Domingo, 13 de noviembre de 2011 | Hoy
> POLLOS
Atrás quedó el sabroso y disputado paladeo de la colita de pollo crocante. El pollo es uno de los animales que más se afearon en esta loca carrera por producir carne barata en el menor tiempo. La diferencia entre estos pollos y los que cacareaban hace unos años se evidencia desde que son huevo: con una pequeña yema de un amarillo vílico y una clara acuosa, nada buena para hacer tortas, el huevo de granja industrial es famoso en las cocinas por su mala calidad. Pero hablábamos del pollo y de esos huesos que se parten con tanta facilidad que hacen del trozado un juego de niños, su insípida carne blanda al paladar tiene una textura espumosa y se combina a la perfección con ese dejo de sabor a lavandina que persiste al limón y la sal.
Entre mitos y verdades, Food Inc, The Future of Food, Fresh y Our Daily Bread dedican un rato largo a explicar la transformación de esta industria hasta la realidad de los pollos de hoy. Pero es sin dudas después de leer Comer animales cuando se comprenden las causas y efectos de un animal cuyo consumo no para de crecer, aunque cada vez son más los médicos que recomiendan que es mejor ni probarlo.
Los pollos de granja industrial son criados bajo un sistema tan cruel como peligroso para la salud humana (cada vez es más evidente que la tan temida gripe aviar surgió en estos lugares, así como recurrentes brotes de salmonella y Escherichia coli): encerrados en galpones cerrados y oscuros, los pollos permanecen quietos la mayor parte del tiempo, evitando el desgaste calórico. Los galpones más grandes pueden tener 80 mil, 90 mil, 100 mil animales que no conocerán en su vida más que un terreno tamaño baldosa rodeado de gritos en un aire irrespirable. Para que no se coman entre sí (el canibalismo está a la orden del día en estos campos de concentración modernos) se les cortan los picos. En su dieta hay maíz, soja, harina de pescado, cenizas de huesos y aceites. Con esta fórmula de crecimiento su tiempo de engorde pasó de ser de 70 días a 45 o 40.
Contrario a lo que dice el mito, este superdesarrollo es producto no de hormonas sino del rediseño biológico al que se llegó cruzando razas y especies hasta dar con este animal deforme que comemos: un animal de enorme pechuga cuyos huesos y órganos no llegan a madurar tan rápido por lo cual no pueden dar ni dos pasos seguidos sin desplomarse sobre sí mismos.
Aparte del crecimiento, otro misterio develado de los pollos en estas investigaciones es el tremendo olor a lavandina que largan: como viven contaminados por sus propias deposiciones, hay que desinfectarlos con altas dosis de cloro antes de salir a venderlos.
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