Domingo, 16 de marzo de 2014 | Hoy
CASOS Cuando se cumplen tres años del tsunami en Japón que produjo tanta devastación y la zozobra nuclear de Fukushima, no es menor lo que está sucediendo ahora: una epidemia de fantasmas invadió el norte de la isla. Posesiones, ancestros enojados, aparecidos y unos monjes que crearon un ámbito de contención para exorcizarlos son un escenario para tratar de contener, en definitiva, a las víctimas del gran trauma.
Por Sergio Kiernan
Dijo Freud, famosamente, que todos somos humanos porque todos tenemos la misma psiquis, traumas, mañas y glorias internas. No hay razas, no hay culturas, no hay diferencias reales por más color de pelo o de piel que se pueda alegar. Pero el vienés reconocía que esta materia de base se expresaba y se expresa de maneras diferentes, por persona y por grupos, porque lo exterior sí tiene filtros, idiomas y gestos diversos. Será por eso que a tres años exactos del tsunami y la contaminación nuclear, Japón vive una epidemia de fantasmas. Los que perdieron a alguien lo ven o son poseídos por el muerto. Más notable, vecinos sobrevivientes son tomados hasta por las mascotas muertas, ladrando violentamente. Y todavía más notable, gentes que no fueron afectadas empiezan a ver cosas y personas cuando visitan las zonas arrasadas. Desde sus Toyota, en medio de un mar de ruinas, ven pasar procesiones de familias, de viejos y de niños, embarrados y con los ojos desorbitados.
La de Japón es una tierra fascinada por los fantasmas, como nos descubrió hace tanto el inglés Lafcadio Hearn. Transplantado a su idioma, con familia local, Hearn compiló, tradujo y adaptó un universo de damas traicionadas que acosan castillos de madera y papel, de piel más pálida que nunca y anunciadas por el frufrú de sus kimonos. En ese universo isleño, las montañas están pobladas de espíritus insatisfechos, las muertas se quedan cerca de los lagos y hacen músicas de tristeza insoportable. Hasta los durazneros, amados de los japoneses, pueden ser fantasmales, restos de árboles que no se resignan a la tala. Y ni hablar de los samurai traicionados, que se hacen ronins del otro mundo.
Parte de la explicación de esta tradición es la muy peculiar cabeza religiosa de los japoneses, que son budistas pero no tanto, se convierten con dificultad a una religión monoteísta y en el fondo sólo creen en un equilibrio de los universos en el que los muertos no se mueren del todo. Malamente entendido como un culto a los antepasados, el asunto pasa más por la convicción de que nadie termina de morirse o que morirse no es desaparecer y listo. Japón es una tierra con festivales consagrados a los que se fueron y con una pasión genealógica de mantener a la vista a las generaciones pasadas. Por un lado, esto es gratitud, la misma que hace que los novios rusos todavía hoy se fotografíen en el día de su boda frente al monumento a los caídos en la guerra. Pero por otro lado, es también saber que los muertos que no están tan muertos interactúan, deben ser incluidos, alimentados, mantenidos cerca, porque si no se enojan. O sea, se ponen en fantasmas.
La palabra japonesa para estos seres es yurei, que combina “leve” o “transparente”, con “espíritu”. Como casi todas en el mundo, la cultura japonesa cree en un cuerpo y en un alma, cree que la muerte es una separación y que el alma viaja a un más allá. Pero los muertos en Japón van a un purgatorio donde esperan que sus deudos completen sus ritos funerarios, la única manera en que pueden seguir a la siguiente etapa, que es reunirse con sus antepasados, con la cadena de almas de su sangre. Transformado a su vez en ancestro, el muerto tiene el deber de cuidar a sus consanguíneos y por eso es recordado en altares caseros, con su foto, y recibe las gracias de los vivos en festivales como el Obon, que nada casualmente es una fiesta del verano.
Como se ve, es un mecanismo fácil de quebrar, lo que explica que Kurosawa colocara un batallón entero de fantasmas siguiendo a su oficial en 1945. El pobre hombre debe exorcizarlos, pidiendo disculpas por llevarlos a la muerte y por estar vivo él mismo, y finalmente ordenando que marchen en orden cerrado por un túnel que –se espera– los lleve a sus ancestros. Toda muerte violenta, por guerra o por asesinato, toda muerte joven, es materia creadora de fantasmas. Con tanto potencial, los japoneses desarrollaron una escatología del aparecido que llamativamente se organiza por la manera de su muerte y por los motivos de su vuelta. El onryo, por ejemplo, es un espíritu vengativo que vuelve para cobrarse ofensas o maltratos nunca compensados, con la variante aristocrática del goryo y la militar del samurai. Las ubume muestran otras necesidades, porque son madres que murieron dando a luz o todavía amamantando, y vuelven para cuidar a sus chiquitos, que a su vez pueden ser fantasmitas más traviesos que resentidos y que se llaman zashiki-warashi.
De los veinte mil muertos del tsunami en la costa norte de Japón, un número sorprendentemente alto recibió ritos funerarios apropiados. Uno de los lugares donde esto ocurrió fue el pueblo de Kurihara, cincuenta kilómetros tierra adentro y sierra arriba del mar. Ahí hay un muy viejo templo budista zen que el 11 de marzo de 2011 se quedó sin luz y sin teléfono, se sacudió como un caballo, pero no se derrumbó. Sin medios de comunicación, el reverendo Kaneda, sacerdote local, sólo se enteró de la escala del desastre cuando empezaron a aparecer los cortejos de gente silenciosa trayendo familias enteras. Kaneda recitó sus suras, cumplió los rituales, ayudó a vestir de blanco a adultos y niños, y se quedó impactado con la reserva traumatizada de los supervivientes. Fueron más de doscientos funerales.
A medida que se restauraban las comunicaciones, el sacerdote pudo empezar a entender lo que le pasaba a esa gente que había perdido absolutamente todo: familia, hogar, trabajo, coche, documentos, fotos... hasta quedarse solos y sin ningún pasado. Para peor, la ola gigante se había llevado los contenidos completos de las viviendas, incluyendo los informales “rincones” de los antepasados, las fotos que tan seguido tienen al pie una velita prendida. Era como cortar troncos, como desenraizar, un trauma que se ponía metafísico y entraba hondo.
Y aun así, Kaneda se sorprendió con el primer poseído, porque era una persona que no había perdido nada, y por el espíritu que lo había tomado. Era un constructor local, un hombre creyente y conocido en el pueblo, y un alma nada complicada, que una noche empezó a ladrar, a atacar a mordiscos a su esposa, a portarse como una bestia sucia, a gruñir “todos deben morir” y rodar por el barro de un terreno cercano, como si lo arrastrara una ola. Tras tres noches de estas locuras y de despertarse sucio pero lúcido, el constructor aceptó ir a ver a Kaneda. El sacerdote recuerda claramente la cara simple del poseído, transformada en una máscara de pena y cansancio que se llenó de furia al verlo. A duras penas lo llevaron al interior del templo y el monje comenzó a calmarlo recitando la sura del Corazón, la enseñanza budista sobre la inmaterialidad del mundo:
No hay ojos, ni oídos, ni nariz, ni lengua,
ni cuerpo, ni mente. No hay color, sonido u olor.
No hay gusto, ni tacto, ni cosas. No hay visión,
no hay pensamiento, no hay ignorancia, no hay fin de la ignorancia,
no hay vejez, no hay muerte.
No hay fin de la vejez ni escudo de la muerte.
No hay sufrimiento, ni causa del sufrimiento,
ni fin del sufrimiento.
No hay camino, ni sabiduría, ni satisfacción.
A medida que las oraciones se repetían, el poseído juntó su manos como si rezara él también, Kaneda esperó el momento justo y le echó agua bendita. Fue como un golpe: el hombre casi se levantó, como tirado desde arriba, y abrió los ojos, relajado y aliviado.
El sacerdote tuvo suerte de haber encontrado las palabras justas para liberar a su poseído. Pese a su tradición de fantasmas, los japoneses no tienen un exorcismo formal, un ritual permanente, quizá porque sus almas en pena no son necesariamente diabólicas. En las semanas siguientes, Kaneda tuvo que atender a varios poseídos y muchos asustados por sus visiones. Todos tenían en común con el primero, el constructor, el no haber sido afectados directamente por la tragedia, no tener deudos directos, no haber perdido nada bajo el mar. Eran, en todos los casos, “turistas”, gente que visitó los pueblos de la costa, al sur y al norte de Fukuyima, para ver con sus ojos la destrucción total.
Varios encontraron el camino al viejo templo sierras arriba, después de ver perros vagabundos que se acercaban a ellos y les ladraban sin sonido. O de ver un viejo caminando entre los escombros, ciego y sordo a los gritos que se cortaban al ver que el hombre en realidad no tenía pies (un clásico de la imaginería japonesa). O, en un caso especialmente doloroso, un abogado que tuvo la idea de visitar un pueblo al que le debía horas felices de playa y vacaciones, sólo para terminar viendo una verdadera procesión de figuras embarradas, de todas las edades, una suerte de marcha de almas literalmente en pena y vagando por un mundo al que ya no pertenecían.
Kaneda decidió que había que actuar proactivamente, reunió un grupo de sacerdotes que ya estaban viendo el mismo problema, y armó un Café de los Monjes itinerante. Los monjes empapelaban los pueblos, uno por uno, invitando a una taza de té y charla, pidiendo que se tomaran un rato en la tarea de reconstrucción para hablar con ellos en un templo, una escuela o cualquier lugar que hubiera aguantado el tsunami. Fue mucha gente y siempre fue lo mismo, la reticencia a quebrar, la vergüenza de quejarse, la certeza de que todo el mundo había pasado por lo mismo y no correspondía hacerse notar. Y al final, las puertas que se abrían, las lágrimas, las historias de miedo y supervivencia. Y de fantasmas.
Un porcentaje notable de los cientos de personas que participaron de los Cafés de los Monjes vieron espíritus, escucharon cosas irreales, vieron cosas que no tenían derecho a ser. Una adolescente se despertó con una figura casi súcuba sentada frente a su cama, mientras que un muchacho sentía cada noche que dormía con un peso terrible sobre el pecho. Un anciano se negaba a salir cuando llovía porque veía en los charcos los ojos de los muertos. Un taxista levantó un pasajero nocturno que lo hizo ir a un área arrasada pero desapareció del asiento trasero a mitad de camino (el taxista siguió viaje, llegó a las ruinas de la casa y con gran cortesía abrió la puerta para que pasara su pasajero). El cuartel de bomberos de Tagajo recibió varias noches decenas de llamados de auxilio desde un barrio simplemente desintegrado por la ola. Los bomberos lograron parar las llamadas cuando fueron a la zona y rezaron largamente por los espíritus de los muertos. Una señora todavía visita cada noche a los refugiados de Onagawa, se sienta a la mesa y toma una taza de té antes de esfumarse. Sigue y sigue, porque nadie tiene el coraje de avisarle que se ahogó en el tsunami.
Para este aniversario, la zona afectada por el tsunami es “operada” por un verdadero batallón de sacerdotes budistas, shinto y hasta cristianos, todos conscientes de estar atendiendo un síntoma y no aportando una solución. Es que al problema de los muertos que ni nombre tienen y por eso no pudieron ser enterrados como se debe, y de los altares caseros desintegrados y perdidos, se le suma otro más complejo. Por un lado, se dieron las condiciones para que miles de personas mueran y no puedan salir del purgatorio, volviendo como apariciones. Pero por el otro hay miles de muertos que se quedaron sin su familia viva, sin nadie que los mantenga en su lugar, satisfechos y con algo que hacer.
Y esto es una receta para una epidemia.
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