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Domingo, 21 de octubre de 2012

El bulldog de Rabinovich

 Por Miguel Rep

Una de las últimas cuestiones que charlamos con el Negro, allá en su casa de Rosario, fue que yo tenía que hacer una tapa de sus libros. Lo que ocurrió después de su muerte fue que su siguiente libro estaba maquetado, entonces ediciones De La Flor ya tenía una tapa preparada. Quedé en hacer la contratapa. Efectivamente, lo dibujé al Negro, fondo rojo, para una contratapa que nunca salió.

Ahora me eligieron para hacer una portada en el relanzamiento de su obra. Se la debía al Negro. Y me tocó uno de sus grandes libros. Elegí dibujarlo desde el fútbol: un vestuario, un DT muy poco claro. Lo único claro es la linea: no hay semitonos ni plenos de negro. Yo sí he sido claro.

Mi relación con su literatura es de placer, de cagarme de risa leyéndola en voz alta, compartiéndola. Siempre me divirtió su humor textual. Y su humor oral. Empecé por Los trenes matan a los autos, su primer libro de cuentos. Siempre privilegié la obra del Negro en este orden: sus cuentos, sus historietas, sus alocuciones públicas, sus chistes de cuadro único y por último, lejos, sus novelas.

Conocí al Negro en la recepción de editorial Record. Venía a cobrar sus publicaciones de Inodoro y Boogie en Skorpio supercolor. Yo pintaba esas historietas, era mi laburo. Recuerdo eso: él sentado y yo abriendo la puerta, emergiendo de las oficinas donde me la pasaba diagramando. Ahí establecimos una ondita. Yo era muy pibe, unos 16 o 17 años. Y él era barbudo, flaco, menudo, simple. Mucha simpleza. No sé si tímido: lo justo. Ya era una celebridad. No sé de qué carajo hablábamos. Con el tiempo nos hicimos amigos, pero de poco contacto. Vivíamos lejos uno del otro, y a medida que avanzaban los encuentros de dibujantes, las Ferias del Libro, y los viajes en común, nos juntábamos a cagarnos de risa. Me acuerdo de viajes a Guadalajara, al Mundial del ’94, encuentros en Córdoba, Lobos, Resistencia quizás, y haberme quedado a dormir en su casa cuando Franco era bebé. Sí, mucho Rosario también. Una amistad en cuotas.

Al principio, en las mesas, hablaba poco, era fiel a su cara hosca, de bulldog de Rabinovich. Pero a medida que se fue apropiando de la palabra escrita, su oralidad creció, y no he conocido orador más brillante. Yo a Borges nunca lo presencié. Lo que tenía el Negro es que jamás te iba a contar un chiste, un cuento. No te hacía reír a lo Landriscina, no. Era todo improvisación. No he visto cosa igual. Brillante.

Con su muerte lo que perdí fue la posibilidad de que me lo encuentre y nos caguemos de risa. También pierdo leer sus cosas nuevas. Es decir, he perdido más que cualquier lector, como todos los que fuimos sus amigos. Perdimos el doble. Recuerdo que me enteré cuando me hacían un reportaje, en una librería tucumana, alguien interrumpió y dijo: “Se murió el Negro”. Me quedé mudo, mudo. Al día siguiente, esperando el vuelo, vi su funeral popular por tv sentado en una peluquería de San Miguel. Al rato, con el avión, recuerdo que pasamos por arriba de Rosario, y me dije: ya no está más Fon. Y encima no había nubes.

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