La auténtica verdad sobre Superman (y sobre todos nosotros)”, el propio Waid examina las complicaciones de lidiar con un personaje de las características del kriptoniano en el mundo contemporáneo: “Los superhéroes de comic se crearon como una fantasía de poder adolescente y, en su raíz, siempre lo han sido”, escribe Waid. “Tal como es propio de las construcciones literarias, no hace falta que sean terriblemente complejos: con sus trajes de colores primarios, enfrentados a villanos chillones y amenazas hiperdramáticas que no se caracterizan por la sutileza, su objetivo es emocionar la imaginación de los niños con el mismo ardor y energía de los mitos y cuentos de hadas de antaño. Pero para los chicos de hoy, con el ascenso de las estrellas y perfiles de Batman, el Hombre Araña y Wolverine, Superman ha ido perdiendo cada vez más relevancia. Como fuerza de la cultura pop, obtuvo su impacto más intenso hace casi medio siglo y, en la actualidad, hay generaciones enteras para las que Superman es tan significativo como El Pájaro Loco. Uno podría hablar desde el punto de vista de un hombre de cuarenta años y dar por sentado, sin más, que los chicos de hoy no saben lo que es bueno, pero eso implicaría pasar por alto el hecho innegable de que el público de la generación X y la Generación Y, al que me dirijo como escritor de comics, percibe el mundo que lo rodea como mucho más peligroso y más injusto de lo que jamás creyó mi generación. Para ellos (y probablemente con más acierto de lo que le gustaría creer al niño que hay en mí), el mundo es un lugar en el que siempre se impone el capitalismo sin freno, en el que los políticos siempre mienten, en el que los ídolos deportivos se drogan y les pegan a sus mujeres y en el que una valla blanca es sospechosa porque esconde cosas muy negras. Y Superman, el ultraconservador Gran Boy Scout Azul, protege activamente este statu quo. No es de extrañar que haya perdido el lustre.”
Y más adelante, Waid se pregunta: “¿Qué relevancia puede tener un hombre que vuela y luce una capa roja para los niños que tienen que pasar, en su escuela, por un detector de metales? ¿Qué tiene un alienígena invulnerable de inspirador para jóvenes a los que se enseña que figuras morales visionarias e inspiradoras de la historia –de Bobby Kennedy a Martin Luther King o Gandhi– obtuvieron la misma recompensa por su empeño: bala y entierro?”.
Y así estamos, de acá partimos.
La primera recomendación, entonces, para los que andan entre los 30 y pico y los 40 y pico es que practiquen un pequeño ejercicio mental y se borren a Christopher Reeve de la cabeza. A su espíritu lúdico y también a los caricaturescos villanos que lo enfrentaron.
Henry Cavill, el inglés (protagonista de la épica Inmortales y de la serie Los Tudor) elegido y anabolizado para encarnar al último hijo de Krypton, casi no sonríe en toda la película; más bien lleva el peso de una vida entera de represión, angustia e incertidumbre (sobre su origen, su identidad, su naturaleza) en el ceño fruncido. Ocasionalmente, con expresión apaciguada, torna su rostro hacia el sol amarillo de la Tierra, una de las fuentes de su poder. Ya entrado en la adultez, sigue preguntándose quién es, cuál es su misión si es que tiene alguna. Durante su infancia, su adolescencia y su juventud, se ha visto obligado a poner en acción sus súper poderes, aunque a escondidas. Así se lo dictó su padre adoptivo, el granjero Jonathan Kent (Kevin Costner), y el pobre muchacho está condenado a hacer el bien sin poder jactarse ni un poquito de su superioridad moral y física, acaso la raíz más profunda de sus frustraciones. En una de sus frecuentes conversaciones post mortem con su padre kriptoniano, Marlon Brando le indicaba a Christopher Reeve que no debía avergonzarse de sentir orgullo por su condición mesiánica, sino que en todo caso debía aprender a controlar la inevitable vanidad.
Sin aguarle la fiesta a nadie, puede contarse que el enemigo principal del protagonista en El Hombre de Acero es una amenaza que llega del espacio, un grupo de kriptonianos golpistas que sobrevivieron a la extinción de su planeta porque estuvieron encarcelados en el espacio sideral durante el apocalipsis. A la cabeza de estos tres militares salvajes está el general Zod, un personaje creado para la historieta a principios de los ’60, pero que adquirió su pico de popularidad cuando lo interpretó el inglés Terence Stamp en Superman(1978) y especialmente en Superman II(1980). La línea argumental tiene algo que ver con la del segundo de aquellos films: en la primerísima primera escena de 1978, Jor-El juzga a Zod y sus esbirros por sus intentos destituyentes, condenándolos ante una corte al exilio eterno en “la zona fantasma”. Al comienzo de Superman II, una explosión en el espacio liberaba al general Zod y compañía, que entonces llegaban a la Tierra –donde adquirían naturalmente los mismos poderes que Superman– y clamaban venganza sobre “el hijo del carcelero”, desatando una guerra en los cielos de Metrópolis. Ahora Zod está interpretado por Michael Shannon, un muchacho intenso especializado en personajes dementes (dos veces dirigido por Werner Herzog, en Un maldito policía en Nueva Orleans, y en My Son My Son, What Have Ye Done), a un lado y otro de la ley. El Hombre de Acero le provee a este desembarco del general Zod en la Tierra un propósito más sólido que una mera vendetta. El futuro de la humanidad queda en la picota, y Kal-El/ Clark Kent, un kriptoniano criado en una granja en el midwest norteamericano, se ve obligado a hacer su presentación en público.
Se ponen en juego varias consideraciones: la primera es que, a diferencia de la historieta original del ’38, donde la destrucción de Kriptón se contaba en apenas un par de viñetas y se explicaba por su “envejecimiento”, ahora se funda en una explotación irresponsable del planeta por sus habitantes. Pero hay más: la figura (¿un holograma interactivo?, ¿la proyección de su conciencia?) de Jor-El, el padre muerto (Russell Crowe tomando la posta de Marlon Brando), y sus discursos envalentonando al hijo en un momento de confusión, abren paso a una intensa alegoría cristiana. No es la primera vez que Superman –el enviado de los cielos que baja a la Tierra y se entrega para salvar a la humanidad de sí misma– es interpretado como una metáfora judeocristiana, pero tal vez nunca antes había sido así de explícita. Finalmente, dada esta línea argumental, El Hombre de Acero se convierte, en buena medida, en algo inesperado. Una vez cada tanto, alguien siente la necesidad de recordarle a su público que Superman es, en definitiva, un extraterrestre, un alienígena. En un giro deliberado de Goyer y Snyder, El Hombre de Acero es, finalmente una película de extraterrestres.
“Mientras intentábamos desentrañar la historia con Nolan –dijo Goyer–,nos dimos cuenta de que si el mundo se enterara de la existencia de alguien como Kal-El, sería una historia de ‘primer contacto’, uno de los mayores eventos de la historia de la humanidad: la confirmación de que no estamos solos en el universo. El mero hecho de que existe este otro planeta, el conocimiento de lo que es capaz de hacer... Habría miedo. Las religiones se verían obligadas a ofrecer una respuesta”.
“Estoy aquí para luchar por la verdad, la justicia y el American Way”, decía Christopher Reeve con su natural sonrisa y, está bien, para todos era parte del chiste, de la ironía posmoderna del primer Superman inmerso en un mundo que renegaba de los súper héroes. Sin que se le despeinara el jopo, terminaba una de sus películas surcando los cielos con la bandera norteamericana. El patriotismo siempre fue uno de los temas esenciales de Superman. Hay una historieta, muy divertida, titulada Red Son (“El hijo rojo”, de Mark Millar, publicada oficialmente por DC Comics en 2003), que imaginaba al héroe cayendo no en Smallville –es decir, en “pueblito cualquiera”, América– sino en la Rusia stalinista, y el caos que se desataba del otro lado del mundo al revelarse el arma secreta que amenazaba por definir de una vez por todas la Guerra Fría. Con Goyer y Nolan se terminó la ironía. Un comentario casi de fondo sobre el sistema de castas kriptoniano –niños criados artificialmente, con su función social predeterminada, sin libre albedrío y con vocación nula– resuena como el eco de la paranoia anticomunista de los tiempos de la Cortina de Hierro, y ante la suspicacia del ejército norteamericano, que acaba de descubrir con estupor al muchacho de los pectorales inoxidables, el Hombre de Acero se ve en la obligación de aclarar: “Soy de Kansas. No existe nada más norteamericano que eso”.
Pero finalmente, más allá de todas las reinterpretaciones ideológicas, teológicas y alienígenas de la película, lo que importa es que eventual (y previsible y necesariamente) los kriptonianos enemigos se van a los bifes y la puesta en escena de Snyder es lo que los norteamericanos suelen llamar state-of-the-art, la vanguardia absoluta: un espectáculo enorme, fulminante en su velocidad y violencia, como corresponde (pero nunca había sido representado así hasta ahora en el cine) a personajes con poderes sobrenaturales. En eso consiste el “realismo” al que aspira Nolan: algo que no es exactamente realismo sino algo más bien verosímil, un mundo creíble que respeta su propia lógica interna, aunque sea la de un relato de ciencia ficción. Porque esto no es una fantasía.
En eso, y en tender vínculos con las tapas de los diarios de los últimos años. Como señaló, con su lucidez acostumbrada, el crítico neoyorquino J. Hoberman el año pasado, el éxito descomunal de Los Vengadores –donde el equipo titular de paladines enfrenta una invasión alienígena en una guerra que deja medio Manhattan en ruinas– fue la demostración de que, finalmente, más de diez años después, Hollywood podía dar por terminado su duelo por el 11-S, y que ya estaba bien hacer mierda Nueva York otra vez por puro espectáculo. Bueno: vean El Hombre de Acero, que no sólo multiplica la demolición de la ciudad que nunca duerme, sino que lo hace con una sucesión de imágenes escandalosas, desvergonzadas, espectaculares e hipnóticamente explícitas, de rascacielos derrumbándose, las nubes negras de polvo elevándose, los gritos de terror y el icónico cuadro de los hierros internos de los edificios destrozados y derretidos. Im-pre-sio-nan-te.
Y además de todo esto, está Luisa Lane, interpretada por Amy Adams, acaso la elección de casting más rara de la película, la chica más clásica en la película más moderna. Puro remedio para melancólicos.
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