Hay una anécdota con Tinelli que es muy divertida; podría decirse que sucede en el ámbito de lo personal, pero lo laboral se mete, porque acontece en medio de Piedra libre. Decidimos irnos unos días a descansar porque estábamos fusilados. Nos vamos el productor Marcelo Morano (cuya mujer era entonces María Laura Santillán), Marcelo Tinelli (con Soledad Aquino), mi esposa y yo a Río de Janeiro, las tres parejas. Una vez allí nos dieron ganas de ir a Paraty, una isla ubicada en el norte, divina de morir, que yo estaba muy ilusionado de conocer, porque Doña Flor y sus dos maridos se había filmado allí.

Alquilamos dos autos en Río y salimos a Paraty. Los dos Marcelos, Tinelli y Morano, iban en un auto y yo viajaba en el otro con mi mujer de aquel entonces. Nos fuimos sin reservas de hotel ni nada, a la bartola. A mitad del viaje nos paran por exceso de velocidad y estacionamos a un costado de la ruta. Nos tenemos que entender con un policía brasileño y ninguno hablaba bien portugués. Marcelo Morano se baja del otro auto para ver qué pasaba y a mí se me ocurre decirle al policía que estábamos apurados porque en Paraty nos aguardaba el embajador argentino, para una cita muy importante con él y no queríamos llegar tarde. Como no conocíamos bien cómo era el camino hasta allí, andábamos ligero, cosa de no retrasarnos.

–¿Embajador argentino? –me pregunta el tipo.

–Sí, le estamos llevando al hijo, que está en el otro auto que paró con nosotros –le invento en el momento. Marcelo Morano me clava la vista.

–Venga que se lo presento –lo invito al policía, que no entiende muy bien la situación.

Marcelo dormía sobre su novia Soledad, sin haberse enterado de nada de lo que estaba pasando.

–Eh, Marcelo, Marcelo –lo sacudo fuerte–. Despertate y decile al señor que sos el hijo del embajador argentino.

La cara de ese pibe no se puede contar con palabras. Se despertó, vio al policía, le guiñé un ojo y entendió. Cómo cambió su cara de susto del comienzo a un gesto entre serio y dormido fue increíble. Logramos que se fuera el policía y nos dejara seguir viaje, pero los que no podíamos subir al auto y seguir manejando por la risa éramos nosotros.