Jueves, 14 de agosto de 2008 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Gracias a un amigo que tiene una librería de viejo, esas "nuevas" librerías de viejo, tan distintas en muchas cosas que no voy a enumerar, que no necesito hacerlo, pues quienes las concurren saben cuál es la diferencia. Al menos si tienen mis años -canto 73, por ahora pero bastaría, creo, con que tengan alrededor de 50 para adelante. Longo todavía está allí, con todas las características de librería de viejo, con sus 100 años encima, con esas dos muchachas que se han aferrado y son parte de ese edificio. Concurra el lector a Longo, pues vale la pena, y luego haga una recorrida por Argonauta, El Caburé, las cuatro librerías de viejo que llevan el nombre de El Pez Volador, Germinal, Mandrake, y otras que están pero a las cuales visito con menos frecuencia. Lamentablemente, no podrá ver lo que era la librería de viejo de Rodino, con su barba y sus creencias a cuestas, y la de Benítez de Castro, pues ya no están ninguna de las dos. Pero para no irme por las ramas, costumbre adquirida por mis antecesores simiescos, El Pez Volador de la calle San Juan me regaló un paquete con los doce "desplegables" que pude hacer pero no hice, que dejé cuando me fui, en los tiempos inolvidables de Pichi De Benedictis, de la dirección editorial de la Municipalidad de esta ciudad, pero que el Pichi, a quien nos une el entrañable cariño por Raúl González Tuñón, me hizo el regalo de editar doce, con el título de Memoria de una ciudad sin memoria, allá por el lejano 1995; dicho sea de paso, el año en que comencé a escribir en este diario. Uno de esos "desplegables", el número 11, estaba dedicado a Felipe Aldana, Horacio Correas, Arturo Fruttero, José Peire e Irma Peirano. Salvo a Fruttero y a esa poeta poco común que fue Irma Peirano (de quien conocí solamente la voz por teléfono) tuve el privilegio de conocerlos y mantener amistad con ellos, sobre todo con Peire y Correas. Hoy, revisando esos testimonios, tengo ganas de trazar una memoria de Horacio Correas (19091979), a quien conocí cuando ingresé a La Capital en 1958, y uno de mis mejores momentos era conversar con Horacio, con Belisario, su hermano (Charo, como me diría Luisito Echeverry) con su infaltable boina y su camisa blanca, prendido el botón de arriba, pero sin corbata, a la usanza de los republicanos españoles aquellos que me han dicho que perdieron la guerra, pero cuyos fantasmas siguen defendiendo a España de los terrores del franquismo.
Horacio Correas era un periodista de ley. También un estupendo poeta que aún no ha sido recordado como se debiera, con algún libro parecido a los que se dedicaron a Irma Peirano, Felipe Aldana, Arturo Fruttero, Emilia Bertolé, Aldo Oliva, entre otros. Correas, como Peire, Ana María Benito, Fausto Hernández o Hernán Gómez, no han tenido la misma suerte. Pero creo que llegará un momento en que la tendrán, pues aunque sus obras son menos extensas, un par de volúmenes podría unir sus nombres y estaría bien que así fuera. Nos gustaría, pero eso sería más difícil, una reedición de "Los atributos", de Roger Pla, sus otras novelas son largas, de algunos de los cuentos de Perfecto Gambartes, de Beatriz Guido, al menos "La casa del ángel", aún cuando esa novela ahora ha sido reeditada por decisión de Abelardo Castillo.
Lo imagino a Horacio leyendo estas carillas y diciéndome con su sonrisa: "¿Y no se trataba de que usted iba a hablar de mí?". Y mi innecesario perdón, pues no era como Belisario de enojos más extensos. Yo lo conocía a Horacio Correas por mi abuelo, y a los pocos años de estar en el diario le pedí si podía regalarme sus libros, si era que le quedaban. Tenía aún algunos y me regaló sus Poemas para la tierra de nadie, editado por Laudelino Ruiz, con una carátula de Julio Vanzo (1939) y Más poemas, también con una litografía de Vanzo, pero esa no estaba a mano, libro publicado por Ediciones La Canoa en 1943. Llevaba aquel libro un hermoso texto de presentación de José Portogalo.
Pero además de esta pequeña edición que me regalan ahora, tantos años después, tuve la suerte de hacer otro homenaje a Horacio. Él había sido, como periodista, crítico de teatro, de pintura, editorialista, y hacia el final de su vida, director del Museo Castagnino. Rubén de la Colina, que lo sucedió en el cargo, encontró en el escritorio papeles que Horacio había abandonado cuando la muerte vino a dialogar con él (la última vez que lo vi ya sabía de eso y sus sonrisa tenía un no sé qué de sonrisa de despedida). Esos papeles, pensamos, debían ser publicados y así se hizo hacia 1980, o acaso hacia fines de 1979, en unos libritos que habían sido diagramados por Jorge Vila Ortiz.
Se trataba de un cuento y de tres poemas, que era poco y mucho al mismo tiempo. El cuento es de una pesadumbre que se nos contagia. Los poemas eran muy bellos pero no tengo la fecha en que fueron escritos, aunque supongo que debe haber sido durante su presencia en el Castagnino. Quiero copiarlos aquí, como parte de esa memoria que el título promete y que siempre será incompleta.
Uno de ellos se llamaba Canto menor y estaba dedicado a su amigo, el doctor Ernesto César Bonofiglio. Decía así: "La vida / caza / imágenes. /Alguna vez / se pierden / mas otras / resucitan empolvadas / golpean / la aldaba / del recuerdo / detrás / de un gesto, / un ruido, / una palabra. / Imágenes / de viento / de nube / o pensamiento / hieren, acarician, taladran / o arrodillan / el alma / estremecida / con peso / de secreto. / La vida / caza / imágenes / como la muerte / apila cadáveres".
Otra era la descripción de los domingos de un periodista. Los periodistas de alguna edad encontrarán en el poema el clima de otros tiempos, cuando había un solo día libre y algunos lo tenían el domingo. "Retorcido dolor, el ciudadano / luces eléctricas ensayando guiños / en lento anochecer que huye a la mano / un lejano canto de niños. / Descanso dividido en siete días; las veinticuatro horas del domingo, / olvido del trazado de las líneas / de mis seis días de periodismo. / En producir lo inédito y guardado / con mano fiel y ritmo descuidado / en cofre abierto de mi intimidad, / que olvidará mañana, más abúlico, / cuando me deba todo entero al público / ansioso siempre de novedad...".
Verlos conversar a los hermanos Correas con Fernando Chao, o con Raúl Gardelli, con Diógenes Hernández y Luis Arturo Castellanos, con Adolfo Casablanca o Miguel López del Cerro, era un aprendizaje continuo, inolvidable, que para un periodista joven no se volvió a repetir de la misma manera. Pero como quiero creer en el mito del eterno retorno, acaso se repita.
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