Miércoles, 26 de abril de 2006 | Hoy
Por Eugenio Previgliano, Fabricio Simeoni y Federico Tinivella
"Porque somos como troncos de árboles en la nieve; en apariencia, están
puestos lisos sobre ella, y con un pequeño empujón uno debería hacerlos
correr. No; no es posible, porque están fuertemente unidos al suelo. Pero
mira... esto es, inclusive, sólo aparente."
Frank Kafka
No, ya no , no lo hagas ahora, tonto no, ya no. Desperté así, mirando como él, el asesino serial intentaba serrucharme el tobillo, y como si mi cuerpo fuera un telgopor pintado, un bajorrelieve egipcio, una cadenita pisoteada por el hombre piedra, un triángulo escaleno, un ángulo llano. Ya no, hazlo después, tonto, ya no.
Y encendió su motosierra con un único tirón, como si fuera una sola cosa, él, el tirón, la motosierra, el clamor cerril de la moto alumbrando la penumbra con su ronco ruido de explosiones repetidas, como reprimiendo ese instinto asesino aplicó en cada ramita de esa cabellera despeinada que era el árbol lo que había incorporado en el curso de jardinería. Las cortó una a una, podó también la parra, regó las rosas chinas y ubicó la gramilla en los soliloquios telúricos de nuestro vergel. Ver gel en la copa de los árboles, la copa de vino tinto, la copa de verano. Como la clorofila recorriendo las venas del malbec bajo el sol castigador de enero.
Desperté así, mirando como ella, una vaquita de San Antonio sumisa, caminaba inquietante sobornando la gentileza de los poros. En la dermis pasan descalzas las Carmelitas, los monjes tibetanos, un alguacil. Supuse olvidar los vestigios de la noche anterior. Los restos de oscuridad sazonadas con muerte. Y entré despacio, sin que los serenos de la fábrica de al lado puedan oír mis pasos. Abrí la puerta del vivero. Me escondí tras el sexo de una enredadera promiscua.
Un vivero es un bosque en miniatura, una casita dibujada con hojas, un cuadro impresionista con olor a sed. Un refugio de hormigas, un papel glasé amontonado en la humedad de las paredes rústicas. Un vivero es el mundo verde de los enanos, un resquicio de claridad, un zaguán de clorofila.
La tarde avanzaba sobre la desmesura del odio, Washinton Armoa, dejó de mirar por la ventana porque los albañiles se la habían llevado el día anterior, para cambiarla, la anterior era metálica, la que vendría de madera. Él entonces debía vigilar su propio hogar, era un guardian de sus secretos, otra no le quedaba, ya que si por esas cosas de la vida él quisiera ir a tomar un fernet con coca a la esquina dejaría a los ladronzuelos con una libertad total para ingresar a su terreno y quitarle sus cosas más preciadas, es por eso que pensó "mejor me quedo a cuidar casa". Por otro lado, recordaba a Sacco y Banzetti los luchadores sociales asesinados por el gobierno más perverso, ellos dejaban la casa con las puertas abiertas, como dijera el pibe Calamaro, ahora muy enamorado de la Cardinalli.
Todos lo que algo quisieran llevarse se lo llevarían pero porque lo necesitarían realmente, tampoco es que entrás y te llevás lo que querés. Armoa desertó de la idea de tener un gesto tan anárquico, simplemente porque él era un trabajador que había tenido que sudarla, para vivir, como dicen aquellos que han degustado la siesta sin pensar en el mango. Después vendrían a buscarlo algunos encapuchados y el Fiat 600 nunca se detendría.
Oh Vivero, ¿vive todo ese resquicio de vida ahí verde, las exquisitas golondrinas, los nematelmínticos vermes, los ciempiés verdaderos? Si sólo fuera lo verde que se aprecia a la distancia, ya la ventana daría unos frutos claros y oportunos de verano y no ese amanecer a desgano que precede a la tormenta.
Todo despertar es en sí una otra siesta pensé sin desperezarme y la siesta -me dije de golpe- sólo se duerme una vez, como la muerte, el verdadero amor o el servicio militar en sus múltiples acepciones. Desperté así, como si hubiera venido de dormir una larga siesta en el fondo húmedo y pringoso de un bote con verdín y algo de moho.
Era hora -me dijo-.
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