Jueves, 2 de marzo de 2006 | Hoy
Por Jorge Isaías
El hombre está sentado junto al ventanal del bar, con la mirada abstraída que posa sobre la calle repleta de un tránsito farragoso a esa hora de la mañana, el hombre que ha dejado, por inercia, enfriar su café y sólo entrecierra los ojos que el humo obstruye con su no determinado ascender. El hombre que no conoce a nadie en esta ciudad donde llegó hace un par de horas, en esta ciudad donde nadie lo conoce a él, se deja estar así, con desgano como si en lugar de ocupar una mesa en un lugar céntrico de una ciudad populosa, estuviera sentado a la vera de un arroyo sinuoso y pequeño, con una caña de pescar en sus manos que sólo tienen un cigarrillo indolente a medio consumir, no piensa probablemente en nada.
Si el hecho de pensar implicara esa inmovilidad que lo lleva a la quietud de su postura sedentaria los codos sobre la mesa, la mirada perdida que al parecer no abandonará por mucho rato. Es casi como pensar a juzgar por el aplomo y el abandono al que somete su cuerpo que va a estar así por el resto de su vida y hasta la misma eternidad si la eternidad existiera fuera de nuestro narcisismo o de nuestros deseos.
El semáforo de la esquina ha mutado de color muchas veces para dejar pasar, alternativamente, esa masa de autos y de ómnibus que se alternan para cruzar esas calles en diversos sentidos hacia sus propios destinos, que como el de los hombres estßn preconcebidos, pero a diferencia al de estos, los conductores de esos vehículos saben bien adónde se dirigen.
El destino de ese hombre como el de todos lo resuelve un misterio, pero a diferencia de la mayoría de esos seres anónimos que cruzan la calle esa calle a éste lo podemos observar, porque estß solo, sentado con toda su humanidad a disposición de un "voyeur" que no es otra la intención de nuestra mirada, pero no menos misteriosa su vida que la de los otros, que presurosos pasan con paquetes de regalos y portafolios y carpetas o simplemente con las manos vacías, porque es el último día del año. Un año mßs que se ha ido con sus cosas pendientes, pero creemos que este año que se inicia, sí, daremos el gran golpe de suerte y nos amará la mujer de los sueños de siempre, habrá menos idiotas en el mundo para que nos jodan la vida, nos humillarßn un poco menos los miserables de siempre, viviremos un poco menos de rodillas ante la calamidad del relativismo.
Todo esto pensamos mientras vemos al hombre que mira por el gran ventanal de un bar céntrico. Y pensamos que si el hombre supiera que es espiado tal vez cambiaría esa actitud meditativa y ausente. ¿La cambiaría, pensamos, o seguiría impertérrito firme en su tozudez y en su indiferencia mirando sin ver?
De pronto se nos ocurre imaginarle una vida. Con familia, con amigos, con días soleados de infancia, compañeros de escuela y mßs tarde los que compartieron con él un trabajo, una idea política, la pasión de un club de fútbol, algún odio persistente como llovizna de marzo, o quizás un amor infinito que sin embargo acaba tal vez de perder si el hombre a quien ya se le acabó el cigarrillo, que aplastó mecánicamente en el cenicero de vidrio barato, que con una mano indiferente aparta el pocillo de café que al final no ha tomado, cambiara de posición, si girara la cabeza hacia su espalda, vería entrar a la mujer morena que se acerca a su mesa con su paso seguro, el cabello suelto y muy negro, la pollera ajustada, las piernas perfectas y los pies calzando sandalias livianas, si se diera vuelta vería moverse esos pechos erectos que la remera de color blanco impoluto resalta, volvería a su mente el recuerdo de cien noches de amor que él creía para siempre perdidas.
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