Un final sin final
Es imposible hablar del sentido de la vida sin usar palabras equivocadas. Palabras imprecisas. Pero no hay otras. Así que adelante. Si algo existe, es el movimiento. ¿De acuerdo? Y lo que sucede ahora es que el sistema solar que alguna vez se formó ha dejado de moverse, porque se mueve de manera ordenada. Y tiene que haber algo destructivo que empiece a moverlo. Ésa es la razón por la que se inventaron los seres humanos. Sólo que nada de eso sucedió sin un plan. Ya no podemos decir: estamos aquí, así que... Si el plan de los poderosos es eficaz, no es tanto por los poderosos en sí como porque pensamos en términos de causas, tratando siempre de establecer sistemas de valores y de atribuir sentidos. Toda historia y toda mitología son el resultado de esa cadena de causas planificada. Si destruimos ahora las distintas paredes de ese sistema, desplazamos todas las gravitaciones reguladas de su eje y todo se hace pedazos. Y de golpe hay movimiento y algo aparece. Pero nosotros, los productores de valores, nos quedamos ahí parados. Por eso estamos donde estamos. No somos capaces de aceptar lo opuesto de lo que existe. Por eso ni siquiera logramos acercarnos a la libertad. Y eso es ridículo. No seremos libres hasta que no aceptemos esa destrucción de la misma manera que aceptamos este ordenado sistema solar que nos fosiliza. Y esto ha sido posible porque los individuos dejaron de saber que se le puede poner fin. No hablo de un saber intelectual, sino de la certeza corporal que aparece en todo aquello que los individuos hacen. La posibilidad de comprenderlo les ha sido largamente negada, y recién adquieren la experiencia física mucho más tarde. Si el individuo aceptara lo más rápido posible la certeza de la muerte, dejaría de padecer todos sus dolores existenciales: odio, envidia, celos. Y ya no tendría miedo. Si nuestras relaciones son juegos tan brutales es porque no reconocemos nuestro final como algo positivo. Y es positivo porque es real. El final es vida concreta. Es preciso que el cuerpo entienda la muerte. Una vez, trabajando en Bremen, pasé una noche terrible. Soñé con la muerte. Me tomó completamente de sorpresa. Poco después tuve un problemita cardíaco y fui a ver al médico. Por supuesto, no tenía nada. Esa experiencia de mortalidad que tuve durante el sueño me llegó con 26 años de retraso. Yo ya no era capaz de usarla para mis relaciones. Ése es el tema de mi nueva obra. Se llama Un final sin final. Y sin embargo, la destrucción no es lo opuesto de lo que existe. Habrá destrucción cuando ni siquiera el concepto de destrucción exista, cuando haya perdido todo significado, porque es la propia realidad del concepto lo que le permite desaparecer. No sé qué sentirá la gente en ese momento, pero sé que será muy estimulante.