› Por Santiago Rial Ungaro
Si a menudo suele plantearse qué hubiera sido de David Bowie en sus inicios sin The Velvet Underground y sin The Stooges ya es hora de invertir la pregunta y analizar lo clave que también fue Bowie en la trayectoria de Iggy Pop y Lou Reed. Sin la glamorosa producción del dúo David Bowie-Mick Ronson en Transformer (el disco solista más vendido de Lou Reed) su “Walk on The Wild Side” no hubiese sido ese himno irresistiblemente decadente que lo catapultó como algo más que un proto punk rocker genial pero eternamente marginal. Y para Iggy (la inspiración que le dio a Bowie para su Ziggy Stardust es innegable mucho más allá de lo fonético, algo que cualquiera que haya visto a ambos en vivo sabe) el haber inspirado a su amigo también fue providencial: además de haberle mezclado Raw Power en la época de The Stooges (brindándole cierta sutileza al salvaje sonido killer rock del grupo), Bowie se mimetizó con su amigo produciendo y co-componiendo en tres de sus mejores discos solistas: Lust for Life, The Idiot y Blah Blah Blah, trilogía de la que salieron casi todos los temas más populares de la iguana pop. Lo misma generosidad disfrutaron los Mott The Hopple, a punto de separarse por su falta de éxito comercial: en un rato, sentando en frente a Ian Hunter, compuso y les regaló en 1972 el genial “All the Young Dudes”, un tema que habla sobre el apocalipsis pero que se convirtiró en un himno sobre la juventud y fue el primer éxito del grupo. Y aunque es cierto que después de los 70 Bowie abandonó ese rol de productor también hay que decir que su influencia a partir de entonces fue tan amplia que hacerlo hubiera sido redundante. Algo imperdonable para David, que supo estudiar mimo (y también mimarse mutuamente) con Lindsay Kemp, algo curiosamente omitido en casi todas las necrológicas locales de estos días. En sus cinco décadas de carrera Bowie deslumbró con una capacidad de mimetizarse, coparse o incluso vampirizar digna de un Alien mercurial e insaciable. Pero aunque sus coqueteos con el idiota de Aleister Crowley (a quien cita en la magnífica “Quicksand”), svásticas y demás parafernalias oculistas y nazis dan cuenta de sus conflictos con el “lado oscuro de la fuerza” este camaleón omnívoro fue sin dudas un héroe solar, un rey Midas súper copado que parece haber entendido que esa fascinación por la música y por el arte y la vida en general era el secreto de su vigor creativo: desde T.Rex hasta N.I.N, pasando por Neil Young, Jacques Brel, Big Audio Dynamite, TV On The Radio, Devo, Irving Berlin, Goldie, The Pixies, Arcade Fire, Scott Walker o los Rolling Stones, Bowie siempre demostró en cada entrevista, video, disco o show ser un copado, un eterno entusiasta siempre dispuesto a probar cualquier cosa, consciente de que versionar a un artista es una excelente manera de mostrar su propia personalidad; alguien capaz de definirse como un “budista posmoderno” pero también de hacerse fotografiar por Ellen Von Uwerth, hacer de Andy Warhol en una película o animarse a ponerle un ritmo drum & bass a su miedo a los norteamericanos. Como bien señaló Hernán Ferreirós hace unos días, en tiempos en los que parecería que la vida privada se convirtió en un idea imposible, resulta muy revelador que el mayor creador de máscaras y personajes de la música pop, una de las personas más fotografiadas (y fotogénicas) del planeta junto a su esposa (la modelo africana Iman) haya sabido mantener con tanta discreción su enfermedad, al punto de que su último legado no fue su agonía si no un nuevo y desafiante disco como Black Star, un disco jazzero y cancionero en el que vuelve a sonar, si no futurista, distinto a todos, incluso a sí mismo. David fue un genio generoso, inasible y agradecido, volátil y desconcertante, pero más allá de su maestría para los disfraces y las máscaras, nunca fue careta. Saldadas desde hacía tiempo sus deudas con sus maestros su último disco parece ser un agradecimiento a sí mismo y a su don para cambiar y reinventarse una vez más; y, quizá, de encontrarse también a sí mismo.
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