Domingo, 30 de septiembre de 2007 | Hoy
Por Guillermo Saccomanno
Tenía menos de veinte cuando descubrí esa sala en el último piso del Teatro San Martín. Para acceder a ella había que subir diez pisos por escalera. O formar una fila lenta frente a los ascensores. La Lugones no era una sala a la calle, a la vista, como otras. A fines de los '60, esa sala era de lo más moderna. Estaba alfombrada, tenía acústica. Era más un auditorio que una sala de proyección. Lo que la volvía en cierto modo secreta y elitista. En la vereda de enfrente estaba el Lorraine. Una sala vieja, un cajón inmenso al que convenía entrar abrigado en invierno. No obstante uno pasaba de la Lugones al Lorraine. Sin transición. En una tarde te veías una de Resnais y una de Janczo. Es más: podías hacer un alto de vermicelli en Pippo y de postre mandarte una de Forman. Esas no eran las únicas salas de cine de "autor" de Corrientes. Porque el "autor" importaba más que el público. En todo caso, el público que convocaban esas salas se sentía también autor. Descubrir un director lo volvía a uno autor. El Lorraine integraba una cadena: el Lorca y el Losuar formaban parte de la misma. Y casi llegando a la 9 de Julio estaba el subterráneo cine Arte. Corrientes, desde Callao hasta la 9 de Julio, presentaba una sucesión de salas dedicadas al cine de vanguardia. El neorrealismo, el free cinema, la nouvelle vague. Había para todos los gustos intelectuales. Había Eisenstein para marxistas y Bergman para freudianos. Hasta un pretencioso nuevo cine argentino había, porque el cine argentino siempre fue, es y será nuevo. Muchas de aquellas salas desaparecieron. Como desaparecieron no pocos de sus espectadores. Desaparecer, como desaparece uno en la penumbra de una sala cinematográfica cuando empieza la proyección. Porque la película que vino fue de terror. Y era probable que cuando se encendiera la luz ya no estuvieras ahí. Ni en ninguna parte. Corte. Casi quince de los cuarenta años de edad que cumple la sala Lugones transcurrieron bajo regímenes dictatoriales. Quince años es una cifra a tener en cuenta. Lo que el mal, en su estupidez, puede hacer en quince años no es poco. A pesar de la persecución, la censura y el terror, en las sombras de esa sala sobrevivieron Dreyer, Truffaut, Buñuel, Godard, Kobayashi, Fellini, Kurosawa, Losey, Pasolini (y cierro la enumeración de directores, que puede ser infinita). Uno se acuerda entonces de Fahrenheit 451, la novela de Bradbury que adaptó Truffaut. En esa ficción futurista, el totalitarismo ha prohibido los libros. Y los quema. Todo parecido con la realidad no es mera coincidencia. Un grupo de subversivos se dedica a rescatar y memorizar novelas: hay quien se estudia de memoria todo Madame Bovary y quien se aprende también de memoria Crimen y castigo. Los subversivos se reúnen en los bosques en las afueras de la ciudad para compartir las narraciones memorizadas. Sus nombres de guerra, creo recordar, son los títulos que han memorizado. Cada mujer, cada hombre, es una novela. Siempre tuve la sensación de que en ese último piso del Teatro San Martín, sobreviviendo represores y burócratas, en las sombras de la Lugones, se desarrolla un ritual parecido al de esos lectores sobrevivientes. Cada tanto, al abrir uno de mis libros de entonces, me sorprende un programa de cine de esos años: tiene la ficha técnica de una película. En esa época, mi cinefilia se proponía memorizar los datos. La memoria, me digo ahora, como ejercicio contra el terror a la pérdida. La Lugones, también como memoria del futuro.
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