Miércoles, 13 de agosto de 2008 | Hoy
Por Adrián Abonizio
El porqué de un fracaso no se explica, ni siquiera se lo llora. Se lo traga con incomodidad y se lo digiere como al alimento de las boas en las innumerables jornadas de digestión. Ya lo hice a mis veinte años, cuando comprendí aquel axioma de "Para tarde es temprano, para temprano es tarde", recluido en ligas menores, artes sin competencia ni estandarte alguno. Viejo para el rock and roll pero joven para morir, entendí que había dejado escapar la saltarina liebre de la quimera y apenas me restaban en la olla algunas papas tristes y un caldo miserable. Tenía todo para llegar: buen juego aéreo, gambeta en espacios reducidos y picardía para la pesca de rebotes. Conjugado con mi rara habilidad y la confusión adversaria. Una alquimia diabólica. El único inconveniente por así decirlo era la multiplicación, no la división. La suma y no la quita. Como si el fútbol fuese un juego aritmético emprendí una batalla para que se acepte mi diferencia y se me admita en silencio. Es que llegué al mundo con dos piernas derechas. En ello radicaba mi magulladura y mi éxito. La paradoja volátil del desbarranque. Quienes me conocen saben lo que opino sobre la minusvalía: obviedad de que el corazón se inmoviliza sin afecto o alimenta defectos al no ejercitar el músculo amoroso, lo precedente es un decorado que sobra. Pero eso habrá que explicárselo a ese animal depredador y carroñero en que puede constituirse un entrenador. Por ello encubrí con disimulo mi ser un distinto. Es cierto que iba muy por afuera, tal es así que muchas veces desbordaba de tal modo que me solían parar en la vereda del club. También lo es que me ladeaba mucho al punto de arrastrarme, más aquella insuficiencia contribuyó en demasía al desconcierto adversario que al mío propio. Es verdad también que nadie advirtió mi anomalía de nacimiento porque a simple vista las piernas eran parejas como dos mástiles: sólo yo sabía de la duplicación de miembro, solo yo conocía la dificultad de hacerme a medida un falso zapato izquierdo de apariencia. Aprendí a disimular. A que el utilero me mire como a un ser exótico que elegía traerse sus propios botines. Y el no bañarme o hacerlo solo, cuando todo el mundo se había ido. Mi ardid para entrar en el Edén era transcurrir sin sospechas. Luego triunfar en el deporte y una vez consolidada la fama y la gloria, declarar que había llegado allí a pesar de mi anomalía. Que había hecho trampa pero al revés, para bien. Los pérfidos hados obraron en mi contra. Se afanaron en la tarea de enturbiar los centros geniales cuando le pegaba con la "zurda" para así lograr su efecto inverso. En los penales era certero e insólito. Me sabía de memoria los vericuetos alados de la pelota y los repetía a escondidas en largos, nocturnos entrenamientos a puertas cerradas. Pero repito: la desventura obró con pericia. Hurdió su telaraña de mala estrella en la curvatura astral y oscura de los córners, en las matas de los pastos altos, en los ángulos de los postes temblones por mi talento. Envió la peor de las pócimas: me enamoré. Horrorosamente certera en el modo y con la persona errónea. Allí empezó su parlamento: que porque no me hacía tratar, que en Estados Unidos había un método para emparejarlas, que a espaldas se burlaban de mi, pues conocían mi secreto, que se silenciaban para explotarlo en el futuro como rareza o para hacerse los democráticos, y que ella solamente ella, era la que me quería verdaderamente. Y así. En el torneo fui goleador y quedamos a tres puntos de los de arriba. Si seguía así debutaría en primera en cualquier momento. Pero andaba desconcentrado: el amor marea, confunde y hace tomar decisiones esquivas. Un centro que tiré para la cabeza del nueve derivó en un gol en la cancha de al lado y un córner tirado con la izquierda falsa cayó en nuestra propia área. El murmullo se tornó insolente. Sólo frente al arquero le di al aire y cuando me restaba empujarla en la línea hice una chilena hacia nuestra meta. En un penal donde le pegué tan mordido y envenenado la pelota me volvió mansamente y el árbitro al no saber que sancionar gritó "¡siga, siga!" hasta que me la quitaron. La tribuna pasó del desconcieto al agravio. Mis compañeros no me miraban con desprecio porque les hacía perder jugadas de gol cantadas, más bien me espiaban con superstición. Se empezó a rumorear. El DT tuvo una charla aparte y me escribió un teléfono y una dirección. Es una señora experta en brujerías, vaya, vaya. Contrariado me refugié en los brazos de mi novia. "¿Viste? Yo te lo dije, son gente mala. Soy la única que te va a querer bien. Ahora, dale, mirá estos folletos médicos y estudiemos el asunto, por algo somos novios y nos queremos". Durante el receso aproveché y viajamos. Me operaron, regresé justo una semana antes de los entrenamientos pero cuando averigué no me habían renovado el contrato. Me probé en un cuadrito chico y me aceptaron. No ya como el gallardo diez que hacía parábolas de circo y servía pelotas extrañas de gol a sus compañeros sino como un esforzado cinco retrasado tan común como útil. Esa temporada no hice ningún gol. "¿Ves, me decía ella? ¿Ves lo bien que te hizo la operación, mi amor? Si hasta parecés otro".
El por qué de un fracaso no se explica, ni se lo llora. Esto parece una cantinela de tango pero ocurrió.
Hoy entreno pibes de las inferiores y obligo a pegarle con las dos, como corresponde. Mi novia se casó con un futbolista rubión y exitoso con quien huyó a Europa, instalada regiamente con sus bellas crías. Llegó a lo que anhelaba: salir en las revistas. Siempre fui respetuoso y honesto pero no me alcanza como consuelo. Cuando me preguntan por qué abandoné tan joven y sobrevivo confinado en ese puestito mísero sólo respondo que el amor me hizo una mala jugada porque siempre fui un tipo derecho, muy derecho, demasiado derecho.
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