Domingo, 16 de marzo de 2014 | Hoy
ENTREVISTA Durante doce formativos años fue el plomo de los Redonditos de Ricota: el Indio Solari le regaló su apodo y ahora nombre artístico, El Soldado, por su look de pelo al ras que, claramente, ya ha dejado atrás. Después de su exitoso debut en 1997 con Tren de fugitivos, que contaba con recordados e insólitos dúos con Solari, Rodolfo Luis González –autodidacta, lector de Borges y Fante, estudioso del rock nacional– encontró un lugar único dentro del rock local y, gracias a la frecuencia implacable de sus shows, se convirtió en una presencia constante e ineludible en la escena.
Por Pablo Perantuono
En uno de los tantos perfiles que hizo para la revista El Hogar en la década del 30, Jorge Luis Borges describió de este modo al historiador Lytton Strachey, héroe académico de la Inglaterra victoriana. “Era alto, demacrado, casi abstracto, con el fino rostro emboscado detrás de los atentos anteojos y de la rojiza barba rabínica. Para mayor recato, era afónico.”
Aun a riesgo de que parezca un despropósito o incluso irrespetuoso, si nos atreviéramos a robar descaradamente a Borges para retratar a El Soldado (Rodolfo Luis González), podríamos decir que es alto, trigueño, muy preciso, con el fino rostro emboscado detrás de unos sempiternos rizos largos. Como único recato, es casi inaudible.
¿Por qué Borges –y ese Borges– para semblantear a un músico nacido en Mataderos hace 47 años, que fue plomo de una banda mítica, que editó tres discos pero que hace más de seis años que no saca uno?
Sin saberlo, la idea la disparó el mismo Soldado, cuando contó, sin vanidad y luego de un interrogatorio insistente, que leyó a Borges de punta a punta, que “puedo discutir sobre su literatura con cualquiera” y que una de las obras que más le interesa de él es el casi inhallable Textos cautivos. Ensayos y reseñas en El Hogar, libro que compila el trabajo –críticas, apuntes, recomendaciones– que JLB realizó en esa revista para mujeres entre 1936 y 1939. Textos cautivos funcionó para El Soldado como una suerte de ojo de buey a través del cual pudo pispear la biblioteca entera del poeta: allí están sus obsesiones y fanatismos literarios, sus debilidades y su devastadora erudición.
Susurrante y enigmático, parece existir una enorme distancia entre la estampa de El Soldado –ruda, casi prosaica– y el caudal de ilustración que maneja, un volumen de inquietudes satisfechas que acumuló dispersamente con los años. “En general leo filosofía. Más que nada de la era moderna. Trato de entender las formas de pensamiento, más ligado a lo individual y no a la social. También me gusta la poesía, y creo que Borges es mi favorito. Me aferré a los beatniks en una época adolescente. Y a través de ellos llegué a Céline. Me gustan mucho los autores del realismo sucio. Me encanta John Fante, me parece un genio. En general, los norteamericanos me gustan mucho.”
Caso paradigmático de autodidactismo, González –desde el colegio que nadie lo llama González– sólo cursó hasta séptimo grado. “Leer fue un impulso individual: yo dejé la escuela cuando terminé la primaria. En mis años de secundario me dediqué a vivir otra cosa, en la calle. Me perdí de entablar relaciones: no tuve amigos del colegio. Me crié con gente grande, de quienes aprendí mucho, pero me faltó estar con chicos de mi edad.”
Tal vez sea esa precocidad, esa abrupta interrupción de la era del juego, lo que hace de El Soldado, además de un sujeto sosegado e introspectivo, alguien en apariencia serio, hasta circunspecto.
Hay, como todo, un momento iniciático en su relación con la música, que también está marcado por una experiencia solitaria, por la curiosidad de un adolescente introvertido que se atreve a hacer lo que entonces no se estilaba. “A los 12 años fui solo a ver a Vox Dei al club Kimberley, de Mar del Plata. Me acuerdo de que no había chicos. Eso me sorprendió. Fue una experiencia fascinante. Yo venía escuchando Invisible, el primer disco, que me pegó por su complejidad, su rareza. Tenía esa belleza tan difícil de encontrar y precisar. Después comencé a hacer antropología musical y no paré de ver shows. Almendra, Manal, gente de afuera. Me convertí en un aficionado a la música. Me fui involucrando, casi naturalmente. No lo fui a buscar. Como que uno está en un camino donde eso sucede.”
Esa naturalidad en el devenir de las cosas fue lo que lo puso, a mediados de los ‘80, en la órbita de una banda under que recién había llegado de La Plata y que estaba destinada a hacer historia: Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Durante más de 12 años El Soldado fue EL plomo de los Redondos y casi un icono de ese oficio boy scout: seco, austero, soviético. “Yo aprendí con ellos la forma de encarar las producciones. Las pequeñas producciones, las del principio, porque en las grandes tuvieron fallas. Creo que si lo tuvieran que hacer de nuevo lo harían diferente. Digamos que estuve en un lugar que generó cosas increíbles. Lo que hicieron ellos hay que ubicarlo como fenómeno social. Trascendieron y, como decía el Indio, saltaron por encima de los decorados del rock. Fue algo grato, aun cuando soy de poca memoria. Fue un paso importante e interesante, pero la verdad es que no lo vuelco en mi historia actual. Es como haber tenido una novia. La recordás con mucho cariño, pero es parte del pasado. No puedo asociarlo con algo que hago ahora.”
Hacia mediados de los ‘90, el Soldado –apodo que le endilgó Solari tras verlo rapado por la colimba– de a poco se fue alejando de ese lugar de pasividad musical y pasó a la acción. De tanto transportar instrumentos comenzó a tocarlos. Agarró la guitarra y comenzó a sacar melodías. Influencias del folk americano comulgaron con aquellos mitos del rock nacional que venía escuchando desde siempre. Juntó un puñado de temas –baladas y canciones con aires bluseros– y se animó a grabar. Por estar donde estaba, pudo darse un lujo asiático: sus sesionistas fueron los mismísimos Redondos. Todos ellos: Skay, Sidotti, hasta Gabriel “Conejo” Jolivet, ex violero de la banda. La mayor sorpresa –una verdadera rareza– fue la intervención del mismo Solari en algunas de las canciones que integran Tren de fugitivos, su disco debut. Tanto en “El ángel de los perdedores” –hit instantáneo– como en “Trago especial”, González y Solari conforman un dueto inusual. La irrupción del legendario cantante le aseguró al álbum una amplísima repercusión, pero no fue sólo por eso que el disco se hizo un pequeño lugar en los anaqueles del ambiente del rock. También lo logró por sus buenas canciones y sus bellas melodías –como las de “Veneno sabor miel”–, que le aseguraron al disco rotación pero también aceptación, al punto de que ese año –1997–, El Soldado fue seleccionado entre las grandes revelaciones del ambiente, según las encuestas de los suplementos musicales.
Para ser un disco debut de alguien desconocido, la recepción, al margen de la ayuda redonda, fue sorprendente, casi inaudita.
–Tuvo un poco de eso. Fue sorprendente que tuviera tan buena recepción. Yo venía mamando cosas del ambiente, pero no en el sentido práctico. Yo hice el camino inverso: grabé el disco y después salí a formar la banda y tocarlo. Por una cuestión también de edad: tenía 31 años. Había tocado en un par de bandas muy amateurs, pero me pareció que era el momento. Me arriesgué, con mucha ayuda. Toda la vida uno prepara un primer disco. El primer disco tiene una carga de inocencia y de inconsciencia que tiene toda ópera prima. Tuvo el respaldo de los medios porque tocaban los Redondos, claro. Como disco independiente vendió mucho. Incluso se sigue vendiendo, en los shows, por ejemplo.
Tras ese notable debut, llegó lo difícil: sostener o reafirmar su voz. El segundo disco, Alas rotas, consiguió buenas críticas, pero estuvo lejos de tener la repercusión de su predecesor. “Uno se va poniendo más exigente, a veces erróneamente. En los discos posteriores hay errores. Los escucho ahora y los reconozco. Pero forma parte de esa época, y sirven para mejorar. Pero de a poco me fui metiendo en el ambiente, empecé a conocer gente, músicos.”
Pasada la novedad, sostener el logro, aun pequeño, ¿se hizo difícil?
–Muy. Después hubo un crash, que tuvo que ver con la caída del 2001.
Pero después no sólo hubo un crash. También hubo un viaje, una fase más de su merodeo permanente por las estribaciones del mundo que lo llevó a emprender una larga marcha por Europa y Oriente. Pero El Soldado no adopta una postura trascendental y solemne sobre esa peripecia emocional de varios meses, sino que explica esa aventura con elemental sencillez: “Yo fui a un colegio primario que se llamaba República de Tailandia, y siempre ese nombre me generó curiosidad. Un día agarré y me fui para allá. Después seguí viaje por otros países. Me quedé un tiempo”, agrega.
Sus discos posteriores lo encontraron también en plena búsqueda. El tercer álbum, De carco y clavel, alberga texturas, juegos de máquinas y nuevas melodías. Temas como “El Secreto” lo acercan al Charly García anterior a Clics modernos. “Tuvo muy buena crítica ese disco, aun cuando no hay tantos rasgos míos ahí. Con el paso del tiempo uno se va consolidando en algunos lugares”, diferencia.
Pasó el tiempo y el nuevo milenio trajo aparejado una transformación brutal del mercado musical. Las canciones, como la luz, pasaron a estar a un click de distancia. El desafío, para los músicos independientes, era aún mayor. El disco, como tal, pasó a ser una carta de presentación. “Sí, es eso, algo que habla de vos. Por eso si ahora vas a hacer un disco realmente hay que hacerlo mejor que nunca.”
Desde Visiones de un rompecabezas, editado hace siete años, que no publicás un álbum. ¿Hay plan de sacar uno?
–Sí. Los planes son tocar y grabar un disco. No ha habido una necesidad editorial. Al ser independiente uno necesita optimizar el tiempo y el dinero.
Lejos de tener una mirada dogmática –como sí la tenían los Redondos, por ejemplo–, para El Soldado la proliferación de festivales es alimento para el ambiente. En ese eclecticismo, cree, anida un crecimiento. “Hay mucha efervescencia. Ahora, de las diez bandas que tocan en un festival, a los chicos les gustan siete. Eso antes no pasaba, antes había como una dicotomía. Hay un público mucho más abierto.”
Ese público mucho más abierto es el que lo sigue cada fin de semana, mientras desparrama su música por las solapas del conurbano, una patria rockera fiel que vive en estado de apetito rockero permanente. “Ese es mi territorio: segundo y tercer cordón del GBA. Estoy haciendo un promedio de más de 50 shows al año, casi uno por semana, que es mucho. Uno va dependiendo y acompañando la situación del país. Hubo un crecimiento en este tiempo que lo acompañó a uno. Por suerte, la gente sigue a los grandes números, pero también hay lugares para 300 o 400 personas que se llenan.”
La charla va llegando a su fin. Con una parsimonia que parece venir desde el fondo de los tiempos, El Soldado recoge sus cosas y, como un Kwai Chang Caine moderno que en vez de flauta empuña una guitarra, se hunde y se pierde entre la muchedumbre de la calle Florida. Antes, con un dominio absoluto de las emociones, deja un último concepto que revela parte de su sobrio pensamiento: “No soy de ir a buscar las cosas, sino que aparecen y las voy haciendo gradualmente. Quizá con lentitud o con inercias un poco lentas, pero ésa es mi forma. Lo que es seguro es que uno siempre tiene que esforzarse, porque no es bueno trabajar con la levedad”.
El Soldado toca este viernes en El Camino de El Palomar y el 11 de abril en Ultra Bar, San Martín 678, Capital.
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