Domingo, 6 de julio de 2014 | Hoy
Por Paula Pérez Alonso
Quiero ir a Houston a ver la Rothko Chapel; a pesar de que la he visto en libros y en video, tengo que ver en persona esos paneles pintados especialmente para un lugar exótico: una capilla en una universidad. ¿Era creyente Mark Rothko, un devoto? No, no se trataba de eso.
Vi sus cuadros por primera vez a los quince años en la Tate Gallery, en un viaje con mi madre. No estaba prevenida y quedé clavada ahí, algo me conmovió profundamente. Una fuerza. Un temblor contenido y majestuoso. La tensión que sentí en la sala dedicada a él intuía la presencia del misterio y el extremo.
La Tate fue un foco constante de vitalidad cuando pocos años más tarde viví en Londres; cada tanto revisitaba a Rothko, inducida por el magnetismo de sus telas enormes. Entonces no sabía que esa sala era un logro personal del artista: en vida, Rothko cuidó de manera obsesiva y exacta esa instancia fundamental para él.
“Un cuadro vive en compañía, expandiéndose y avivándose ante los ojos de un observador sensible. Muere del mismo modo. Por lo tanto, enviarlo ahí fuera, al mundo, es siempre un acto arriesgado e insensible. ¡Con cuánta frecuencia será maltratado por los ojos del vulgo y por la crueldad de aquellos impotentes que quisieran contagiar su desgracia universalmente!”, dice Rothko en una nota en el número 2 de The Tiger’s Eye, una revista de arte y literatura que entre 1947 y 1949 buscó romper con las publicaciones convencionales y adocenadas y anticipó, como un prototipo, lo que sería una revista en Internet hoy –conexiones agrupadas, hipertextos, links, multimedia–, una red de redes que buscaba mostrar el proceso creativo lo más próximo a la producción del artista.
Este pensamiento poderoso y lapidario acerca de algo que muchos otros autores ni tendrían en cuenta muestra el rasgo distintivo. Esto aparece con claridad en Red, la obra de teatro protagonizada por Julio Chávez (hoy en cartel): impresiona la cantidad de consideraciones y reflexiones acerca de la relación entre el artista y el público. ¿Hasta dónde se puede controlar el modo en que los cuadros serán mirados? En su estudio del Bowery, la luz no se “colaba” ni se “filtraba” por la ventana, él la mantenía a raya, velaba por que no se excediera sobre sus telas, que no forzara los colores; el negro era uno y no cualquier negro, se imponía ese rojo y no otro, el amarillo debía ser tan preciso... Nada librado al azar ni al desborde, el control sobre todo. Y la luz, como un elemento que interviene y define el plano, tampoco es espontánea; los corpúsculos liberados pueden generar la ilusión del volumen o la dimensión, y él pinta planos (aunque está quieto hay movimiento, ¿cómo lo hace?: es que pasa por un abismo pero lo comprende; la imagen sin semejanza, fuera del cliché). El pensaba una obra, la realizaba y no permitía que se mostrara en cualquier museo o galería. Tenía que aprobar el lugar, la luz, cuáles serían las otras obras que acompañarían sus cuadros; muchas veces rechazó ser parte de una muestra colectiva y también consideró que no tenía que exhibirse en espacios públicos. Nada externo podía distorsionar aquello que él había concebido como totalidad, menos aún la mirada de “aquellos impotentes que quisieran contagiar su desgracia universalmente”.
(Pienso en lo más próximo, un escritor: una vez entregado el texto a la editorial podrá opinar sobre la tipografía, el cuerpo de letra o la tapa; aceptar o no las sugerencias de un corrector; esperar que su libro esté bien exhibido en las librerías, pero, por más obsesivo que sea, no podrá ir más allá; tendrá que soportar que su libro, ya lanzado al mundo, tenga un recorrido incierto, una recepción difícil de prever. Imposible controlar cómo será leído.)
En 1959, cuando Rothko ya era famoso pero no rico, lo invitaron a pintar una serie de telas para un restaurante exclusivo en el Seagram Building a estrenar en Park Avenue y le ofrecieron un millón de dólares. Diseñado por Mies van der Rohe con su famoso lema “menos es más” que desdeñaba los criterios económicos, y Philip Johnson, el Seagram se estaba inaugurando como un gesto vanguardista en un momento próspero. Nada podía ser más top. Rothko aceptó con la peor intención, “con la esperanza de pintar algo que estropeara el apetito a todo hijo de puta que comiera allí. El mejor cumplido sería que el restaurante se negara a colgar los murales, pero no lo harán. La gente aguanta lo que sea hoy en día”. Al promediar el trabajo, se dio cuenta de que las personas que comieran en ese lugar jamás apreciarían sus cuadros y devolvió el dinero. Si uno mira en YouTube la escena de un almuerzo cualquiera en el Four Seasons, confirma que Rothko tenía razón: la atención se concentra en la comida, en la sobriedad de los platos, en el murmullo de la conversación; lo que está en las paredes es decorativo, justamente aquello que Rothko nunca quiso ser.
Sin embargo sí aceptó que sus cuadros se colgaran en la capilla aconfesional de una universidad en Houston, que él ayudó a diseñar a partir de su obra, junto con –otra vez– Philip Johnson. Morton Feldman le dedicó una pieza para ser escuchada allí; sentía que había una correspondencia única en las composiciones de ambos. Catorce murales se exhiben en una estructura octogonal iluminados por la luz de una claraboya: la luz es natural; el silencio, total; lo religioso contenido llega directo, pero es la comprensión del abismo. En ese lugar el espectador “entra” en sus cuadros, como él quería –son presencias, son iconos, casi como los de Andréi Rubliov–, la experiencia sucede y la interacción funciona. La fantasía de controlar las condiciones de recepción de su obra se transformó en realidad. No debe haber mejores condiciones que las de la Rothko Chapel para que sus cuadros alcancen su posibilidad máxima: Rothko no llegó a verlos colgados allí, pero logró transmitir la confianza que se tenía, la fe en su arte como una conexión con la experiencia fuera del sentido común.
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