Dom 17.01.2016
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EL ESPIRITU DE UNA MARIPOSA

› Por Mariana Bianchini

Siempre fui rara, o al menos eso decía la mirada de mis compañeras de la primaria cuando iba a los asaltos, esas reuniones de chicos y chicas donde ellas llevaban comida y ellos bebida, vestida con las camisas góticas inspiradas en Jareth, el Rey de los Goblins, el personaje que interpretaba David Bowie en Laberinto. Las confeccionaba mi madre cuando cedía a una gran insistencia de mi parte.

En la casa de mis abuelos había un taller de indumentaria, de hecho creo que nunca me compré ropa hasta que empecé a trabajar y tuve mi propio dinero, no había necesidad, podía hacerlo yo misma y eso fue el camino directo a ser una freak durante varios años. Era muy tímida y maravillosamente mimada en mi casa así que si en mis fantasías yo era Sarah, la adolescente que interpretaba Jennifer Connelly en Laberinto, solo tenía que diseñarla y listo. Las risas de algunas compañeras nunca fueron un gran problema para mi, me desconcertaban un poco, no entendía qué les causaba gracia porque yo estaba alucinada con mis camisas, no dudaba ni un instante de lo bien que me veía. Ya de más grande quise seguir haciendo lo mismo y encontré el lugar perfecto: me dediqué a la música.

Podría hablar de David Bowie empezando por las canciones que fueron himnos de mi adolescencia, entre ellos “Space Oddity”, “The Man Who Sold the World”, “Life on Mars?”, “Starman”, “Heroes”; o de sus letras cada vez más profundas como en el disco The Next Day; o de los músicos increíbles con los que tocó; de su transgresión; de la calidad artística de sus videos; de sus películas; de sus declaraciones pero … David Bowie no sólo fue una influencia artística-musical para mi. Tal vez ese fue mi primer enamoramiento. Me enamoré del Rey de los Goblins y luego de él.

De David Bowie.

Porque nos enseñó a creer en nuestras fantasías e ir a fondo con ellas. Nos dio piedra libre para seguir jugando como niños siendo adultos en cada show que damos, permiso para asistir a fiestas sin estar lo suficientemente flaca o sin estar a la moda, nos dijo que estaba bueno ser uno mismo.

La primera vez que me subí a un escenario, a los 18 años, me di cuenta que ahí había una magia… algo así como “estar poseída por el espíritu de una mariposa” –como dice Sergio Alvarez, mi compañero de ruta– y uno se deja llevar. Cuando tenés la suerte de que eso te pase es maravilloso. Lo increíble es que parecía que Bowie podía controlar esa magia: él hacía lo que quería con la mariposa, dominaba el espacio con un simple movimiento de manos. Lo vi en vivo en Buenos Aires en 1997. Su presencia era magia pura.

Digna de un Rey.

Cuando me enteré de su muerte lloré como si hubiese muerto un familiar, un amigo muy cercano, un maestro, mi primer amor. Sus palabras y su música quedan para siempre pero sus acciones hicieron que el mundo se vea un poco mejor. Al menos para nosotros, los freaks.

Nota madre

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