Domingo, 6 de julio de 2014 | Hoy
SERIES El mundo de las tecnologías de la comunicación y sus personajes más connotados, como Steve Jobs o Mark Zuckerberg, vienen marcando tendencia en cine y televisión. Ahora son dos nuevas series, Silicon Valley y Halt and Catch Fire, las que se reparten casi al mismo tiempo el imaginario de pioneros y malvados que hacen tecnoemprendimientos y los boicotean con idéntica y encarnizada pasión. Pero mientras la primera transcurre en el presente y tiene una estética de colorida sofisticación, la segunda se remonta a unos años ochenta más bien sombríos y densos, cuando las computadoras personales empezaban a extender su dominio. El desafío es el mismo: traducir un tema “difícil” y un lenguaje técnico para todo público.
Por Natali Schejtman
Ya sucedía con la política, el periodismo, las emergencias médicas, los policías en acción y la rosca del derecho. Pero ahora un nuevo ámbito laboral se suma a la lista de tópicos recurrentes elegidos para enmarcar y disparar tramas de ficción: el mundo de la tecnología y sus emprendimientos –y desprendimientos– aledaños. En los últimos años vienen desfilando en cine y televisión productos de calidad muy variable: biografías de Steve Jobs (Jobs y una nueva que está en proceso), de Julian Assange (la irritante El quinto poder), de Mark Zuckerberg (Red social, escrita y dirigida por Aaron Sorkin, quien está a cargo de la nueva sobre Jobs), de Edward Snowden (Oliver Stone acaba de anunciar que filmará su historia); series hechas y por venir como Betas (producida por Amazon) y Scorpion (para el último trimestre de este año), y virajes sintomáticos de programas de televisión que se dedicaban a otros kioscos, como The Good Wife incorporando nuevos casos sobre copyright y la National Security Agency en la era de la información o CSI: Cyber, spin-off de CSI que también se estrena este año. Eso, sumado a decenas de documentales que se acumulan y a otras producciones más ligadas a la ciencia ficción o a analizar las consecuencias de la tecnología en la vida humana, como la recomendable Black Mirror.
La tendencia explica cómo ahora coexisten dos producciones televisivas que tratan prácticamente de lo mismo: el inicio de una empresa tecnológica en el corazón de la industria IT yanqui, donde conviven el entusiasmo de gente que está empezando algo con la malicia, las mañas copionas y la intensidad de una competencia abrasiva.
Silicon Valley (que terminó su primera temporada hace un mes) y Halt and Catch Fire (que la empezó cuando la otra terminó) parecen pensadas al mismo tiempo y por las mismas cabezas como las dos caras, comedia y tragedia de una misma moneda. Así como en el mundo político la hilarante Veep con su torpe vicepresidenta viene a decirle a la sesuda House of Cards que no todo lo que sucede en la Casa Blanca está tan pensado ni son todos tan capos de la táctica y la estrategia, Silicon Valley se burla en 2014 –cuando ya la industria está masticada y digerida, con sus incubadoras y sus neologismos usados hasta por las abuelas– de lo que Halt and Catch Fire describe con tensión atribulada y sitúa en los años ’80, cuando había que remar para imponerse ante los monstruos empresariales y cuando nadie entendía demasiado acerca de la circulación de la información en materiales cada vez más chiquitos.
Hay dos estéticas con las que el cine y la tele han decidido referirse a la tecnología: la oscura, con fondos negros, que sigue la línea de Matrix y donde suele entrar todo lo que atañe a Wikileaks, hackers y la cultura pirata, y la más cercana al mundo Google/Apple: colorida sobre fondo blanco, con los tonos estridentes de las mesas de ping pong y los pufs lisérgicos. Estas dos series se ubican cómodamente una en cada tradición. Aunque nada es tan claro ni tan oscuro como parece, claro.
La historia de Silicon Valley es simple: Richard (Thomas Middleditch), un chico inteligente y neurótico, desarrolló un algoritmo que permite comprimir todo tipo de información de manera más rápida y con menos pérdida de calidad que ningún otro compresor. Eso hace que pase de ser un empleado medio pelo en una gran empresa “joven”, “innovadora” y “lúdica”, a que el director de esa compañía, un hombre que hace esperar a la gente cuando está con su asesor espiritual, le ofrezca comprarle su invento por una suma hiperbólica de dinero. Pero Richard lo rechaza, y decide quedarse con su algoritmo, venderle un pequeño porcentaje a un incubador profesional de emprendimientos amateur y armar una empresa junto a los desarrolladores con los que ya venía trabajando y el dueño de la casa en la que todos viven, Erlich (T. J. Miller), el verdadero protagonista de la serie: un estrafalario fumaporro que pudo enriquecerse moderadamente con una empresa tecnológica que ya vendió y que, por supuesto, idolatra a y se viste como Steve Jobs. Todos juntos intentarán sacar adelante su emprendimiento, “El flautista de Hamelin”.
Con este disparador, la serie aprovecha para reírse de todo lo que rodea al emprendeurismo-hi tech: los gurúes antiuniversidad, los autos sin conductor, las empresas que no hablan de dinero sino de hacer un mundo mejor, los slogans corporativos, las aplicaciones bizarras y, por supuesto, los jóvenes tecnólogos con muchas ganas de pegarla.
Erlich podría haber sido Beavis o Butthead en los años ’90. De hecho, Silicon Valley está cocreado por el mismo creador de los clásicos dibujitos de MTV, Mike Judge, animador y productor con gran olfato para las sensibilidades de las épocas y para hacer humor a partir de eso. Judge ya había dado una muestra de la mordacidad con la que puede observar los ambientes laborales y la psicopatía gris de los mandos medios cuando dirigió la película Office Space, donde empleados mediocres de una empresa de tecnología se rebelaban contra su oficina, trabajo y vida.
Silicon Valley no es la única en su especie tampoco. Betas, producida por Amazon y lanzada tiempo antes que Silicon Valley, ya se metía con un tema similar: jóvenes emprendedores queriendo triunfar con una aplicación de citas. Pero no duró más que una temporada, mientras que Silicon Valley ya tiene garantizada la segunda.
Es que sus personajes son tan insufribles como adorables. Usan lenguaje técnico, cruzado con sentimientos de manera bastante amigable. Y a veces hasta esa jerga es parodiada. En una de las escenas más desopilantes, todo el grupo está en la habitación de un hotel, en la previa a una presentación en sociedad de su empresa para la que vienen muy mal perfilados. Mientras Richard está encerrado estrujando su cerebro para sacar una propuesta superadora en una noche, los desarrolladores empiezan a cebarse en un cálculo frenético que los lleva a anotar en el pizarrón fórmulas y números. La pregunta que quieren responder es puntual y compleja: cuánto tardaría Erlich en masturbar a todos y cada uno de los presentes durante los escasos 10 minutos que tienen para la maldita conferencia del día siguiente, y así ganarse su aprobación. Para eso, hasta llegan a calcular un Tiempo Promedio por Masturbación –TPM–, entre muchas otras siglas geniales.
Mientras Silicon Valley se divierte, Halt and Catch Fire –cuyos dos primeros capítulos fueron dirigidos por Juan José Campanella– es una serie más bien sombría. Ambientada en los años ’80, cuando las computadoras personales estaban cambiando radicalmente, está liderada por Joe MacMillan (Lee Pace), un cretino muy vendedor que por ahora se parece demasiado a los cretinos vendedores que dio la televisión en los últimos años: Don Draper (Mad Men) y Frank Underwood (House of Cards). De hecho, la primera escena de la serie empieza con Joe atropellando un armadillo, bastante similar en su contenido a la primera escena en la que Frank Underwood le “ahorra” dolor a un perrito recién atropellado matándolo con sus propias manos.
Así es Joe: arengador, mentiroso y entusiasta, con la suficiente cabeza para cranear una nueva empresa y el poco corazón como para llevarla a cabo. El quiere hacer computadoras personales como las que hace IBM y mejores aún, y para eso usar la famosa ingeniería inversa, un mecanismo legal para descifrar cómo está hecho un producto que es ya público (procedimiento habitual que también es retratado en Los piratas de Silicon Valley para hablar del nacimiento de Windows, entre otras cosas). Sus aliados son Gordon Clark (Scoot McNairy), un ingeniero brillante pero deprimido por haber ya fracasado una vez con la construcción de una computadora (de la que igualmente está orgulloso), y Cameron Howe (Mckenzie Davis), una joven universitaria canchera pero sin experiencia, de trato áspero y que mira a todos desde arriba por no saber, como ella sabe, escribir código y por haberse embarcado en la –para ella– patética tarea de copiar una computadora ya existente. Cameron, rebelde e idealista, sabe que algún día las computadoras podrían ganarle al ajedrez.
Halt and Catch Fire, cuyo nombre responde a un comando de computadora que genera una competencia interna entre las instrucciones de programación que termina inutilizando la máquina, comienza en 1983, mientras las computadoras se hacen más accesibles al gran público y también más rápidas. Y ése es el tipo de computadora que quiere crear la empresa Cardiff con Gordon y Joe, dos personajes en los que algunos quieren ver a los dos Steves que motorizaron Apple construyendo una computadora en un garage.
El desafío de los productores es el mismo que tenían los ingenieros innovadores de ese momento: cómo hacer de algo técnico y “difícil”, un producto apto para todo público. Sobre todo teniendo en cuenta que la serie no es tan megalómana como su protagonista y se detiene en las incertidumbres, complicaciones y espacios rugosos de este sueño americano. La ambientación ochentosa es menos preponderante que la de los ’60 con Mad Men, aunque la música y las oficinas tienen sus toques de gracia. También algunos detalles, como la remera de Cameron que dice “Ignore Alien Orders”, la consigna que llevaba Joe Strummer en su guitarra, por ejemplo. Algunos personajes son prometedores, como Joe y los enigmas que lo rodean, pero en otros casos la serie se toma de clichés como para masificarse: Gordon estaba deprimido y era un autista en su hogar, pero ahora que está en este proyecto de construir una computadora y le dieron una nueva oficina, llega a su casa y le hace el amor a su mujer en la cocina. O Cameron, cuya irreverencia y prodigiosidad, incontenibles ambas, están indicadas con luces de neón titilantes en cada momento en que ella aparece. La presencia femenina y sus características no están puestas al azar. Si en la actualidad entre las cabezas de Silicon Valley, cuando se refieren a cómo encontrar un balance de género en sus empresas tecnológicas, circula el chiste de la regla de Dave para demostrar cuán desniveladas están las cosas (en tu empresa tiene que haber la misma cantidad de mujeres que de hombres llamados Dave), en los años ’80 una programadora mujer era todavía menos común. El personaje de Cameron es, probablemente, otra de las estrategias para hacer más atractivo el show. Sin embargo, hay otro personaje, Donna (Kerry Bishé), la esposa de Gordon (conformando la misma pareja que en Argo), que también es ingeniera y que, contrariamente al lugar común, no boicotea la aventura de su marido sino que lo alienta a embarcarse. Curiosamente, los productores anotaron el efecto negativo que produjo en las audiencias Skyler White, la esposa de Walter, protagonista de Breaking Bad, demasiado crítica con las actividades poco ortodoxas de su marido, y quisieron evitarle ese dedito levantado que dice conseguite-un-trabajo-serio.
La serie promete, pero todavía falta conocer buena parte de su primera temporada para estar seguros de que, más allá de una temática original y arriesgada, va a ocupar algún lugar entre las producciones audiovisuales dedicadas a la tecnología. Lo saben muy bien los productores: ahora tienen más competencia que nunca.
Halt and Catch Fire aún no tiene fecha de emisión en el cable local, mientras que la primera temporada de Silicon Valley acaba de terminarse. Ambas series, sin embargo, merecen buscarse en Internet.
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