Miércoles, 10 de diciembre de 2008 | Hoy
Por Gustavo Boschetti
Una breve recorrida me bastó para comprobarlo. Hay gente, demasiada gente en Nueva York. Por eso caminar por Park Avenue es siempre placentero. Una tregua de aire fresco en la gran Babel.
Miro las flores del boulevard y los árboles abombados sobre las veredas anchas. Las residencias, en general, son escalones arriba, flanqueadas por una estrecha franja de césped esmeralda. Junto a la calzada, clavados al pie de cada árbol, pueden verse unos cartelitos muy sobrios, muy ingleses, que dicen "watch your dog".
(Más tarde, un argentino, que descansaba sentado sobre el capó de su taxi Ford, me traduciría los carteles al criollo: "Cuide que su perro no cague en esta calle").
Hasta la brisa matinal, en Park Avenue, parece una gentileza.
Llevo sólo un cuaderno, un grabador y un CD que compré hace apenas media hora, en una tienda de Times Square. Llego a la puerta diez minutos antes de lo previsto. No me avergüenza admitirlo: siento un miedo arcano, que me nace de los huesos y termina por juntárseme en los pómulos. Veo la foto y el nombre en la tapa del CD. Todavía no lo creo.
Hago sonar el timbre y una muchacha de uniforme me recibe con una sonrisa cansada. Luego me invita a pasar. Caigo en la cuenta que estoy en casa de Eric Clapton cuando la puerta se cierra a mis espaldas y cesan los ruidos de la calle. Miro las paredes del hall: no hay guitarras, ni discos de platino, ni fotos de conciertos. Tan sólo unas pinturas recatadas y la certidumbre de su presencia, cubriéndolo todo, como una niebla.
El hombre que es leyenda está recostado en un sofá, sosteniendo un periódico doblado a la mitad. Toma el té como lo que es: un prócer inglés. La luz de la mañana le deja en sombras la mitad del rostro, le da un aire de un Duque retratado.
Nota mi presencia y sonríe. Su boca delgada es un trazo de óleo rosa sobre una tela cobriza. Me asombra la manera con que se quita los anteojos, la suave e inaudible forma con la que se pone de pie. Ese hombre es la paradoja del silencio.
Sabe mi idioma, dice "buenos días". Me pregunta si conozco Palma de Mallorca. Allí estuvo un tiempo y aprendió algo de español, a manos de una morena. No sé por qué le miento, le digo que sí, que conozco Palma de Mallorca. El apretón de su mano me sacude algo adentro. "Slowhand", le llaman. "Mano lenta". Esa mano y su guitarra me marcaron. Toda mi adolescencia parece suspendida sobre los acordes de "Cocaine" y "Wonderful tonight". Ahora esa mano sujeta la mía y tengo la impresión que, al soltarme, el mundo entero se va a desplomar.
-¿Cree que podremos terminar en una hora? -pregunta.
La leyenda tiene aspecto de hombre sereno. Sabe que lo consideran un dios y lo acepta, aunque sospecho no le agrada. Debe pensar que un dios hubiese evitado ciertas cosas. Por eso es cortés pero esquivo, un tipo de lejos, que habla siempre desde otro lado. En él hay algo muerto.
Enciende un cigarrillo. Hace años había abandonado todo vicio, pero sé que ha vuelto al tabaco luego del accidente de su hijo. Supongo que en cada bocanada exhala algo del infierno que lleva adentro. Con los años, los ojos se le han hundido en la cara, pero mantiene esa mirada ilustre de portada de álbum. Observo su barba de cinco días. Esa barba -pienso- es la de siempre. Jamás le ha crecido, jamás se la ha quitado. Evito la pregunta del tabaco y cualquier referencia al nuevo disco, que él ya advirtió sobre mi cuaderno.
-Espero le agrade -dice, señalándolo con desgano.
-Ya me agrada -me apuro. Es copia para obsequiar, si no le molesta autografiarlo.
-Será un placer.
"Nada de fotos", había dicho su representante.
Me habla de la gira, del hastío de las multitudes, de la nostalgia por Londres, de su escaso conocimiento sobre las bandas actuales. No hay música nueva para Clapton. Todo se repite desde que un tal Robert Johnson tomó una guitarra a orillas de un río y se puso a hacer blues.
-Fue ayer, en Mississippi. O hace mucho, como usted quiera. Da lo mismo. No ha habido nada nuevo desde entonces. Todos los demás nos dedicamos a repetirlo, estamos condenados a repetirlo. Me and Mr. Johnson. You and Mr. Johnson. Everybody and Mr. Johnson.
-Pero usted es...
Sonríe. hace un gesto con la mano.
-No. No soy eso que dicen.
Mucho tiempo después, miro la lámpara fría y muda que cuelga del cielorraso de mi habitación. El silencio de esta madrugada se parece bastante a una condena. Entonces pienso algo que a él, tal vez, le hubiese gustado escuchar: Yo no temo al infierno, pero estoy seguro de que el mundo, sin música, sería un error siniestro. Por eso sólo le temo al silencio; a un mundo sin Johnson, sin Stravinsky, sin Piazzola. A un mundo sin Clapton.
Vuelvo a cerrar los ojos. Hay, otra vez, una ventana de roble que da a las soleadas veredas de Park Avenue. Y entre sombras, el rostro de un hombre que me saluda con un leve movimiento de su mano. Esa mano. La lenta. La de milagros.
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