› Por Alfredo Rosso
El problema con los lugares comunes es que son insidiosos: uno se encuentra repitiéndolos como si nada, sin advertir que detrás de ellos más de una vez se esconde una falacia. Bowie es un caso típico. Más de una vez escuché o leí a periodistas que lo definían como “camaleónico”. Pero si recuerdan bien la famosa canción, el camaleón cambia de colores según la ocasión, ése nunca fue el caso de David Bowie. Más bien todo lo contrario: desde sus comienzos, Bowie siguió los dictados de su musa particular sin importarle los caprichos ni los devaneos de un mundo musical que más de una vez quiso probarse sus ropas. Fue un temprano existencialista en su solitario álbum debut para Decca; luego el astronauta azorado de “Space Oddity”, que contempla impotente como su nave desarrolla voluntad propia para llevarlo por el Cosmos con rumbo desconocido. Fabricó más tarde el personaje estelar y andrógino de Ziggy Stardust y le puso su sello a la era Glam. Tampoco se quedó mucho tiempo allí, sin embargo, porque el gen apocalíptico-futurista que había asomado en el tema “Five years” (el tiempo que supuestamente le quedaba a una Tierra agotada en sus recursos naturales… ¿les suena familiar?), lo volvió a recrear con creces en Diamond Dogs, que si por David fuera hubiese sido directamente la primera versión musical-conceptual del 1984 de George Orwell, pero la viuda del escritor aparentemente negó su autorización.
Bowie nunca paró: encarnó la decadencia de los ’70 en “Fame” y cuando su cuerpo y su mente dijeron suficiente de excesos, llamó a Eno y a Fripp y acuñó la famosa Trilogía Berlinesa, Low, “Heroes”, Lodger… Todo esto en los estudios Hansa, a pocos metros del famoso muro, en uno de los últimos momentos en que la guerra fría Oriente-Occidente amenazaba con calentarse. ¡Momento! Paremos. Otro de los clisés periodísticos en los que uno inevitablemente cae es la enumeración de méritos, blasones de carrera, innovaciones, etc. Podría hablar del Bowie reinventado como un megastar a partir de su éxito en la pista de baile (Let’s Dance) o de su perturbadora inserción en los ’90 con discos que aún hoy empiezo a poder procesar, caso Outside o Eart hl i ng. Pero no, me interesa más seguir tratando de comprender en todo su universo a un músico que siempre me perturbó más de lo que me emocionó; un artista que me descolocó. Todavía pienso en ese astronauta que se da cuenta de que no hay retorno y le manda un mensaje de amor y despedida a su esposa a través del “Control Terrestre”. Aún me da escalofríos ese locutor de televisión que dice que la Tierra se muere. Cuatro décadas más tarde me sigue haciendo ruido un título que puede traducirse como “Los hijos de la era silenciosa” (está en Heroes). Pienso en ese tema y veo pantallas y más pantallas y gente que se ríe quién sabe de qué, imágenes que nunca paran, 24/7, mientras uno, en el living de casa, calla y concede. Bowie lo sabía. Mediático como pocos, salía, sonreía, se bancaba los flashes y luego condensaba todo ese input que el mundo tiraba a sus pies en discos que desconcertaban tanto como seducían. Y luego desaparecía para tomar envión otra vez. Pero Bowie el starman, el hombre que cayó a la Tierra, el astronauta errante, tenía también un envoltorio de carne y hueso que dejó atrás en este último, impredecible viaje que acaba de emprender. En el proceso nos dejó, primero, The Next Day y ahora, como irónico auto-epitafio, Blackstar. Para mí sigue corriendo adelante y seguro me voy a tener que tomar mi tiempo para alcanzarlo. Pero vale la pena.
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