Domingo, 21 de julio de 2013 | Hoy
Por Claudio Kleiman
Escuchar Vasos y Besos es remontarse instantáneamente a los agitados días del ’83, las elecciones, el regreso de la democracia, la alegría y la fiesta, la aceleración, la esperanza, la sensación de alivio y de cierta incredulidad ante la perspectiva de clausurar definitivamente el reino del terror impuesto por la dictadura militar.
En ese disco todo es fiesta, bailar, empujar para adelante, no se desesperen, libertad, vamos al ruedo. Silbatos, percusiones, ritmos latinos, funk, sintonía americana. Vasos y Besos fue el pico creativo de Los Abuelos de la Nada, el álbum que mejor los representaba como banda, que cristalizó en el estudio la carrera ascendente que venían forjando – superando el rechazo inicial de cierto público ante el desprejuicio y libertad escénica de Miguel Abuelo–, hasta erigirse en una de las agrupaciones más exitosas de la época,
El bajista y compositor Cachorro López recordaba a este cronista –en ocasión de la reedición de Vasos y Besos realizada en 2002 por Página/12– las circunstancias de la grabación: “Fue un momento increíblemente feliz. Ya éramos un grupo grande, y como había cinco compositores nos dábamos el lujo de descartar un montón y usar solamente las mejores ideas. La grabación del segundo disco fue un momento mágico y armónico entre todos no-sotros: tengo el recuerdo de juntarnos a cantar los coros en un ambiente de alegría salvaje”.
Entre la dicotomía de una figura legendaria como Miguel Abuelo y un joven y ascendente Andrés Calamaro, proveedor de hits como “Mil Horas”, los Abuelos también tenían un “arma secreta”: Daniel Melingo, quien en aquellos afiebrados días de 1983, integra al mismo tiempo Los Abuelos y Los Twist, participando de Vasos y besos y La dicha en movimiento, y por si eso fuera poco, forma parte de la banda de Charly García que presentó Clics modernos al año siguiente.
Uno de mis recuerdos favoritos del período tiene que ver con él, y un tema que se convertiría en un verdadero símbolo. En esos días, tanto Daniel como yo solíamos visitar a nuestro común amigo el “Negro” Horacio Fontova, en su departamento del Edificio Marconetti, una casa tomada ubicada enfrente del parque Lezama donde el músico y dibujante convivía con su pareja de entonces, Casandra.
Allí, en la desvencijada guitarra criolla del Negro escuché por primera vez a Melingo cantar tímidamente un tema nuevo que había compuesto, con ritmo de reggae y una melodía contagiosa. Se trataba de “Chala-Man”, una ingeniosa y apenas disimulada oda a la marihuana, que en poco tiempo se convirtió en una especie de himno de entrecasa. Cada vez que nos veíamos allí, surgía la requisitoria para que Daniel interpretara “Chala-Man”. Tan convencido estaba de su potencial, que recuerdo ir a preguntarle a Miguel, con quien también tenía una relación de amistad, si no pensaba incluirla en el próximo disco de Los Abuelos (hay que recordar que la banda tenía cuatro compositores de peso como Calamaro, Bazterrica, Cachorro y el propio Abuelo, y que en el primer disco no habían incluido ningún tema de Melingo). Y recuerdo mi alegría cuando Miguel me dijo, con una actitud entre paternal y canchera, –que también demostraba su instinto para detectar una gran canción y un posible hit–, que no sólo la iban a incluir, sino que había decidido concederle a Melingo su primer “lead vocal” dentro de la banda.
Con la salida del disco, “Chala-Man” se convirtió en un himno casi instantáneamente, y hacia fines de ese año Melingo abandonó Los Abuelos, imposibilitado de cumplir con todos los compromisos que le demandaba su participación en tantos proyectos exitosos.
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