Domingo, 20 de octubre de 2013 | Hoy
MUESTRAS > BUENOS AIRES, EN LA FUNDACIóN PROA
Una exposición conceptual sobre algo tan concreto, tan físico como una ciudad. Y una ciudad que a la vez es un mito, recuerdo y presente, en parte tortuoso, en parte amable. Buenos Aires en la Fundación Proa muestra las varias máscaras de una ciudad y un centro que no sólo es un símbolo sino además, y sobre todo, un edificio lleno de fantasías y rodeado del misterio del vacío: el Obelisco.
Por Sergio Kiernan
Hay pocas minas tan autorreferenciales como Buenos Aires, tan absolutas, convencidas de su propia gloria, atorrantas y snob, hermosas y malpintadas. Es una ciudad de las del ego grande, las que nunca se preguntan para qué existen y van por la vida esperando que les den, les regalen, les canten. Y a esta ciudad de la Yegua Tobiana, de la Paloma y sus naves, la que tiene su propio infierno (en Saavedra) y su propio folklore, caso único en el mundo, le cantamos y le damos porque se nos hace cuento, porque es eterna, porque es el mundo.
Con lo que no extraña que la Fundación Proa haga una muestra conceptual con algo tan concreto, tan material, como es nuestra ciudad. Arrancando por el nombre, simplemente Buenos Aires, la exposición se centra en esta urbe y no en una ideal, o en la noción de ciudad. Es tan concreto el asunto que el centro físico del conjunto es el Obelisco visto, imaginado, tocado. En el caserón de la Vuelta de Rocha, en el barrio icónico de La Boca, se alza por una semana más esta inmersión en la imagen de nuestra ciudad.
Buenos Aires fue un arrabal del imperio español, un fin del mundo irrelevante frente a ciudades realmente importantes como Lima o México, que le hacían el aguante a más de una europea. La primera muestra de que este pueblo de adobes y calles barrosas tenía algo que decir vino en las guerras de la Independencia: Buenos Aires nunca fue retomada por los realistas, sostuvo ejércitos por tres rumbos, se inventó una armada y luego se dedicó con alegría al primer deporte nacional: el de la guerra civil. Lo que no logró fue salir de aldea, grande o pequeña, y quienes la visitaban sólo hablaban de su pintoresco dictador rubio.
La gloria pudo fabricarse con la conjunción de tres cosas inesperables: la inmigración masiva, la prosperidad rápida y la aparición de los medios masivos de comunicación. Buenos Aires fue la Reina del Plata a partir de los discos, el cine, las broadcasting y la fotografía, instrumentos perfectos del autobombo, la mitificación y el amor. No extraña que la selección de Proa tenga fotos de Coppola, Facio y Saderman, tres creadores de mitos urbanos de extrema elegancia; como no extraña que Andrés Levinson, del Museo del Cine Ducrós Hicken, pudiera montar un interminable sinfín de secuencias de cine tomadas por el paisaje urbano.
La muestra curada por Cecilia Rabossi es un recorte de estos paisajes de ciudad, porque una exhibición tiene un recorrido, “ambientes” y hasta “cuadras”. Aquí se arranca de una proyección sobre las primeras iconografías porteñas, las acuarelas y dibujos que muestran el rancherío, el conquistador, el pueblo contrahecho con plaza de toros, mercado de esclavos y vendedores ambulantes. Con cierto humor se termina con esa cosa tan anticuada y anticuable que es la idea de futuro que tenía el pasado, con las imágenes de una ciudad con dirigibles y rampas, las fantasías de 1910 sobre cómo íbamos a vivir en 2010. Da ternura ver esas fotos intervenidas con la Avenida de Mayo repleta de puentes, pero sin autos —nadie pudo imaginar el embotellamiento constante en el que vivimos— o el paisaje de rascacielos neoclásicos, impecables, entre los que vuelan biplanos de tela y madera.
En el medio hay piezas de arte moderno con piezas que adoptan al cartonero como personaje de la ciudad, y una instalación sonora con porteños hablando de este hogar que tienen. Pero el centro real es un estudio interactivo del centro simbólico de Buenos Aires, su Obelisco, y este espacio es casi una exhibición en sí misma.
Proa se ganaría la gratitud general simplemente por mostrar que el Obelisco es un edificio, no un objeto. Una foto particularmente encantadora lo muestra a medio terminar y por adentro, lo que permite apreciar su materialidad de hormigones a la 1936, cuando la tecnología era relativamente nueva. También hay una imagen de tiempos de Alfonsín, cuando un contratista lo recapó mal y dejó la punta manchada de rojo ceresita, por el revestimiento mal puesto. Ese rojo llevó a algunos neonazis a concluir que la Sinagoga Radical había circuncidado el Obelisco, una manera simbólica de “judaizar” el país...
La imaginería simbólica del Obelisco porteño va de la postal coloreada a las intervenciones de artistas y colectivos sociales, y las obsesiones interesantes de una Marta Minujín. A partir de este centro, la muestra acompaña la aparición de lo porteño en artistas famosos y menos, y la aparición del arte en los muros y lugares de la ciudad. Es interesante notar que, aceptado el recorte de la muestra, lo que se destaca como paisaje urbano es lo que hoy llamamos “patrimonial”. En las fotos, en los ámbitos del cine, en el imaginario visual, se ven edificios de calidad, pensados para una ciudad como ésta. La construcción actual, meramente comercial, aparece sólo como tela de intervención artística o como sujeto de la exploración de un nuevo aspecto de esta ciudad: la miseria. Sin decirlo ni tomarlo como tema, la muestra de Proa es lapidaria.
¿Y por qué Buenos Aires? No es apenas porque sea nuestra sino porque su realidad sostiene el mito. Marcial escribió de Roma que “nadie se te compara, nadie se te acerca”, y los hijos de esta ciudad acongojante y especial entendemos esas exageraciones.
Buenos Aires se puede visitar hasta el 27 de octubre en Fundación Proa, Pedro de Mendoza 1929, La Boca.
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