Domingo, 9 de diciembre de 2007 | Hoy
UN POCO DE LAS PRIMAS
Por Aurora Venturini
Mi mamá era maestra de puntero de guardapolvo blanco y muy severa, pero enseñaba bien en una escuela suburbana donde concurrían chicos de clase media para abajo y no muy dotados. El mejor era Rubén Fiorlandi, hijo del almacenero. Mi mamá ejercitaba el puntero en la cabeza de aquellos que se hacían los graciosos y los mandaba al rincón con orejas de burro hechas de cartón colorado. Raramente un malportado reincidía. Mi madre opinaba que la letra con sangre entra, en tercer grado la llamaban “la señorita de tercero” pero estaba casada con mi papá que la abandonó y nunca volvió a casa a cumplir obligaciones de pater familia. Ella asumía tareas docentes turno mañana y regresaba a las dos de la tarde. La comida ya estaba hecha porque Rufina, la morochita que oficiaba de ama de casa, muy consecuente sabía cocinar. Yo estaba harta de puchero todos los días. En el fondo cacareaba un gallinero que nos daba de comer y en la quintita brotaban zapallos milagrosamente dorados soles desbarrancados y sumergidos desde alturas celestiales a la tierra, crecían junto a las violetas y raquíticos rosales que nadie cuidaba, ellos insistían en poner la nota perfumada en aquel albañal desgraciado.
Nunca confesé que aprendí a leer la hora en las esferas de los relojes a los 20 años. Esta confesión me avergüenza y me sorprende. Me avergüenza y sorprende por lo que ustedes sabrán de mí después, y vienen a mi memoria muchas preguntas. Especialmente viene a mi memoria la pregunta: ¿qué hora es? Verdad de verdades. Yo no sabía la hora y los relojes me espantaban como el rodar de la silla ortopédica de mi hermana.
Ella, más cretina que yo, sí sabía leer la esfera de los relojes aunque ignorara leer en libros. No éramos comunes, por no decir que no éramos normales.
Rum... rum... rum... murmuraba Betina, mi hermana paseando su desgracia por el jardincillo y los patios de laja. El rum parecía empaparse en las babas de la boba que babeaba. Pobre Betina. Error de la naturaleza. Pobre yo, también error y más aún mi madre que cargaba olvido y monstruos.
Pero todo pasa en este mundo inmundo. Por eso no es lógico afligirse demasiado por nada ni por nadie. A veces pienso que somos un sueño o pesadilla cumplida día a día que en cualquier momento ya no será, ya no aparecerá en la pantalla del alma para atormentarnos.
(...)
Y así fuimos cumpliendo años, pero yo asistía a clase de dibujo y pintura que el profesor de Bellas Artes opinó que sería una plástica importante a causa de que por ser medio loquita dibujaría y pintaría como los extravagantes plásticos de los últimos tiempos.
El profesor me dijo: Yuna –así me llaman– tus cuadros son dignos de integrar una exposición. Hasta puede ser que alguno se venda.
Me alborozó tal alegría que salté sobre el profesor con todo el cuerpo y quedé adherida al cuerpo del profesor con los cuatro miembros: pies y piernas, y nos caímos juntos.
El profesor dijo que yo era muy bonita, que cuando creciéramos íbamos a noviar y que me enseñaría cosas tan bonitas como dibujar y pintar pero que no divulgara nuestro proyecto que en realidad era sólo su proyecto y yo supuse que se trataría de exposiciones más importantes y entonces volvía a saltarlo y lo besé. Y él también, con un beso de color azul que me repercutió en lugares que no nombro porque no estaría bien. Y entonces busqué una tela grande y sin dibujar pinté en rojo dos bocas presionadas, enganchadas, unidas, inseparables, cantarinas y dos ojos arriba, azules, de los que desmayaban lágrimas de cristal. El profesor, de rodillas, besó el cuadro y ahí se quedó, en la sombra. Y yo volví a casa.
Conté a mamá de la exposición y ella que no entendía de arte contestó que esos mamarrachos informes de mis cartones harían reír a los concurrentes pero que si el profesor quería, a ella no el iba ni le venía. Cuando expuse, me compraron dos cuadros. Lástima que uno fue el de los besos. El profesor lo bautizó: “Primer amor”. A mí me pareció bien. Pero no comprendí del todo el significado.
Yuna es una promesa decía el profesor y esto me gustaba tanto que cada vez que lo decía, me quedaba después de hora para saltarle. El nunca me retó. Pero cuando me crecieron las tetitas me dijo que no lo saltara porque el hombre es fuego y la mujer es paja. No entendí. No salté ya.
(...)
Carina me rogó que me quedara con ella ese día y esa noche hasta la mañana siguiente porque tenía miedo. Me quedé. Confieso que los seis dedos y la estupidez de ella me asqueaban. Me contó que cuando estaban en la cocina de la casa, que era como ya conté yo a mi vez, grande y solariega, venía el vecino de la otra quinta y empezaban a besarse (me daba cada beso...) y después se desnudaban por la mitad y él la apretaba y ella sabía por qué le dolió la cotorra la primera vez, y le salió mucha sangre, pero no avisó a la madre, que era mi tía Ingrazia. Ahora se daba cuenta de que debió avisarle porque la tía Nené le gritó: “loca embarazada” y que la llevaría a un lugar donde la desembarazarían y además me pidió consejo. Pero yo no le dije nada porque todavía no me ubicaba en el problema. Ella me abrazó.
Cuando llegó Nené a las once del otro día, ya estábamos arregladas y salimos con ella en un coche de aquellos encapotados tirados por un caballito, a las afueras del centro. Bajamos en un barrio pobre. “Infernal”, titularía al próximo cartón mío que ya llevaba dentro como Carina llevaba al bebé, pero dijo Nené que todavía no era un bebé a los 3 meses del pecado original cometido por la sobrina Carina y el vecino de la quinta de al lado, el floricultor, casado y viejo que bien pudo ser padre de la deshonrada Carina y que no había que contar esto a nadie ni siquiera al tío Danielito. Agregó que aunque Danielito era un badulaque por ahí le agarraba la fieraza y sumábamos a esta porquería una tragedia familiar.
Noté que Carina lloraba sin lágrimas y pasaba sus deditos acariciándose la barriga cuando tía Nené dijo “porquería” y me di cuenta de que Carina quería al nene que llevaba adentro y me hizo piel de gallina.
Bajamos sobre el barrial del barrio pobre y de una casa más pobre salió una mujer vieja de batón y delantal secándose las manos, invitándonos a entrar, que ya venía la doctora. Nos sentamos a esperar en un sofá que exhaló polvo porque estaba sin sacudir y yo estornudé, porque el polvo me da alergia.
(...)
Para esto, tía Nené se fue caminando y aunque miró varias veces al coche, no la invitamos. Algo susurró con su bocaza desdentada, repito, porque la prótesis se la tiré al inodoro en circunstancias que no repetiré para no cansar a quienes tengan ocasión de leerme y digo repitiendo “a quienes tengan ocasión de leerme”, y paciencia al mismo tiempo, porque yo misma me oigo, y si la palabra escrita es tan fatigantemente bobalicona como la hablada por mí hacia adentro, quien termine esta melopea absurda me maldecirá por el tiempo que le hice perder sin poder negar que no pudo dejarme a un lado porque encontró entre mis estúpidas amarguras de amor y muerte una de las vividas por sí mismo, o sí misma, si se trata de una dama.
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