RETRATO DEL ARTISTA SOBREHUMANO
De Fassbinder se cuentan muchas anécdotas, la mayoría de ellas de interpretación equívoca e inútil. La más impresionante: en una entrevista de 1984, su madre declara que no recuerda haberlo visto jugar nunca. Entre otras cosas, Fassbinder fue un niño serio y precoz que a los 17 años, en 1962, firmó el manifiesto del “Nuevo Cine Alemán” en Oberhausen. Todavía no había filmado su primera película (Los vagabundos, 1965), pero podía comprometerse con una declaración que anunciaba el final del Heimatfilm, la estética dominante durante los años de Adenauer y el Milagro Alemán de posguerra. Fue, además, un lector infatigable. A los catorce años leyó por primera vez el libro de Alfred Döblin que lo marcaría para siempre: “Llevo Berlin Alexanderplahz en mi carne, en todo mi cuerpo y alma”. Realizó 41 películas en 14 años, y también trabajó como actor, productor, manager teatral, compositor, diseñador, editor y cameraman.
Con frecuencia se lo caracteriza como un monstruo sádico, alcohólico, cocainómano. Lo único cierto es que fue un hombre con una capacidad de trabajo sobrehumana y una lucidez de orate, impaciente y voraz (por lo tanto, malhumorado), que no temía ninguna forma de exceso que le permitiera llevar adelante sus proyectos. Amadísimo por sus colaboradores –Peer Raben compuso para su amante y amigo la música de veinticinco películas; Hanna Schygulla actuó en 19 de ellas; durante los catorce años de su carrera vertiginosa trabajó de manera exclusiva con tres operadores de cámara: Dietrich Lohmann, Michael Ballhaus y Xavier Schwarzenberger–, Fassbinder hizo de catalizador de todos ellos. Gracias a él podemos hoy ponerle un nombre a una de las experiencias estéticas más radicales del siglo XX.
Costumbres argentinas
La primera película de Fassbinder que se estrenó en Buenos Aires (con un par de tijeretazos de censura) fue El matrimonio de Maria Braun, en 1979. Los argentinos no estábamos entonces (cuando hasta Solos en la madrugada podía parecer una película “de denuncia”) preparados para evaluar la radicalidad de ese cine que venía a poner en entredicho todas las formas de autoritarismo y de complacencia. Luego (la marea fassbinderiana nos salvó de la imbecilidad total de la Dictadura) se estrenaron Lola, Lili Marlene, Desesperación, Bolwieser, La ansiedad de Verónica Voss y, ya en democracia, Querelle. De modo que la retrospectiva que ahora se nos regala saca al gran artista alemán del circuito de cineclubes al que parecía condenado y gracias al cual –junto con la programación de televisión por cable– pudieron conocerse títulos como El amor es más frío que la muerte, Dioses de la peste o Katzelmacher.
El régimen de lectura que exige el cine de Fassbinder es siempre sobrehumano. No hay manera de ponerse a la altura de ese destello que, como una supernova, ilumina el cielo entero del arte del siglo XX: sólo es posible a partir de la disciplina absoluta o la manía adictiva. En todo caso, lo que nos llevará en peregrinación diaria a la sala Leopoldo Lugones (lo que nos salvará de la idiotez total de la cultura de estos tiempos) será una seriedad simétrica a la que Fassbinder puso en juego para hacer esa extraña mezcla de deseo animal e ingeniería de alta precisión que son sus películas.
Hacer una escena
La radicalidad del cine de Fassbinder no es solamente temática, y tampoco conviene tenerlo en cuenta sólo como un más allá de perfección formal –eso que sus detractores (pobres ellos) denuncian como “manierismo”–. Fassbinder es grande entre los grandes porque, en el contexto de una avanzada sociedad de consumo, consigue hacer del cine una experiencia estética. “El máximo logro –dijo en alguna entrevista– consistiría en que una película de entretenimiento al mismo tiempo transmitiera, como al pasar, contenidos políticos.” Pero más allá de esos contenidos “políticos como al pasar”, el cine de Fassbinder es político por el modo en que supo imponerse como una obra personal en el seno de la industria cultural.
Katzelmacher costó 80 mil marcos alemanes y obtuvo 650 mil en premios. Dos años después, la película recibía además un subsidio de 300 mil marcos. No debe haber muchos ejemplos de películas cuyos ingresos decupliquen su costo. Llegó a ser el director alemán mejor pago de su tiempo. Pero a Fassbinder (que gastó todo lo que tuvo en un potlatch perpetuo) no le importaba el éxito de sus películas sino la situación de hacerlas (“En lo que a mí respecta, pueden olvidarse después”). La única película que a Fassbinder podía importarle era la película todavía no hecha, la película futura. Alguna vez un productor le ofreció un contrato millonario durante cinco años, con la condición de que no hiciera más que una película anual. No le interesó. Dijo: “¿Qué iba yo a hacer el resto del año?” Sólo sus absurdamente breves tiempos de rodaje podían garantizarle la intensidad que buscaba: Katzelmacher se rodó en 9 días, Las amargas lágrimas de Petra von Kant en 10, Desesperación (todo un record) en 41, Querelle en 22 (aburrido del rodaje, el cineasta decidió acortarlo tres días, modificando el guión original e improvisando la puesta).
Era como si Fassbinder (que venía del teatro) sólo pudiera concebir el rodaje como un momento de ese teatro de la crueldad generalizado del cual era a la vez guionista, puestista, actor y espectador. Hacía películas no para encontrar su identidad, como se ha dicho, sino precisamente para perderla: para perderse él o quedar sólo como el nombre de una experiencia artística.
Así como es imposible pensar su cine en otro contexto que la reconstrucción alemana –sobre todo porque la experiencia que llamamos Fassbinder sólo fue posible a partir de los excedentes económicos del Milagro Alemán y, también, de los excedentes ideológicos del Mayo del 68—, también sería imposible pensar que esa experiencia hubiera podido funcionar en el vacío, fuera de ese círculo de colaboradores, amantes, amigos y subordinados de cuyas potencias y capacidades ofició de dispositivo de encendido y vidente. Lo que los obnubilados biógrafos de Fassbinder no alcanzan a entender es lo que hacía cuando quería poner en marcha el motor (el deseo, el arte). Sabía –porque el melodrama era su horizonte de esperanzas– que una escena sólo puede hacerse después de otra. Y entonces Fassbinder hacía escenas: durante el rodaje de Querelle, Franco Nero se negaba a decir “Me siento como una mujer sin pechos”. Llegado a ese punto de la filmación, Fassbinder le hizo una escena a un electricista. Asustado, Nero terminó diciendo lo que se le pedía.
Una experiencia de la trivialidad como la que Fassbinder quiso llevar a cabo necesitaba de una investigación a fondo del melodrama como un arte de escenas y de efectos (y también del deseo, el desorden familiar y la falta). Los melodramas fassbinderianos parten del presupuesto de que el amor “es el mejor, el más insidioso y eficaz instrumento de represión social”. (Son sus palabras, pero es la voz de Marcuse, de la escuela de Frankfurt y del mayo alemán.)
La experiencia Fassbinder impresiona más a las nuevas generaciones que la obra de otros de sus ilustres contemporáneos (Warhol, Godard o Pasolini). Hanna Schygulla recuerda que a mediados de los ‘80, cuando apenas era conocido, Almodóvar le ofreció un papel y se presentó diciéndole: “Hola, soy el Fassbinder español”. (La afirmación contraria no funciona: Fassbinder, porque lo excede, no es el Almodóvar alemán.) Rosa von Praunheim le ha consagrado ya dos películas documentales (Las mujeres de Fassbinder y Sólo me importaba Fassbinder) y François Ozon saltó a la fama cuando decidió filmar Gotas que caen sobre piedras ardientes a partir de una pieza teatral de los ‘60 del joven que nunca jugaba.
Si no nos parece desmesurado hablar de la “experiencia Artaud”, del distanciamiento brechtiano o de un mundo kafkiano, tal vez vaya siendo hora de que nos acostumbremos a nombrar a Fassbinder con la seriedad que se merece: como uno de los grandes nombres del arte de finales del siglo XX. Y que nos acostumbremos, también, a ver sus películas como informes de una experiencia estética radical para la que no podía haber otro nombre que el suyo.