Dom 17.01.2016
radar

EL ULTIMO AVATAR

› Por Cristina Civale

“Soy una estrella instantánea –dijo hace años en una entrevista en The Guardian–. Sólo agregame agua y revolvé”. Es el mismo tipo que años después al mismo diario le confesó su plan: “No sé si estaré loco –es algo que sucede en mi familia– pero siempre tuve la repulsiva necesidad de ser algo más que humano. Siendo humano me siento frágil. Entonces me dije: ‘Fuck, voy a ser superhumano’”.

A pesar suyo y a causa suya, es, fue, seguirá siendo, un artista que se adelantó varios segundos al segundo mismo, con la mirada delante de todos, como guía, inspirador, musa de sí mismo, cuerpo transfigurado en eterno estado de seducción.

Por lo demás, quién duda que fue un superhombre que se reinventó todas las veces que quiso. De una tara de la adolescencia, del miedo de esos tiempos de subirse a un escenario para cantar sus canciones, nació su idea de disfrazarse. Al principio fue para esconderse, no como cuando tomó el asunto del disfraz y de los personajes que los encarnaban como sus avatares, que lo multiplicaban, nos subyugaban, nos divertían y nos hacían caer, felices, admirados, a su voz puro glamour de un rock con los labios pintados, como describió John Lennon a su música.

En el segundo después de su muerte, toda su obra se escucha, admira, seduce, conmueve, en un sentido inesperado. Lazarus, conocido personaje bíblico al que Jesús trajo de la muerte, el ícono de los resucitados, da nombre al hit de su último álbum, Blackstar, con una estrella negra en la portada, la estrella diseñada, ahora sabemos, por él para su propio luto.

La llegada de su muerte fue su última performance. El superhumano Bowie tuvo que rendirse a su mortalidad, pero como todo en su vida, muy a su modo. Honró y proclamó su final con sus últimas creaciones dedicadas a nosotros, los que sobrevivimos a su muerte lenta, el misterio de un secreto bien guardado. No nos entregó la imagen de una fatigosa y degradante agonía, le puso nombre y acción a ese tiempo después del que nada se sabe con Lazarus, su último avatar, lo diseñó con el vigor de una obra que se renueva hasta el último minuto, puro trabajo, estrategia y talento.

Calculó casi con exactitud la fecha de su última transformación, la del hombre que volvió de la muerte, para recibir a la suya con la capa de un torero matador. “Lazarus” no es sólo una canción, es también un musical escrito por él y ahora mismo representado en un teatro off de New York. Se trata, cuentan los que la vieron, de un relato taimado de la vida de Bowie procesada por la ficción de un hombre que se debate entre baladas desgarradoras, confesiones de un cuerpo lastimado, himnos de despedida, agónicos, extrañamente poco sutiles para la eterna sutileza de toda su obra, ahora un legado que abarca texturas, tonos, experimentos, palabras unidas de distintos modos, rock and roll pero también jungle y drum and basse y pinturas y esculturas y más y todo.

Virtuoso, riguroso –no dejaba nada librado al azar, desde las ondas de su pelo hasta los puños de sus camisas–; enalteció a todos los músicos con los que compartió su trabajo. Admiraba a Fredie Mercury por su don de moverse sobre el escenario, quizá tuvo un romance con Michael Jackson pero se casó con una modelo negra. Iman fue la última compañera del perfecto transexual, cuerpo deseado como el mejor vampiro en la película El ansia (Tony Scott, 1983) y y la misma conjugación de deseo en su personaje en Furyo (o Merry Christmas, Mr. Lawrence, Nagisa Oshima,1983).

El instante ahora se congela, sin agua y sin batido. El hueco de su ausencia traza una línea. Antes y después. Se terminó una era. Cuando se agoten las lágrimas, porque como dijo su productor ahora es tiempo de llorar, podremos dedicarnos a celebrar su vida sin la cual este mundo hubiese sido mucho más oscuro.

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