Domingo, 16 de marzo de 2014 | Hoy
Por Juan Carlos Kreimer
Momentos del día y de la noche en que, por más que no quieras acordarte, sentís haber perdido los argumentos valederos que hasta no hace mucho te permitían construir escenarios futuros. Tus argumentos fueron sobrepasados por otros, cada vez más difíciles de acompañar, y permanentemente surgen nuevos factores que, por más que te esfuerces, nunca llegás a comprender en sus posibilidades de variar y reorganizarse. Momentos en que ni las palabras ni los pensamientos pueden explicarte nada. Hubo un tiempo en que se creía que el trabajo fatigoso servía para algo, que la previsión encontraría una utilidad en el futuro, que los resultados eran más o menos imaginables. Dentro de esa lógica de seguimiento estabas acostumbrado a saber que la mayoría de las consecuencias provenía de una causa. Eso daba algún tipo de coherencia a lo que te decías. Llegabas a creértelo posible. Te sentías contenido por eso. Podías hacer planes, vislumbrar...
Haber perdido esa vaga certeza de destino como especie, como sociedad más que como individuo, como miembro de ella, intimida y enfrenta a algo que tampoco conserva su vigencia: tus verdades. Leíste bien: hasta ellas se relativizaron a fuerza de los empujones de la realidad para que corras tus límites. La elasticidad para entenderla se te confunde con la necesidad de tener algo en qué confiar.
Por más filosofía que le pongas, por cuartito de cualquier pastilla que disuelvas bajo la lengua, aunque quieras ocultártelo y lo aplaques con otras “ideas distracción” (del verbo “distraer”, no de “brindar placer”) sabés que el entramado de variables está fuera del alcance de tu lógica. Ningún sistema de creencias es ya capaz de dominarlo. Ni los que mueven los mayores poderes están en condiciones reales de responder por lo por venir: sus objetivos sólo crean mecanismos para controlar que lo que ocurra siga favoreciéndolos.
¿Qué visión del mundo puede sostenerse cuando sabemos que ninguna persona que llega al poder logra enderezar el rumbo que marcan intereses económicos de las grandes corporaciones internacionales, grandes bancos y otras fuerzas sin rostro? Cuando sabés que, como parte del nuevo contrato social, en todo el mundo te mienten descaradamente para que mires hacia donde ellos quieren. Su objetivo es ganarte por cansancio y que dejes de mirar. Acomodan los datos y repiten sus argumentos una y otra vez como si quisieran convencernos de que están convencidos. Saben que construir ilusiones de que hay algo “previsto” para después, desde que se inventaron las religiones teístas, funciona. Al menos como fórmula para pasar el día a día. Y la estiran, la llevan más allá de los límites de su propia credibilidad. ¿En qué creer? Cuando todo lo que parecía seguro puede dejar de serlo antes de que te des cuenta. Cuando ningún empleo, divisa, relación, acomodo, retribución, precio, rutina, envión –la lista es interminable– garantiza su continuidad. Ni vela por ti. ¿Qué nuevos mitos nos estaremos creando sin darnos cuenta para ignorar semejante desamparo?
Reacciones que despierta el temor a ese futuro desconocido: caer en la pasividad, la parálisis, en la i- y en la no- responsabilidad: el dejar de hacer, el dejar hacer, el dejar de querer llevar adelante tareas que nos daban sentido, el acurrucarse afuera de la conciencia –esa implacable–.
Anular la capacidad de disentir no significa asentir. Puedo mentir con lo que aparece adelante, en la pantalla o en el teclado, pero no con lo que veo detrás de los ojos, entre ambas orejas.
¿Cómo convivir con esta perplejidad? ¿Cómo hace una persona, la mente de esa persona, para empezar a funcionar sin el chip de lo esperable? ¿Para que la incerteza no se le convierta en ansiedad? No pasa por zafar o no zafar sino por qué hacer con ese agujero negro que devora todo pensamiento organizado, cualquier idea de previsibilidad a la que solíamos aferrarnos.
Si en lo social la incerteza es una idea que, en sí misma, perturba al sistema, a nivel individual implanta una preocupación que no cicatriza: des-encanta. Lleva a olvidar que esa precariedad siempre estuvo ahí, desde siempre y que innumerables certezas construidas eran sólo eso: construcciones para atemperar la sensación de intemperie, desprotección, finitud. Nubes, silenciamientos. Lo que no nombro no existe.
Hasta no hace mucho, con la muerte ocurría lo mismo: hablar de ella tenía algo de agorero. Considerar la incerteza y usarla como base para razonamientos de base parece contribuir a que todo se vuelva más inasible. Pero no. Aceptarla, permanecer en ella, acordarse de que ninguna de las esperanzas que antes marcaban un rumbo hoy puede asegurarnos algo sólido, desarrolla o rescata una confianza previa a todo razonamiento. El famoso “Lo-que-es” se apropia del lugar antes ocupado por las seguridades. Y aprendés a convivir con esa variante.
La incerteza no pide ser realimentada con nuevos datos que nos confirmen nuestras hipótesis. Ella misma, como si fuera un sistema paralelo, establece sobre su red de conexiones una flexibilidad aleatoria. Se nutre de la capacidad individual para familiarizarse en la sensación de alivio que provoca. Crea nuevas realidades sobre las que considerábamos como tales.
¿Será que ha llegado aquel mentado tiempo de hacer sin esperar a cambio ninguna otra recompensa que la mera posibilidad de hacerlo? De hacer lo que haya que hacer, lo necesario, lo que consideremos más correcto, en cada momento. Y de recordar que sólo se puede confiar en ese presente.
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