Dom 17.01.2016
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EL DUQUE NEGRO

› Por Sergio Pujol

De todas las lecciones maestras que David Bowie nos legó, quizá la más valiosa sea la misma que Fernando Pessoa supo aplicar a su literatura: la de los heterónimos. No hay ficha biográfica de David Robert Jones (tal su verdadero nombre) que no nos refresque la galería de sus otros “yo”: Ziggy Stardust (el más claramente definido), la Dama, Duque Blanco, Aladdin Sane, The Glouster, etc. (Incluso su efímera banda Tin Machine podría considerarse un heterónimo). Pero mientras el juego de máscaras sumió a Pessoa en una volubilidad anímica angustiante – llegó a tener 70 nombres diferentes, algunos de mujer, y ni aun así logró escaparle al desasosiego–, a nuestro héroe (alguna vez definido como anti-héroe) el vértigo de los nombres le permitió superar su timidez de origen. Así, siendo él en otros, pudo convertir la incertidumbre del joven de los suburbios de Londres en una expresión de enorme vitalidad. Como escribió su biógrafo David Buckey, aquel hijo de la Inglaterra a-go-go logró hacer pública una aflicción privada, cosa que seguramente ayudó a muchos “raros” a encontrar su lugar en el mundo. O al menos a buscarlo. Al teatralizar esa aflicción en la ubicua forma de la canción, Bowie trascendió con elegancia impar las oposiciones binarias a las que nos somete la sociedad: hombre/mujer, viejo/joven, blanco/negro, tradición/modernidad.

Queda claro que su tracción escénica le permitió convertir sus limitaciones (“alumno entusiasta pero no excepcional”, lo recordaba su viejo profesor de saxo Ronnie Ross) en nuevos desafíos. En una era de expertos, donde el virtuosismo musical suele ser otra versión de la razón tecnocrática, Bowie tejió su obra autodidacta con hilachas de diversas procedencias: canción, moda, cine, teatro, videoclip, pintura… Básicamente, actuación. Sobre todo, actuación en el espacio inventado por una canción. Y vanguardia, claro. A propósito, ¿era posible la vanguardia en el mullido colchón de la cultura pop? Bowie demostró que sí, y en eso fue hijo dilecto de Sargeant Pepper´s. Quizá no fue el mejor en nada, pero fue insuperable en ese “todo” creativo. Llegó más lejos que sus contemporáneos porque se atrevió a trazar una ruta de viaje insólita, llena de sorpresas, poblada de voces.

Leemos en estos días que su despedida no fue autocompasiva. Acaba de trascender una carta que le envió a su viejo compinche Brian Eno en la que parece estar diciéndole adiós sin tristezas. De hecho, tanto el tema “Lazarus” como el flamante Blackstar que lo contiene integran un testamento artísticamente potente. Digamos que su estrategia pop de huída hacia adelante – The Next Day, así tituló su penúltimo disco, poco antes de que empezaran a rodar rumores de su enfermedad – lo resguardó de la melancolía. En realidad, siempre fue así. Aún en sus canciones más intimistas – de hecho las tuvo, dueño como era de un fino sentido lírico – se intuye un “continuará…”, una cierta idea de mañana, por más terrible que ese mañana pueda terminar siendo. Siempre hacia adelante, tomando envión en el gran repositorio cultural del siglo XX. Pero para avanzar sin volver la cabeza como Orfeo en los infiernos, Bowie debió cambiar incesantemente, sin dejarse encandilar por la bella música que iba dejando atrás. En ese sentido, y quizá no sólo en ese, Bowie fue el Miles Davis de la cultura rock.

SOUL DE OJOS AZULES

¿Cómo narrar la vida–obra de arte de Bowie sin dedicarle un capítulo a Ziggy Stardust, aquel alienígena que cayó en la Tierra con una misión esclarecedora, aunque pronto –giras y discos mediante– decidió retirarse para dar paso a otros personajes? Pocos artistas de la segunda mitad del siglo XX pensaron tan agudamente su obra a partir del problema de la identidad. A la pregunta, tan moderna, sobre la identidad del sujeto, Bowie ofreció una respuesta plural. No la del camaleón, como haraganamente suele repetirse, sino más bien la de la reinvención sucesiva. El falso alienígena que lideró la escena glam en los tempranos ´70 convive, con ese extraño efecto de horizontalidad que termina imponiendo la muerte, con el falso rolling stone de “Rebel Rebel”, el falso Elvis de “Young Americans”, el falso berlinés de la posmoderna “Heroes”, el falso James Brown de “Let’s dance”, y así podríamos seguir. Que cada uno elija el que más le guste. O que elija a todos; todos tienen algo particular, artificial y profundo a la vez. Algo del orden teatral en el territorio de la música. Algo que delata a Bowie a la vez que lo esconde.

En mi caso, el Bowie más interesante fue el Bowie negro. Un falso negro, claro. Un negro de ojos azules –¿no se empezó a hablar, con él, del “soul de ojos azules”?– que, a diferencia de otros falsos negros de su generación, jugó su papel de modo desinteresado, sin esperar graduarse de afroamericano. Como le sucedió a casi todo los muchachos ingleses de los años 60, en el comienzo estuvieron los estilos americanos trasplantados. Un poco de skiffle – era fácil de tocar–, algo de blues, una medida de jazz y la andanada de refrescante soul. El marco lo daba el rock and roll, pero adentro entraban varias cosas. Que Bowie haya elegido el saxo como primer instrumento es una pista. Hay una foto de su banda debut, The Kon–rads, en la que, todavía lejos de la fantasía estelar, un David Jones de 16 años con pinta de mod posa sentado sobre el bombo de una batería, con el brazo derecho apoyado en el saxo alto. Corre 1963, pero la foto parece tomada en alguna ciudad europea de entreguerras, cuando la juventud díscola abrazaba el swing como espada liberadora contra el agobiante clima autoritario de la época.

La consagración llegó con envoltorio psicodélico – no es desacertada la comparación con Syd Barrett, aunque Barrett sí cayó en el desasosiego –, vestuario desafiante y canciones de aire folk mezclado con futurismo. En la mudanza de década, Bowie mostró (o dramatizó, para el caso es lo mismo) sus obsesiones: sobre polvo blanco, los duros ´70 asistieron al despegue de su apetito voraz. Toda la cultura entró por sus ojos y oídos. La foto con William Burroughs – los muchachos salvajes, en las puertas de la percepción –, la llegada provocativa en 1976 a la estación Victoria de Londres saludando a la manera nazi después de una temporada de creativo descontrol en Berlín, sus trabajos en el cine y la metabolización del rock alemán para consumo británico… y norteamericano. Tiempo de punk, y pronto de new wave. Pero Bowie era demasiado aplicado para ser punk, y demasiado original para el clisé new wave. (Vale recordar que para su primer álbum epónimo tomó un curso acelerado de instrumentación; quería probar cómo sonaba una sección de fagots en una canción pop. Ese no era un gesto punk, precisamente).

Más allá de todo cambio, la música negra siempre lo esperaba, en un rincón de su memoria. Y entonces lo llenó de dinero y renacida fama con el disco Let´s dance de 1983, por donde se coló la música disco (“Modern love”) y se encendieron saxos alto y tenor por todas partes, a manera de eco o lejano contra canto. Bowie cantó off-beat mientras su música marchaba a paso redoblado. Lo mismo hizo en Tonight, ahora con la participación de Tina Turner en el reggae que daba título al disco. Por esos años grabó con Mick Jagger el cover de “Dancing In The Street”. En el clip ambos cantan y bailan sobre un legado precioso.

RUIDO BLANCO

Pero la mejor apelación al sonido negro llegó en 1993, con el frondoso Black tie White noise. No sé cuántos seguidores de Bowie tienen este disco entre sus favoritos. Anótenme en esa lista. El disco salió justo antes de Outside y Earthling, dos trabajos de fusión de música concreta, rock y electrónica que pegaban perfectamente con el gusto “industrial” de los 90. Esta circunstancia quizá hizo que Black tie… quedara un poco opacado, pero vale la pena volver a escucharlo (Se reeditó en abril de 2015, después de muchos años de ausencia). Co-producido por su viejo amigo Nile Rodgers, Black tie… tiene uno de los comienzos más impactantes de la historia del rock: un carrillón, un órgano y un bajo invitan a una boda (“The Wedding”, tema que compuso para su propia boda con la bella Iman), en un groove que de modo casi imperceptible cambiará de occidental a oriental. Para las entradas de trompeta que frisan el free jazz, nadie mejor que Lester Bowie, el extraordinario integrante de Art Ensamble of Chicago. Recuerdo las chanzas entre amigos jazzeros: Bowie había tenido que acudir a Bowie para mejorar su música. He ahí un título para una revista de jazz. Pero la fascinación de David por Lester era verdadera, al punto de que le dedicó la canción “Looking for Lester”. Más ampliamente, podemos asegurar que se trató de la vieja y nunca del todo desaparecida fascinación por el jazz. ¿Podía Bowie, con este abordaje de acid-jazz y funk, retomar el género en el punto en que lo había dejado Tutú de Miles Davis? Esta era una especulación exagerada, y de hecho Bowie pronto giró su carrera en otra dirección.

Cuando leí en las gacetillas de prensa que antes de elegir los músicos que lo acompañarían en su disco póstumo Bowie fue a un club del West Village de Nueva York a escuchar a la gran directora de jazz María Schneider, inmediatamente recordé la historia con Lester Bowie. De aquella velada con el sofisticado jazz orquestal de la Schneider surgiría la última colaboración jazzística en la vida de Bowie: con el brillante saxofonista Donny McCaslin. (Blackstar también le reconoce créditos al rapero Kendrick Lamar, pero eso ya no me interesa tanto). ¿Vampirismo de un rockero que de vez en cuando necesitaba revitalizar su música con la savia del jazz? Para quienes amamos la música que practica McCaslin esta hipótesis es reconfortante, aunque tal vez no sea del todo cierta. En fin. Cualquiera sea la explicación que queramos darle a esas recurrencias jazzísticas y negras del Duque Blanco, sabemos que su arte nunca necesitó legitimarse en ninguna autoridad cultural. Él era un espíritu libre. Por algo se pasó la vida buscando nuevos horizontes hacia donde volar. Y nosotros nos pasaremos el resto de nuestras vidas hurgando en el tesoro discográfico que nos dejó.

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