Domingo, 22 de febrero de 2015 | Hoy
Por Mariana Enriquez
Para Werner Herzog, como para toda su generación de cineastas, Lotte Eisner era el faro, la maestra, la mujer que les dio legitimidad. En la laudatio que escribió en ocasión de la entrega del premio Helmut Kaütner (y que Del caminar sobre hielo incluye como epílogo), Herzog dice que Eisner es la conciencia del Nuevo Cine Alemán y repasa la vida de esta mujer fascinante: pionera de la crítica de cine, firma ineludible de Cahiers du Cinéma, autora del fundamental La pantalla demoníaca y de libros sobre F. W. Murnau y Fritz Lang que son considerados clásicos. Eisner escapó del Tercer Reich a Francia en 1933 pero fue atrapada durante la guerra y detenida en un campo de concentración de Aquitania, en el que sobrevivió. Trabajó cuarenta años en la Cinémathèque Française junto a Henri Langlois y restauró miles de películas. Y, sobre todo, su departamento en París era lugar de reunión constante de jóvenes, especialmente de jóvenes cineastas alemanes que la escuchaban con devoción y disfrutaban de su calidez (Wim Wenders, por ejemplo, le dedicó Paris, Texas). Herzog explica: su generación es una generación sin padres. Está quebrada por el horror del nazismo. El puente histórico-cultural para conseguir la legitimidad como cineastas se lo dio Eisner. Una vez ella le dijo: “Escúcheme, la historia del cine no les permite a los jóvenes realizadores alemanes como usted que se den por vencidos”.
Ese invierno de 1974, cuando Lotte Eisner se enfermó gravemente, a Herzog se le antojó una fecha demasiado temprana para la muerte de esta mujer que estaba ayudando a la (re) construcción de una nueva cultura alemana. Por eso, en un impulso, decide ir a visitarla caminando: a pie desde Munich hasta París, donde ella vive. Un exorcismo para alejar la muerte. Si uno hace un sacrificio impresionante, un sacrificio que es como un grito, los dioses escuchan. También si se siguen las reglas más o menos rígidas del ritual. Así, Herzog decide visitar a Lotte Eisner como peregrino y en la línea más recta posible. Cree que, si lo logra, Eisner vivirá. Y sucede lo que típicamente le sucede a Herzog, un hombre que construye su mitología personal con la ayuda de la intuición, la suerte y su enorme talento: Eisner vive, y vivirá nueve años más. El joven peregrino invernal e intenso salva a la anciana sabia.
Del caminar sobre hielo (Entropía, traducción de Ariel Magnus) se escribió como diario en noviembre y diciembre de 1974 y se publicó cuatro años después. Tiene el “tono Herzog”, casi siempre lúgubre, romántico y salpicado de breves epifanías, destellos de luz e incluso de humor. Es un libro hermoso y a veces onírico: por momentos, éstos podrían ser los diarios de Rimbaud, el poeta que alguna vez también recorrió Europa a pie –aunque él lo hizo por motivos misteriosos y con un frenesí más feroz–. Y se ubica en la obra de Herzog a la perfección. Gran parte de la filmografía herzoguiana trata su obsesión por el hombre contemporáneo ubicado en la naturaleza, no necesariamente luchando contra ella sino tratando de conquistarla, y siempre la conclusión es la misma: es imposible hacerlo. Sin embargo, persevera y se fascina con quienes perseveran. Esta relación obsesiva con la naturaleza está en los largos de ficción de Herzog y en sus documentales, en las condiciones de rodaje, en las locaciones, en los temas: los cinco meses de producción de Aguirre o la ira de Dios (1972) sobre el río Amazonas en la selva peruana: los actores y equipo abrieron caminos a machetazos y navegaron en balsas construidas por los aborígenes. Fitzcarraldo (1982) y su barco que hay que hacer pasar sobre una montaña y el sueño de construir una ópera en Iquitos para que cante Enrico Caruso. Grito de piedra (1991), sobre una expedición que escala el Cerro Torre en Patagonia. Hasta Maldito policía en Nueva Orleans, (2009) donde uno de los protagonistas es el Huracán Katrina: la película está filmada con gran parte de la ciudad todavía bajo el agua. Y los documentales: Fata Morgana de 1969, con narración justamente de Lotte Eisner, una visión particularísima del Sahara con recitado del Popol Vuh; Diamante blanco, de 2004, sobre Graham Dorrington, un ingeniero aeronáutico que sobrevuela la selva de Guyana tratando de capturar la fauna que vive sobre los árboles inalcanzables; el extraordinario Grizzly Man, sobre Timothy Treadwell, activista ecologista amateur que termina su vida comido por los osos que quería proteger en Alaska; la maravillosa Encuentros en el fin del mundo, sobre esa frontera de la naturaleza que es la Antártida. Siempre, en cada película, Herzog tiene algo para decir, y siempre negativo, sobre esa naturaleza inasible en la que se sumerge una y otra vez: “Lo que me perturba”, dice en Grizzly Man, con su hermosa voz grave y su inconfundible acento alemán, “es que en las caras de todos los osos que Treadwell filmó no encontré parentesco, ni entendimiento, ni piedad. Sólo veo la apabullante indiferencia de la naturaleza. Sólo veo la mirada ciega que muestra un interés aburrido por la comida”. Y en El peso de los sueños (1982), el documental sobre Fitzcarraldo, después de que Klaus Kinski habla del erotismo de la naturaleza, Herzog apunta: “Yo veo obscenidad. La naturaleza aquí es vil y básica. Sólo veo fornicación y asfixia y estrangulamiento y pelea por la supervivencia y crecimiento... y veo cómo todo se pudre. Por supuesto, hay mucha desdicha. Es la misma que está alrededor de nosotros. Los árboles aquí son desdichados, los pájaros también. No creo que canten, gritan de dolor... No hay armonía en el universo. Tenemos que acostumbrarnos a esa idea. Pero cuando lo digo, lo digo lleno de admiración por la jungla. No la odio, la amo. La amo con locura. Pero la amo en contra de mi mejor juicio”.
Del caminar sobre hielo es el registro de una de las primeras experiencias de Herzog con ese amor contra la razón, con su intencional e invocada falta de juicio. Y también de su personal y vagamente pagana búsqueda de trascendencia.
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