Domingo, 9 de noviembre de 2014 | Hoy
Vivimos en una época propicia para los amantes del culo. Por todos lados hay una inflación, un festival, una invasión del culo femenino (e incluso del masculino). Aparece con cualquier pretexto, los neumáticos Pirelli, los refrescos Schweppes o el gel ultrapenetrante Dior Svelte, en el que se acompaña con una volátil muselina fucsia. El primero que tuvo una cierta repercusión en el mundo publicitario fue el culo de Airborne en Paris Match en 1970 (el diario Le Monde se negó por entonces a publicarlo; lo hizo diez años después, aceptando lo inevitable). Imaginemos cincuenta cuadraditos con culos. Perfectamente enmarcados desde lo alto del muslo hasta la parte inferior de la espalda. Uno no puede equivocarse. No hay dos idénticos. O mejor, siempre es el mismo, pero desde cincuenta puntos de vista diferentes. Lo que no es tan difícil, porque el culo es inagotable.
La verdad es que el señor Airborne hubiera podido realizar quinientas o hasta cinco mil tomas, dado su evidente entusiasmo. El fotógrafo tuvo que pasar horas y horas delante de su culito, pero no parece que se hubiera aburrido ni un segundo. Por otra parte, lo que más llamó la atención no fue tanto el culo como su número. Pocas veces se tiene la ocasión de ver al culo así, colocado en pequeños alvéolos, como bombones en una caja. Si ya parece sofocante El baño turco de Ingres, qué decir de la emoción que pueden suscitar los cincuenta pequeños medallones. Aparentemente, son culos de mujer, pero también puede pensarse que se trata del trasero prieto de un bebé grande. Y es que es un culo perfecto, un culo ideal, que no parece pertenecer a un sexo de la creación y que también podría ser una nube bien formada o un melocotón con pelusilla. Tendríamos problemas para imaginar al o a la que pudiera reivindicarlos. Nada es realista en el culo del señor Airborne: nada de pilosidad, nada de orificio, nada de aparición de sexo, nada. Es un culo cerrado, pleno, armonioso: un culo estético. No se concreta más que mediante sus sombras y sus luces, sus líneas ondulantes, y la inmensa y delicada raja que lo parte en dos. Es un culo sedoso y hasta apetecible, a poco que a uno le guste la firmeza, porque no parece maduro del todo. Casi se podría decir que es una prefiguración de la mutación genética del culo. Una especie de aperitivo del culo eterno.
El segundo caso de culo femenino expuesto en la calle se llamó Carolina. Estamos en 1978 y se le debe a Jean-Paul Goude, que hizo mucho por introducir en Francia el culo hotentote. Carolina, una encantadora jovencita de Santo Domingo, lo tenía tan respingón que había instalado sobre su glorioso trasero una copa de champagne. Reventaba el tapón de la botella con los ojos redondos y un divertido copete en el cráneo que le daba aires de fauno. El líquido surtía dando una vuelta completa a su persona, para aterrizar por fin en dicha copa, como si fuera una inmensa corona burbujeante. Era bonito. Aunque para la ocasión se tuvo que duplicar el volumen del culo mediante los recortes y la manipulación de los ektachromes. Pero Jean-Paul Goude siempre se ha sentido fascinado por el culo negro y los bronces de Benin. Y siempre ha buscado que los culos fueran exageradamente ellos mismos, es decir, bellos. “Me inspira lo oscuro –dice–, las mujeres con un culo potente, con la nuca recta como la de un oficial prusiano (que maquillo de azul para acentuar la negritud), con olor almizclado, cráneo perfecto, trasero de caballo de carreras y pies planos.”
En 1981, por fin, Myriam se quitó lo de abajo. Fue como si se estuviera esperando desde siempre. Porque mademoiselle Myriam era una joven cuyo rostro ya se conocía y que, por primera vez, ofrecía su culo de frente, si se puede decir así. Se agradeció su franqueza. En la misma época, en Valence, durante el primer congreso socialista tras la victoria, el diputado Quilés hablaba de que tenían que caer ciertas personas. Mademoiselle Myriam tuvo el buen gusto de hacer que cayeran sus bragas. Había jurado en un primer anuncio: “El 2 de septiembre me quito lo de arriba”. Y después, con el pecho libre y radiante, en un segundo: “El 4 de septiembre me quito lo de abajo”. Francia entera contuvo el aliento. Pero el día de marras supimos ante el amable trasero de mademoiselle Myriam que el señor Avenir era un anunciante que cumplía sus promesas. Siguió a ello un complicado debate entre los publicistas sobre el tratamiento de su mujer, sobre su culo y sobre su alma, en la venta de detergentes. Sea como fuere, estamos agradecidos a mademoiselle Myriam por habernos ofrecido la imagen más resplandeciente de un cierto estado de gracia.
La aparición del culo masculino fue más tardía y agitada. Lo que sí se puede decir es que era más musculado, forzosamente más pequeño y también más duro. Nunca intentó hacerse pasar por un culo de mujer. La androginia, de la que habla Gilles Lipovetsky en El imperio de lo efímero, no afecta al culo. Todavía no hay “similitud unisexual radical” en ese ámbito. Pero por fin se dejaba ver, y existía una diferencia sensible entre el culo-rugby y el culo del señor Dim. Entre el tamaño grande y el ideal esbelto de un nadador australiano. Y es que el culo de los hombres (y el de las mujeres) no es para nada el mismo que el de hace un siglo. Basta, por ejemplo, con contemplar la evolución del cuerpo musculoso desde la invención de la cultura física, en 1885. Lo podemos hacer gracias a Edmond Desbonnet, contemporáneo del barón de Coubertin y apodado “el hombre del mostacho enérgico”. En los 50.000 clichés de su colección, constituida por placas, vistas estereoscópicas y autochromes realizados entre 1885 y 1950, hay al menos algo que salta a la vista: hemos cambiado de culo. Inspirándose a menudo para los hombres en la estatuaria antigua y para las mujeres en la pintura romántica, Desbonnet nos presenta en principio un cuerpo masculino saturado de virilidad. La pose es triunfante y el retoque demasiado visible, pero a fin de cuentas se trata de un himno a los dioses del Olimpo, a todos los gladiadores, acróbatas y Hércules de feria, una puesta en escena grandilocuente de trapecios, deltoides y bíceps, de mostachos poblados y torsos abombados, que piden adornarse con una capa de leopardo o una maza prehistórica. Es el hombre en su relieve hipertrofiado.
¿Y qué pasa con el culo? Pues, curiosamente, el culo es conmovedor, ya que parece escapar a ese endurecimiento general. Todo es robusto y altanero, pero no el culo. El culo es flexible, es felino. E incluso, aunque a veces se le note un tanto encogido, no tiene ninguna intención evidente de compartir la suerte del bíceps. En el fondo, el culo de Edmond Desbonnet no se priva nunca del placer de ser un culo, no un músculo. Aún es más visible en el caso de las mujeres, en las que, en la época, se privilegian las formas orondas, de carne blanca y exquisitas redondeces. Gracia, sumisión y placer es más o menos la idea que se tiene por entonces de la mujer y, por ende, de su culo. También es una mujer excesivamente encorsetada, cuya curvatura ofrece a la vista una caída de riñones casi sobrenatural. En cualquier caso, muy espectacular, en comparación con las tetas. El cuerpo es lechoso, la carne blanda y los pies pequeños. Ya casi no es una mujer sino un bibelot, probablemente bastante frágil, dado lo desproporcionada que parece. La apretada corsetería, los botines y los cabellos recogidos en pesados peinados les dan un aire amablemente pícaro: a veces uno se pregunta si todavía están en el gimnasio o ya en el burdel. En resumen, cuanto más sacan el pecho, más se llenan de ballenas las mujeres y languidecen. En la actualidad no ocurre así. El ideal del culo masculino adopta formas netamente menos viriles: privilegia una tonicidad más flexible, más redondeada, más móvil. En cuanto al culo femenino, tiene tendencia a masculinizarse, de modo que las exquisitas redondeces y la graciosa indolencia han dejado paso a una silueta delgada y musculosa. Es el triunfo del músculo largo.
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