Domingo, 30 de septiembre de 2007 | Hoy
Por Luis Pedro Toni
Estaba primero el Lorraine en la vereda de enfrente de la calle Corrientes, y cruzando la 9 de Julio, doblando en Esmeralda, el Biarritz. En 1967 vino la sala Leopoldo Lugones, en el San Martín, y de alguna manera en ella se mantuvo encendida la llama del cine que aprendimos a amar en aquellas dos salas. Cuarenta años para un escenario que con justicia lleva el nombre de uno de los cuatro excelentes escritores que tuvo el país, según mi modesta opinión, junto al Sarmiento de Facundo, Castellani de Camperas y Borges de todo, es mucho y vale el esfuerzo de quienes lo dirigieron y lo conducen. Subir al décimo piso, pensando en el título que se va a ver lo recoge a uno en la reflexión casi religiosa del arte. Por lo general a los cronistas que trabajamos en medios masivos, sobre todo electrónicos, casi no nos dan tiempo para comentar estas cosas, salvo alguna mención, porque dicen los editores que el pueblo quiere saber, por ejemplo estos días, si Pampita le puso los cuernos a Martín... Y esto tiene su beneficio, ya que uno va a la Lugones y se alimenta culturalmente, aunque a veces no se lo puede contar a la gente. Es para uno. Pasan por mi mente Un tranvía llamado deseo, Los 400 golpes, El salario del miedo, Le defroqué, las primeras ediciones de Cahiers du cinéma que se vendían en el hall, con un atraso de 20 días a su fecha de salida en París, las funciones del cineclub inicial de Sammaritano... Retrospectivas japonesas, mexicanas, indias, o el Cannes de Gilles Jacob, o la reciente Luces al atardecer de Aki Kaurismäki que trajo la visita de una de las actrices del film. Lujos que como tantos otros visitantes se puede dar la Lugones en estos primeros cuarenta años.
Desaparecieron el Lorraine y el Biarritz, pero quedó el Sammaritano club en el Cosmos y el Gaumont, por Diagonal Norte el sótano del Arte y más lejos por Cabildo el salvado Savoy bautizado Arteplex, e impávida con su gravitante programación permanece la Sala Leopoldo Lugones, programada ahora con exigencia por Luciano Monteagudo, en un complejo que dirige Kive Staif, al parecer por los buenos frutos, difícil de reemplazar.
La frutilla de la torta con las 40 velitas podría ser algún aporte necesario para remodelar ese templo cercano al cielo, con algunos declives en su platea. Para que cuando nos tocan las últimas filas no tengamos que hacer fintas para armar las imágenes de pantalla. Pero igual seguirá siendo un teatro de privilegio espiritual.
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