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Domingo, 30 de septiembre de 2007

La hora del cine

 Por José Pablo Feinmann

Si alguna vez, en este país, un poeta llamado Lugones, a quien excesivamente se llamó "poeta nacional", dijo, en el Aniversario de la Batalla de Ayacucho, en 1924, que había sonado –"para bien del mundo"– la hora de la espada, en la Sala Lugones, siempre que nos dábamos una vuelta por ahí, nos metíamos en un ascensor del Teatro San Martín, donde ella, la sala, estaba, y subíamos al décimo piso, se hacía oír para nosotros, como una clarinada feliz, la hora del cine. No había videocaseteras, ni DVD ni CD ni computadoras. El mundo del vértigo, del atolondramiento comunicacional estaba lejos y cuando una película se había estrenado adiós, se iba, residía en el pasado y ya no regresaba jamás, salvo en algo que se llamaba "reestreno en copia nueva", algo que era dolorosamente improbable. Uno le decía a otro: "¿No viste Vivir su vida? "No". "Qué lástima, te la perdiste." Y así era: uno se la había perdido. "¿No viste Misión de dos valientes, la última de John Ford?" "No." "Bueno, te la perdiste, flaco."

Durante los cincuenta, la Metro decidió hacer una retrospectiva. En copia nueva reestrenaba siete películas. Una por semana. Ahí vi Lo que el viento se llevó. Y vi La dama de las camelias, porque mi vieja me llevó. Y vi Motín a bordo, con Clark Gable, Charles Laughton y Franchot Tone, porque ni loco me la hubiera perdido. De esta película hicieron luego dos remakes: el papel de Clark Gable (el del valeroso amotinado Fletcher Christian) lo interpretaron primero Marlon Brando y luego Mel Gibson. En un episodio de esa serie formidable que fue The Kids in the Hall se veía a un tipo vendiendo zapatos. Le calzaba uno a un cliente y miraba a cámara. Satisfecho. decía: "No sé si ustedes recuerdan a Fletcher Christian. Fue un marinero que se rebeló contra el Capitán Blight y la pasó muy mal. Murió a los treinta y siete años. Después, en el cine, lo hicieron Clark Gable, Marlon Brando y Mel Gibson. Pero, ¡se murió a los treinta y siete años! Yo, en cambio, voy a estar aquí hasta los noventa vendiendo zapatos".

Después de las "retrospectivas" –que eran por completo inusuales– empezaron a aparecer salas que daban "películas viejas". Buenas, excelentes, formidables "películas viejas". Entre ellas estaba la Salita Lugones. También la Cinemateca Sha y la Salita SEC (Sindicato de Empleados de Comercio). Cada una tenía su particularidad. En la salita SEC siempre aparecía un flaco erosionado por el tabaco, un poco torcido hacia la derecha, con voz de disco viejo y rasgado impiadosamente por su púa y se ponía a hablar. Era increíble. El tipo hablaba mal de las películas que presentaba. Una vez presentó una de Gary Cooper (Eco de tambores, creo) y dijo: "Bueno, lo que hoy van a ver no vale mucho, por no decir nada. Gary Cooper está tan mal como siempre. Los indios pierden. Y los del Ejército llegan y los matan. No dejan uno vivo. La dirigió Raoul Walsh, que es un director mediocre. Que hizo películas por encargo tan malas como El capitán Blood y El caballero audaz, las dos con Erroll Flynn, que era peor actor que Gary Cooper y, además, borracho". Nosotros nos quedábamos helados. No sabíamos si levantarnos e irnos o ver la porquería que el flaco en falsa escuadra nos había preparado. Pero, en general, si nos habíamos tomado el trabajo de ir a la salita SEC es porque sabíamos lo que queríamos ver. De modo que un día –desde la platea– le dije: "Usted no tiene derecho a amargarnos la función. Déjenos decidir a nosotros si la película es mala o buena". El flaco me miró piadosamente, con un desdén sereno, resignado: "Si ustedes no saben nada de cine", dijo. "De dónde sacó eso." Se encogió de hombros: "Si supieran, no habrían venido". Y se fue. Tiempo después supimos que se murió de cirrosis. Lo reemplazó un pibe entusiasta, su perfecto reverso: todo lo que daba lo hacía feliz, encabritaba su goce. Desde El séptimo sello hasta Murieron con las botas puestas.

En el Sha las copias eran horribles. Ponían un cartelito: "Estado de la copia: mediocre". Esto significaba que no se veía un pomo. Vi Bésame mortalmente, esa obra cumbre de Robert Aldrich, con Ralph Meeker haciendo de Mike Hammer y no me enteré de nada. Ni siquiera sabía por qué Hammer mataba tanta gente. Acaso no fuera necesario saberlo: si Hammer los mataba eran malos tipos. O peor: comunistas. Mi mujer, Bertotto, antes de conocerme, llevó a su hijo Nicolás muy pequeñito y no lo quisieron dejar entrar. Daban Vivir de Kurosawa. (¡Qué película, eh!) Bertotto le rogó al boletero y al que cubría la puerta de entrada. "Bueno, dele", le dijeron. "Gracias –dijo–, Kurosawa se lo merece." Una vez, la Cinemateca dio Ultimos días del víctima. Se había corrido una noticia inquietante: que los militares (sería el '83) la habían prohibido. ¡La de gente que había! Estaba Alan Pauls, jovencito, con la misma sonrisa de ahora. "¿Quién te iba a decir cuando editaste esta novela que un día iba a armar todo este despelote?" A la salida, me dice: "Suena divertido el cartelito ese que Adolfo (Aristarain) puso al final: Nada de esto tiene que ver con la realidad". La gente salía con la certeza de haber visto el fruto prohibido. No fue así: los milicos no prohibieron la película. No porque se hubieran vuelto más aperturistas, sino porque no la entendían o porque ni siquiera la habían visto.

La Lugones tenía mejores copias. Ascensor, entrada por la izquierda y salida por la derecha. Mucha oscuridad. Todavía se iba al cine por los dos esenciales motivos por los que siempre se fue: o para ver la película o para apretar con la novia. Los que apretaban con la novia, atrás. Los otros, adelante. Como la sala no era muy grande algunos gemiditos nos llegaban a los que estábamos, ahí, cerquita de la pantalla. En la Lugones vi tantas buenas películas que me agotaría nombrándolas. Forma parte de la historia de todos nosotros. Vi Cuéntame tu vida. Vi La noche americana. Hasta cierta vez vi Un verano con Mónica. Y no bien vi las suequísimas tetas de Harriet Andersson que no había podido ver de pibe, me dije: "¿Tanto lío por esto?". Ya había visto cosas mejores a esa altura. Pero, debí reconocer, que de haberlas visto de pibe, habría caído en cama con fiebre durante una entera semana. Y con grandes beneficios: me habría librado de unos cuantos días de colegio y, entre las cumbres desorbitadas del termómetro, el calor de los sobacos y el sudor caliente que me humedecía la cara, me habría visitado, en la realidad o en mis sueños enfebrecidos –lo mismo daba–, la mismísima, la imposible Harriet Andersson.

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