Domingo, 16 de enero de 2011 | Hoy
Por Isol
Pensé que me sería fácil escribir sobre María Elena Walsh, porque a menudo hablo de ella –de sus canciones especialmente– con cariño y admiración. Y sin embargo, hoy me resulta arduo escribir lo que me produce su obra y el hecho de haber crecido con ella, como si tuviera demasiadas imágenes y emociones revueltas. Porque está ligado al disfrute íntimo, a imágenes y danzas de mi infancia. Vuelvo a escuchar estos días las canciones de los discos que no oía hace años, y confirmo que me las acuerdo enteras. Y puedo entender por qué. La magia de las canciones de María Elena Walsh es que tienen la potencia del poema de calidad y también el desparpajo del juego: ahí hay una persona que se divierte, señores. Una persona curiosa, aventurera y culta, que nos ofreció los dorados frutos de su caminata por este mundo en forma de canciones, poemas y cuentos, sin vergüenza ni prejuicios hacia su público, usando todos los elementos que tenía a mano sin mezquinarnos inteligencia, emoción ni mezclas sorprendentes. En síntesis: la Walsh no se sacaba la cabeza para hablar con los niños.
Las cosas que quiere Osías el osito, yo también las quiero: ríos con peces, jardines abiertos, tiempo no apurado para jugar, cielo celeste de verdad, y un poco de conversación en caso de soledad. La pájara Pinta (una de las canciones más tristes que oí nunca) sigue siendo una canción que me estremece con su pájara hecha viuda por un cazador y su “escopetita verde”. Hay algo tan tierno en las canciones de Walsh, que aún las polillas deciden acerca de la naftalina “no la maten, me da pena” (como si pudieran ganar esa batalla). En la hormiga Titina, aunque deseamos que ella se salve, el hecho de que la araña se quede sin comer y adelgace nos deja un regusto para reflexionar acerca de cómo sería la canción si la heroína fuera la araña. La autora no es ingenua, no esconde las paradojas y las contradicciones, aunque es compasiva con sus personajes. El Mono Liso se apena de la naranja y la guarda viva en el refrigerador, la Reina Batata se salva del cuchillo... Como su admirado Lewis Carroll, María Elena se permitía unos delirios geniales de lo más lógicos. Sus obras brotan hacia muchos lados, abriendo sentidos múltiples, pero dentro de una estructura simple y cálida, como una invitación: la tetera es de porcelana pero no se ve, y aun así tomamos el té, sin saber cómo eso es posible, ¿y qué importa, de todas formas?
Sus canciones narran muchas historias distintas y, dentro de su estilo despojado, los arreglos musicales están elegidos cuidadosamente de acuerdo al tema, variando los géneros musicales desde una canción japonesa a un samba de Brasil. Para una aventura como la de los gatos que confunden una danza con un concurso de belleza, usa una chacarera con mucho humor. En “Los castillos”, la artista trabaja con aires medievales, presentando a los castillos como personajes abandonados. En “La vaca de Humahuaca” tenemos aires norteños, así como en la de “Baguala de Juan Poquito”, y en el mismo disco hay milongas, jazz, dixieland... Así, en cada canción Walsh juega con elementos de diferentes folklores, estructurando las palabras y el ritmo de la poesía de acuerdo a ese género, casi como hace un ilustrador al trabajar con un cuento: buscando un diálogo entre ambos lenguajes que lleve a la conexión del oyente o lector con el sentido final de la obra, con lo que se quiere evocar. María Elena era una gran narradora a través de sus canciones, y parte de la emoción que logra en sus mundos cantados proviene de su búsqueda y sensibilidad como música, regalándonos paisajes que abrevan en las tradiciones de distintas culturas y amplían nuestro horizonte.
El nivel poético de su obra, el respeto hacia su público, fuera niño o adulto, es para mí una inspiración. Dijo Chéjov: “Si deseas trabajar en tu arte, trabaja en tu vida”. Su figura de mujer talentosa y buscadora de su verdad, valiente y viajera, también me inspira. Recuerdo que en mi primer viaje a París me sorprendí con una callecita estrechísima al lado del Sena, llamada Rue du Chat qui Pêche, y pensé que María Elena debía de haber pasado por allí en los años ’60, y se habría dejado llevar por ese sugestivo nombre para crear “La calle del gato que pesca”, una de mis favoritas, con sus juegos de sílabas y su historia del gato que roba sombreros. Me gusta imaginar que ella pasó por ahí, aunque no sé si es verdad. Pero que pasó por mí y por muchos más, para quedarse, de eso estoy segura.
Gracias, María Elena querida, por habernos invitado a jugar con vos.
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